—Pero tú no te preocupes, María —su tía se echó a reír—, que eso no es más que una chiquillada, seguro, y además... Mejor republicano que juerguista, o jugador, o mujeriego, como otros que yo me sé. Los vicios del cuerpo no, pero las enfermedades juveniles, cuando son del espíritu, se curan con la edad.
—Y con las herencias.
La sentencia del cabeza de familia liquidó el conflicto de las ideas políticas de Mateo Fernández, que ni siquiera resurgió cuando al fin, en septiembre de 1912, Gloria fue invitada a acudir con algunos amigos de confianza al Tiro de Pichón y María rechazó la oferta de acompañarla. Hay que ver, dijo su prima, cómo se pega la tontería... Por aquel entonces, Mateo ya era su prometido y la había besado en lugares del cuerpo a los que ni siquiera había tenido acceso todavía el más golfo de los oficiales del ejército español, pero tenía un buen puesto en el Ministerio de Fomento y seguía gozando de un prestigio irreprochable en la familia de su novia. Al margen de esta y otras pequeñas modernidades, la vida de María se parecía mucho a la de sus primas, y esta semejanza no decreció después de su boda, que se celebró en marzo de 1913 con la brillante asistencia del conde de la Riva y todos sus hijos, aunque la única excentricidad de la ceremonia consistió en que el novio no quiso comulgar. El 14 de abril de 1931, cuando su prima Gloria y ella discutieron por primera vez, ambas compartían los mismos placeres y cuidados, se ocupaban de sus hijos, se encontraban en la ópera, en el teatro, y acompañaban a sus maridos a cenas y recepciones parecidas, aunque los anfitriones, los asistentes, fueran, más que distintos, enemigos. Gloria sostenía obras de caridad, roperos parroquiales, comedores públicos, escuelas para niños pobres, y María formaba parte de comités en defensa del sufragio femenino, de la escolarización obligatoria, de los subsidios públicos para madres obreras. Sus hijos iban a colegios institucionistas, modernos, mixtos y laicos, tan privados como los colegios religiosos, segregados, tradicionales, donde estudiaban sus sobrinos, y eso bastaba para que sus vidas difirieran ya radicalmente mucho antes de que se encontraran luchando en dos ejércitos enfrentados, pero María no era consciente de haberse convertido en una mujer tan distinta de su prima cuando descolgó el teléfono y se la encontró al otro lado de la línea.
—Bueno, ¿qué? —Gloria estaba tan indignada que ni siquiera la saludó—. Ya habéis echado al rey. ¡Estaréis contentos!
—Contentos no, contentísimos —y era tan cierto que se echó a reír al decirlo—. Mateo dice que es el día más feliz de su vida. Le he tenido que regañar y todo...
—¡Qué barbaridad!
—Lo que oyes. ¿Y el día que te casaste conmigo, qué?, le he dicho.
—¿Y qué vais a hacer ahora? —Gloria, más irritada todavía por el tono festivo, jocoso, que transparentaba la euforia de su prima, pronunciaba cada sílaba como si la desmenuzara con los dientes antes de escupirla—. Si puede saberse, claro. O, mejor dicho, si es que los republicanos tenéis alguna idea de lo que vais a hacer con este país, aparte de hundirlo, que es lo único que yo creo que podemos esperar.
—Pues, mira, lo que vamos a hacer en este mismo momento —el tono de María se había endurecido tanto que a ella misma le costaba trabajo reconocerlo— es echarnos a la calle para celebrarlo. Ya tengo el sombrero puesto.
—¡A la calle! Eso, con la chusma... Anda, que todo lo que os pase os estará bien empleado.
—¿Con la chusma? —y en ese instante, María Muñoz descubrió que la indignación era anaranjada, fría y caliente a la vez, dulce mientras trepaba por la garganta, seca al estallar contra el paladar—. No, Gloria, no. Con la chusma no. Con el pueblo de Madrid. La chusma está cruzando ahora mismo la frontera. Si te gustan más que nosotros, ya sabes el camino.
