El corazón helado (15 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Raquel le miraba con la boca abierta, como si estuviera hipnotizada, inmovilizada de puro placer, atrapada en su voz, en sus palabras, pero escuchó un palmoteo nervioso y un par de carcajadas de los espectadores de la escena antes de sentir el roce de unos dedos junto a la mandíbula.

—Mira —y sus dedos sostenían un chupa-chups envuelto en un papel naranja—. Tómalo, es tuyo. Estaba en tu oreja.

—Gracias —dijo ella, y se echó a reír.

—Claro que, a lo mejor, te gustan más los de fresa. Déjame mirar en tu otra oreja... —repitió la operación con la otra mano y encontró un caramelo idéntico con un envoltorio de color rosa fuerte—. ¡Ahí va, qué suerte! Te crecen chupa-chups en las orejas.

Entonces, sin pensar en lo que hacía, Raquel le echó los brazos al cuello y le besó en las mejillas, y él le devolvió los besos, los abrazos, y por un instante fue como si siempre hubieran vivido juntos, como si no fueran a separarse nunca, como si ella fuera una hija más de aquel padre que iba a animar a sus hijos a los partidos, y se dejaba hacer cosquillas, y rodaba con ellos por el suelo, y andaba a gatas, y encontraba chupa-chups en sus orejas.

—Julio... —la voz de la mujer rubia, plantada en el umbral, los ojos muy abiertos, la piel muy pálida, frotándose las manos con tanta fuerza como si pretendiera desollarse una con otra, deshizo al mismo tiempo abrazo y hechizo—. Julio, tenemos visita.

—Ya lo veo —él se echó a reír—. Acabo de conocer a mi sobrina.

—Pues sí, claro, eso es... Esta niña es la nieta de Ignacio Fernández, el primo de mi madre, ya sabes. Te está esperando en el despacho.

Él cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos para mirar a Raquel, para estudiar su cara con una expresión ambigua, que era una sonrisa pero no reflejaba placer ni simpatía, antes de desprenderla de sí con suavidad. Luego se levantó despacio, se arregló la ropa, arrugada por el forcejeo de las cosquillas, y salió de la habitación sin mirar hacia atrás.

—¡Papá, papá, no te vayas! —Álvaro le reclamaba desde el suelo—. He enganchado las dos locomotoras, están funcionando a la vez, tienes que verlo...

—Ahora, hijo, ahora. Vuelvo enseguida.

Pero Raquel no le volvió a ver. Fue otra vez la mujer rubia quien vino a buscarla cuando ya se había cansado de mirar los trenes y jugaba por fin con Clara y sus muñecas mellizas. Yo soy su madre y tú eres su tía, ¿vale?, le había dicho al enseñarle su imponente colección de accesorios, una cuna doble, como el cochecito, y la trona, y el armario, y una sola bañera para las dos. Ya las habían bañado dos veces, y las habían acostado, y levantado, y alimentado, las estaban durmiendo en brazos cuando la señora volvió, igual de pálida, de nerviosa que antes, pero Raquel ya no se dejó impresionar por eso, porque no había llegado a verla tranquila en ningún momento y pensó que siempre sería así, histérica, huidiza, incapaz de tener las manos quietas.

—Tu abuelo te está esperando, Raquel, tienes que irte.

—¡Ay, no, mamá, por favor! —Clara protestó—. Con lo bien que nos lo estamos pasando ahora...

Entonces, aquella mujer tan rara abrazó a su hija, la mantuvo apretada contra sí, la besó, y pareció estar a punto de hablar un par de veces, pero no dijo nada. Luego, cogió la mano de Raquel y deshizo el camino que las dos habían recorrido antes, desde el pasillo desnudo y luminoso, por el alfombrado corredor lleno de cuadros, hasta el recibidor donde Ignacio Fernández, muy alto, muy tieso, muy solo, esperaba a su nieta junto a la puerta. Clara fue tras ellas todo el camino, lloriqueando, protestando, suplicando entre sollozos una prórroga que era imposible, Raquel se dio cuenta, porque la maltrecha actriz de cine caminaba cada vez más deprisa, y porque se volvió dos veces para pedirle a su hija que se callara, la última a gritos, justo antes de doblar la esquina que desembocaba en el recibidor.

—Raquel...

Su abuelo la llamó por su nombre y entonces se dio cuenta de que con el brazo izquierdo seguía abrazando a la melliza pelirroja vestida de verde, y se quedó parada sin saber qué hacer, la mano derecha tendida hacia su abuelo y la otra hacia Clara, que ya corría a recuperar su muñeca cuando su madre la inmovilizó en lo que pretendió que pareciera un abrazo.

—Si te gusta, puedes quedártela.

—¡No! —su hija intentó zafarse de sus brazos, pero ella la apretó con más fuerza, sus manos cruzadas sobre las de la niña.

—Claro que sí —insistió, y se esforzó en sonreír, como si no pasara nada—. Te la regalamos.

—¡Pero, mamá, si es una melliza! —la niña levantó la cabeza, buscó los ojos de su madre y empezó a llorar de verdad, con lágrimas auténticas—. ¿No lo entiendes? Si son dos, ¿cómo voy a regalarle una?