Le colgó el teléfono y se quedó mirándolo como si no pudiera entender, creer que había hecho lo que acababa de hacer. Mientras tanto, su marido, que había escuchado la conversación desde la puerta, todos los niños vestidos, listos para salir, fue hacia ella y la abrazó por la espalda, muerto de risa.
—Joder, María... —le dijo muy cerca del oído, después de besarla detrás de una de sus volanderas orejas—, vas a acabar siendo más republicana que yo.
Pero ella no se rió, y salió a la calle inquieta, preocupada por su actuación, por esa rabia que no había podido controlar, y por la reacción de su prima, el estrépito de cristales rotos, ridículo, alarmante, tenebroso, pero sobre todo injusto, injustísimo, que había percibido en sus palabras, en sus pausas, en su manera de respirar como si se estuviese ahogando mientras la escuchaba. No hay derecho, se decía, no tiene derecho a hablar así, a pensar así, no tienen derecho a decir esas cosas. Y sin embargo, habría preferido no estar en casa, no descolgar el teléfono, no haber escuchado, no haber hablado, no haber arriesgado nada. Ella quería mucho a Gloria, siempre se habían llevado bien, y aunque hacía mucho tiempo que cada año se veían menos que el anterior, y sus maridos, que habían sido inseparables, apenas se saludaban, la seguía contando entre sus amigas. Y era verdad que se había radicalizado más deprisa que Mateo, porque cuando se casó con él, la república le seguía pareciendo sólo una idea romántica, y mientras su marido trabajaba, conspiraba, se reunía con unos y con otros en el ministerio, en los cafés, y en casas cuya dirección no le confiaba ni siquiera a ella, María había seguido disfrutando de una vida cómoda de mujer feliz y bien casada. Había tenido que intuir el cambio, presentirlo, acariciarlo con la punta de los dedos, para comprender que la república podía ser algo más, una tarea, un objetivo, la posibilidad de vivir y de educar a sus hijos en un país distinto. Pero no era tan fuerte como su marido, que el día más feliz de su vida no echó nada ni a nadie de menos.
—¿Quieres dejar de acordarte de esa gilipollas? —Mateo la sacudió cuando llegaron a la Puerta del Sol—. Mira a tu alrededor, mira lo que está pasando, ¿es que no lo ves? Esto es maravilloso, coño, esto es la hostia, y tú pensando en la tonta de tu prima...
Era maravilloso, fue maravilloso, pero cambió su destino para siempre, abrió una grieta imprevista en la rutina de sus placeres y sus cuidados, la obligó a elegir un camino que ni siquiera habría podido imaginar, y sembró en ella un orgullo, un amor, un dolor desconocidos. Después, cuando mirara hacia atrás, la transformación que había sufrido su existencia a partir de aquel día le parecería imposible, increíble, pero entonces no se arrepentiría de nada, no se preocuparía por nada ni por nadie que no fuera importante, no se consentiría la debilidad de sentir la menor nostalgia por aquella vida que su propia vida la había obligado a abandonar. Aprendería a ser feliz de otra manera, porque ella también habría llegado a odiar.
—Nosotros somos lo que somos, María, para lo bueno y para lo malo. Y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros.
Su marido tenía razón, tanta que aquella misma noche se avergonzaría por habérsela discutido delante de sus hijas. Pero eso fue después de que su vecina de abajo no le abriera la puerta, cuando tuvo un rato para estar sola, sentada en la cocina, pensando. Eran días duros, terribles, más de lo que parecían, más de lo que había creído cuando Mateo le anunció que Paloma acababa de llegar, y le pidió que le acompañara al comedor.
—Vamos a ver, niñas...
En la última semana de 1936, su hija mayor tenía veintiún años y llevaba casada más de dos, y la pequeña había cumplido ya diecisiete, pero su padre seguía tratándolas como cuando se las sentaba en las rodillas, y a ellas les encantaba que lo hiciera. Por eso le sonrieron a la vez mientras él escogía las palabras con tanto cuidado como si no estuviera seguro de que las dos iban a rechazar su propuesta.
—Vuestra madre y yo hemos estado hablando, y... En fin, ya sabéis que el gobierno tiene un programa de evacuación para que los civiles que quieran puedan marcharse a Levante —en ese mismo instante, Paloma empezó a negar con la cabeza y él movió la suya en sentido inverso, como si quisiera darse la razón a sí mismo—. No os voy a engañar, nosotros no nos vamos a ir. Si pidiera un traslado en el ministerio, seguramente me lo denegarían, y con razón, pero es que además prefiero trabajar para la Junta que para el gobierno, porque lo que yo conozco es esto, hago mucha más falta aquí que en Valencia. No me fui hace un mes, no me voy a ir ahora, y no me pienso ir nunca, porque ésta es mi ciudad, porque mis hijos la están defendiendo, y porque no me sale de los cojones —su mujer le apoyó una mano en el brazo pero él no se inmutó— que a un cabrón de general se le ponga en los suyos echarme de Madrid. Lo que me tenga que pasar, me va a pasar aquí. Sin embargo, mamá lleva tiempo diciéndome que, a lo mejor, vosotras...
—Ni hablar —Paloma no le dejó terminar—. Yo no me voy, desde luego. Ya me lo dijo mi suegra cuando se marchó a Almería, y ya le dije que no. Quiero estar con mi marido.
—Tu marido está en el frente, hija.
—Pero el frente está en la Moncloa, mamá. Desde aquí se puede ir andando. Y los soldados que están en el frente vuelven a casa, con permiso. Y cuando Carlos tenga un permiso, yo quiero estar en casa para dormir con él.
—¡Paloma! No hables así delante de tu hermana.
—Pero, mamá, si ha dicho dormir...
Mateo Fernández se echó a reír al escuchar la salida de su hija pequeña, que no era tan guapa como la mayor, pero sí muy rápida, muy lista, y su favorita, pero ya contaba con que a su mujer, que se había inclinado sobre la mesa para señalar a la ingeniosa con el dedo, no iba a hacerle tanta gracia.
—¡Pues tú eres la que te vas a ir a Valencia, mira por dónde!
—¿Yo? —y ella también se echó hacia delante, hasta que su nariz apuntó de frente a la de su madre.
—Sí, tú, María, que estás muy suelta, tú, todo el día en la calle, que te has creído que la guerra es una verbena y estás muy equivocada...
—Yo no me voy, ni lo sueñes. Ni quiero ni puedo irme —y se fue relajando poco a poco hasta que volvió a apoyar la espalda en el respaldo de la silla—. Yo también tengo un novio en el frente.
—Lo tuyo no es un novio, hija —sentenció su madre—, lo tuyo es una tontería.
—¿Ah, sí? Bueno, pues será, pero es mi tontería.
—Pero si no te gustaba nada, si le tratabas fatal...
—¿Y tú qué sabes, Paloma —María se revolvió contra su hermana—, tú qué sabes si me gustaba o no?
—¡Anda que no lo sé! —Paloma Fernández Muñoz, la chica más guapa del edificio, de la glorieta de Bilbao, del barrio de Maravillas, del centro de Madrid, se echó a reír, y estaba todavía más guapa cuando se reía—. Todos lo sabemos. ¿O es que no te acuerdas de aquel día que papá le dijo a la muchacha que bajara a buscarle, porque el portal estaba cerrado y el pobre llevaba media hora esperándote en la calle, empapado y tiritando? ¿No te acuerdas de cómo llovía? ¿No te acuerdas de lo que nos dijiste? —y adoptó el acento quejumbroso y cantarín de una niña mimada para imitar a María—. Le queréis más que a mí, le queréis más que a mí, en esta casa queréis a Esteban más que a mí... ¡Si no le hacías más que desplantes! ¡Si Ignacio llegó a decirle que te mandara a paseo! Hasta que vino a despedirse con el uniforme y entonces sí, entonces, de la noche a la mañana, fue el acabóse del amor y la pasión. ¿O no, mamá?, ¿qué te dije yo esa tarde?