—Eso es verdad —Raquel pensó que Clara tenía razón y estiró el brazo aún más hacia ella—. Además, yo ya tengo muchas muñecas.

—Nada, nada... —la mujer rubia se mostró inflexible en el arbitrario capricho de su generosidad—. Llévatela. Ya le compraré yo otra.

—¡Mamá!

De repente, Raquel se encontró en el descansillo. Su abuelo la había sacado de aquella casa y había cerrado la puerta sin despedirse. Eso también era raro, pero no le importó, porque la escena del recibidor había resucitado el grumo que se instaló en su pecho al llegar allí, cuando todo le daba miedo y le costaba tanto respirar como si la atmósfera del interior fuera más pobre, más pesada que el aire de la calle. Entonces recordó que aquello no iba a ser divertido, que ella lo había sabido siempre, desde el principio, y se preguntó cómo había podido llegar a olvidarlo, cómo había podido pasarlo tan bien con la merienda, y el tren eléctrico, y las muñecas, y los
chupa-chups, y sin embargo alegrarse de que el abuelo hubiera decidido bajar por la escalera en lugar de coger el ascensor, porque en cada escalón respiraba mejor y las luces, las sombras, los muros, los objetos, iban recuperando la normalidad poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que los dos, siempre de la mano, reconquistaron la amplitud de aquel portal oscuro donde hacía casi frío, y tras la puerta, la recompensa de una tarde de mayo soleada y limpia, una brisa ligera agitando las hojas de los árboles, el sol aún capaz de calentarles.

—Qué casa tan grande tienen, ¿verdad? —sólo se atrevió a hablar cuando ya caminaban por la acera, al ritmo lento, calmoso, de otros sábados—. Y qué bonita. Deben de ser muy ricos, ¿no?

Su abuelo no le contestó enseguida, no se detuvo, no sonrió, ni usó su comentario como punto de partida para enlazarlo con una historia cualquiera. Ni siquiera la miró. Siguió andando despacio, con la cabeza recta, los ojos fijos en el horizonte, su rostro muy pálido a la luz del sol y un temblor pequeño, pero constante, en la frontera de sus labios cerrados.

—Lo que son es muy hijos de puta.

Eso dijo, y tampoco entonces quiso mirarla. Habían llegado a una plaza escondida, rectangular, con un edificio muy grande al fondo, muchos árboles delante, un quiosco de periódicos y algunos bancos. Su abuelo escogió uno que estaba vacío, se sentó, y Raquel se dio cuenta de que había dejado de contar con ella, como si se le hubiera olvidado que era su nieta, que tenía ocho años y que estaba allí, como si todo le diera ya lo mismo. Escogió un banco, se sentó, dejó a un lado su cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo, y se tapó la cara con las manos. Durante un instante, no ocurrió nada más. Luego, su cabeza empezó a moverse arriba y abajo, despacio al principio, con más ritmo, más intensidad después, contagiando su agitación a los hombros, a los brazos, a las manos que permanecían firmes contra sus párpados, sus mejillas, como si la piel de sus palmas se hubiera fundido con la de su cara, como si no pudieran separarse más. La niña, de pie sobre la acera, frente a él, le miraba y no podía creerse lo que estaba viendo, no de su abuelo Ignacio, de él no, y sin embargo, los sonidos roncos, guturales, viscosos, que se escurrían por los resquicios de sus dedos entreabiertos, se hicieron más nítidos, aún más inverosímiles y precisos, más sollozos, hasta que ella ya no encontró ninguna puerta por donde escapar, ninguna solución para seguir dudando de la capacidad de sus oídos, de sus ojos abiertos e incrédulos.

Aquélla fue la primera vez en su vida que Raquel Fernández Perea vio llorar a su abuelo, la primera y la última, la única, pero nunca se sintió privilegiada ni orgullosa por haber sido testigo de su llanto, como había sido tantas veces espectadora de su alegría, porque su abuelo lloraba como un niño pequeño, sin freno, sin pausa, sin consuelo, olvidado de su nieta y de sí mismo, del hombre que había sido y del que seguía siendo, un hombre que había podido morir muchas veces y había salvado la vida para celebrar la muerte de su enemigo bailando un pasodoble con su mujer en una plaza del Barrio Latino de París, muy poco, poquísimo, casi nada, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes, Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo, español, y propietario de una pena negra, honda y sonriente que su nieta no olvidaría jamás, como no olvidaría la tarde en que le vio llorar, más solo, más angustiado, más derrotado que nunca, incapaz de seguir reteniendo por más tiempo todas las lágrimas que no había dejado ir mientras toreaba a la muerte por su cuenta, mientras se fugaba de las cárceles, de los campos, de los trenes, de los que le querían matar sólo porque era él, y que eran todos, mientras se acostumbraba al fracaso perpetuo de una vida próspera en un país ajeno, y al sueño imposible de la ciudad propia que volvía a perder cada mañana, porque somos de un país de hijos de puta, vamos a brindar, porque somos de un país de mierda, brindemos, él había levantado la copa, todas sus copas, pero había retenido también todas sus lágrimas para dejarlas ir ahora, sin freno, sin pausa, sin consuelo, para llorar el llanto de una vida entera, él, su abuelo Ignacio, el que sonreía al dolor, el que burlaba a la muerte, el que no lloraba nunca, el hombre que podía haber muerto muchas veces y había vivido para volver a casa, para recuperar su lugar, para cobrar sus deudas, a sus órdenes, mi capitán, para nada, había dicho él, para nada.