—Que lo que le gustaba a tu hermana no era Esteban, sino el uniforme de Esteban —y las dos se echaron a reír a la vez—. Reconócelo, María, Paloma tiene razón.
—¡Dejadla en paz! —frente a la perpetua alianza de su mujer y su hija mayor, Mateo se alineó con la pequeña, como casi siempre—. Ella sabrá si tiene novio o no...
Lo sabía. Su madre y su hermana habrían preferido no tener que aprenderlo, no tener que reconocerlo jamás, pero se enteraron una noche de otoño de 1938, cuando el brigada Fernández, que debería haber estado en su puesto, en las trincheras del frente de Usera, apareció de repente, sin avisar. En ese momento, todos se levantaron a la vez e impulsados por el mismo resorte pero, por una vez, a Ignacio, que coleccionaba heridas con el mismo afán con el que había coleccionado soldados de plomo de pequeño, no le había pasado nada.
Ignacio es el que me preocupa, le había dicho Mateo Fernández a su mujer en los peores momentos del peor noviembre de sus vidas. El otro no tanto, porque es más tranquilo, más sensato, pero Ignacio, con ese atolondramiento que tiene... Y sin embargo, a Ignacio se le daba bien la guerra. No lo entendía ni él, pero lo descubrió enseguida, una mañana de perros, plomiza y fría, mientras sus botas se hundían en el barro de la Universitaria y una llovizna helada, insoportable, le hacía daño en la cara. Les habían mandado avanzar para asegurar un cerro, pero una bala derribó al sargento que mandaba el destacamento antes de que tuviera tiempo para organizarlos. Cuando miró hacia delante, vio a los regulares que venían corriendo, gritando como alimañas, armados con su furia pavorosa, legendaria. Y entonces ocurrió. En ese instante, sus compañeros empezaron a temblar, pero Ignacio Fernández Muñoz, incomprensiblemente sereno, se acordó de su padre, recuperó su rostro, el ceño fruncido, una concentración impasible en la mirada y un único argumento en los labios mientras le enseñaba a jugar al ajedrez, a sus diez, a sus once años. Tienes que ver todo el tablero, Ignacio. Ya sé que no es fácil pero tienes que intentarlo, esforzarte por verlo todo, tus piezas y las mías, tienes que verlo, comprenderlo de un vistazo antes incluso de analizarlo. Si no lo consigues, nunca jugarás bien. Su padre jugaba muy bien al ajedrez, y para demostrar que el otro rey, el de verdad, no era más que un hombre como los demás, recurría siempre al mismo argumento, si lo pinchas, sangra. Su hijo Ignacio recordó ambas cosas mientras veía de repente todo el tablero por segunda vez en su vida, y ya no eran piezas de madera sino hombres de carne y hueso, pero la revelación, el entusiasmo, el asombro, fueron semejantes. Ellos son más, pero nosotros estamos en alto, ellos saben luchar, pero tienen que subir, y no pueden correr y disparar a la vez porque no son más que hombres, si los pinchas, sangran. Lo pensó en menos tiempo del que habría tardado en decirlo, y sintió que la sangre se enfriaba dentro de sus venas, y que le crecían ojos en la nuca, en las sienes, en las orejas, porque de repente lo veía todo, lo abarcaba todo, lo comprendía todo y no escuchaba nada en la blancura deslumbrante de una certeza absoluta.
Mientras volvía el fusil hacia sus propios compañeros, los miró, uno por uno. Casi todos eran mayores que él, pero no necesitó levantar la voz para que comprendieran que estaba hablando en serio.