—No llores, abuelo, por favor... No llores.

¿Qué ha pasado?, le habría gustado preguntar, ¿qué te han hecho, abuelo, quién ha sido, por qué, cómo, cuándo, cuánto te duele?, pero no pudo decir nada, ni siquiera que le quería, que aquella tarde de mayo, tan cálida, tan limpia, tan cruel, había aprendido que le quería muchísimo, que no había nadie en el mundo a quien quisiera más que a él. Lo que a ti te hace daño, a mí me hace daño, eso era lo que sentía, lo que habría querido decirle, pero no pudo, porque estaba llorando, lloraba igual que él, como la niña pequeña que ella sí era, sin freno, sin pausa, sin consuelo, y no se tapaba la cara con las manos porque las necesitaba para aferrarse a su abuelo, para acariciarle, para explicarle la verdad, que le quería tanto que le dolían las palabras que no salían enteras de sus labios contraídos, los sonidos que se perdían en su garganta ahogada por los sollozos, y no conocía el origen, la razón de las lágrimas que mutilaban cada sílaba que intentaba pronunciar, pero sentía que esas lágrimas le dolían porque eran suyas, porque le pertenecían a él, porque ella había escogido llorar el llanto de su vida entera.

No llores, logró repetir por fin, después de un rato, y se abrazó a sus mangas, escondió la cabeza en su cuello y se quedó muy quieta. Esta vez, él respondió enseguida. La apretó con fuerza, la besó en la cabeza y mantuvo sus labios firmes contra su pelo hasta que los dos se tranquilizaron. Luego, manteniéndola sujeta entre sus manos, la separó de sí, la miró, sonrió y volvió a besarla en las dos mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, los párpados hinchados y la piel de los pómulos muy fina, tan frágil de repente como si fuera de papel.

—Ésta es la plaza de las Salesas —dijo, y su voz, ensuciada por el llanto, adoptó sin embargo el acento y el ritmo de otras veces—. Se llama así porque antes había un convento, pero esa iglesia de ahí detrás se llama Santa Bárbara, porque la fundó Bárbara de Braganza, una reina de España que era hija del rey de Portugal —hizo una pausa, se frotó los ojos, volvió a sonreír—. Esa calle lleva su nombre. Aquí enfrente estaban los juzgados donde condenaron a mi cuñado Carlos, ¿te acuerdas? Y el edificio gris que está adosado a la iglesia por detrás, ¿lo ves?, es el Tribunal Supremo. Su fachada da a otra plaza que hay detrás, la plaza de la Villa de París.

Raquel se quedó un instante callada, sin saber qué decir, cómo interpretar esas palabras frías y calientes a la vez, que tendían un puente o proponían un pacto cuyos términos no estaba muy segura de comprender. Por eso se limpió los ojos, se sonó los mocos, y dijo lo mismo que habría dicho si aquella tarde no hubiera pasado nada.

—Y las dos son cuadradas, porque si fueran redondas se llamarían glorietas.

—Justo —las lágrimas volvieron a aflorar por un instante a los ojos de Ignacio Fernández Muñoz, pero las mantuvo a raya en honor a la inteligencia de su cómplice—. No le cuentes nada a la abuela, ¿de acuerdo?

—Te lo prometo.

Él sonrió a la solemnidad de su nieta, que había levantado en el aire la mano derecha con los dedos cruzados para reforzar su compromiso, y la abrazó otra vez.

—Recoge la muñeca —dijo entonces, mirando al suelo—. Se te ha caído.

—No la quiero —Raquel la recogió de entre sus pies, la acostó en el banco, y buscó luego en sus bolsillos hasta encontrar los chupa-chups, que dejó a su lado, el de naranja a la izquierda, el de fresa a la derecha, era tan bonita, pensó al despedirse de ella, con el pelo rojo y aquel vestido verde lleno de volantes y puntillas—. No la he querido nunca.

—Parece una ofrenda —murmuró su abuelo cuando lo vio.

—¿Y eso qué es?

—Nada. Una tontería que se me acaba de ocurrir... Pero alguna niña se va a alegrar mucho al encontrársela. Vamos.

Y entonces, como si de verdad no hubiera pasado nada aquella tarde, se levantó al fin, se encajó su vieja cartera debajo del brazo izquierdo, ofreció a su nieta la otra mano, y echó a andar hacia Recoletos con el paso regular, tranquilo y relajado, de otros sábados.

—¿Quieres un helado? —propuso al llegar al paseo.

—Bueno. De fresa, pero pequeño, porque he merendado... —mucho, iba a decir, pero se calló, porque no quería recordar nada bueno de aquella tarde.

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