El corazón helado (139 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Julio se ha quedado en su despacho de siempre. Él..., bueno, ya sabe, no le da tanta importancia... En fin, ¿quiere que le acompañe?

—No hace falta, gracias.

—Hasta luego, entonces.

Julio me había advertido que no llamara a Rafa y sabía por qué me lo decía. Yo también. Por eso le había llamado. Si no hubiera quedado con él y con Angélica, no habría pasado nada. Julio se habría cuidado de mantener nuestra conversación en secreto hasta que hubiera logrado olvidarla, y tampoco habría tardado mucho, porque a él no le interesaban esta clase de asuntos. En eso se parecía a Clara, no era como yo, no era como Rafa. Pero yo sabía lo que iba a hacer, y sabía por qué lo hacía. Después, mis hermanos mayores se preguntarían por mis razones y nunca las entenderían del todo. Pensarían que había querido vengarme de mi padre en ellos, que me había vuelto loco de pronto, que me había dejado llevar por una ira incomprensible, que me movía un odio repentino o una extraña variedad de fanatismo ideológico, incentivado por una pasión sexual que no me convenía y que acabaría arruinando mi vida sin remedio. Todo eso llegarían a suponer, pero yo estaba muy tranquilo, muy seguro de mis actos y de los motivos que los impulsaban. Quería hablar. Quería escuchar. Sólo eso, nada más que eso. Quería contar en voz alta lo que nunca había contado nadie y quería escuchar en voz alta las palabras que nunca había escuchado. Quería que supieran lo que yo pensaba, lo que yo sentía, y averiguar qué pensaban, qué sentían ellos al saber del hombre que había sido su padre. Parecía muy poco pero era mucho, porque había pasado el tiempo, y el silencio pactado para encubrir la verdad había terminado por suplantarla. Ahora la verdad era aquel silencio sólido, duro, imperturbable, la verdadera inexistencia de datos, de palabras, de recuerdos, y los labios cerrados, y las conciencias mudas, y la exquisita indolencia de la riqueza. Había pasado mucho tiempo, pero no demasiado, porque nunca es demasiado. Había pasado mucho silencio, tanto que su duración parecía una garantía de eternidad, pero yo iba a romperlo. Aquello no iba a acabar bien, y eso también lo sabía.

—Buenas tardes, he quedado con mi hermano Rafa...

—Sí, pase, le está esperando.

—¿Y Angélica? Ha venido también, ¿verdad?

La secretaria me lo confirmó con un gesto, y al empujar la puerta recordé uno de mis cumpleaños, el séptimo debió de ser, el octavo quizás. Yo había pedido un futbolín de sobremesa que estaba agotado en todas las jugueterías, y por la tarde, cuando volví del colegio, me encontré con un premio de consolación, un juego de magia, el archisabido regalo que mis hermanos mayores ya habían recibido más de una vez. Mi decepción fue tan grande que empecé a protestar cuando el paquete todavía estaba a medio abrir, y mi madre se ofendió, se enfadó mucho conmigo. Mi padre no dijo nada, pero al día siguiente apareció con una caja enorme. Con un mago en la familia tenemos bastante, le escuché decir mientras lo abría, y luego, muchos años después, volvió a regalarme aquel mismo futbolín que yo ni siquiera sabía cuándo habían guardado en el trastero. Mi hijo Miguel acababa de nacer y entró con él en la habitación del hospital. Como ha sido niño..., murmuró mientras nos abrazábamos.

—Hola.

Rafa estaba sentado en la silla de papá y no hizo ademán de levantarse. Angélica ocupaba una de las dos butacas reservadas a las visitas, al otro lado de la mesa, y tampoco se movió, pero yo fui a saludarles a los dos, primero a él, luego a ella, y me devolvieron los besos de pie, con una frialdad que me convenció de que ya sabían para qué los había convocado aquella tarde.

—Mira, Álvaro... —Rafa me lo confirmó enseguida, mirándome a los ojos mientras jugueteaba con un portaminas de acero, fino, elegante, idéntico a los que solía usar mi padre, al que Raquel me dio como si hubiera sido suyo, quizás el último que usó en su vida—. Ya sé que te están pasando muchas cosas a la vez, y que son importantes, y por eso... Bueno, es lógico que estés nervioso, excitado, ¿no? Antes, cuando me has llamado por teléfono, me has contado que ya habías visto a Julio, y como me extrañaba mucho todo esto, yo también he hablado con él. Lo primero que me ha dicho es que te había pedido que no me llamaras, y tendrías que haberle hecho caso, ¿sabes?, porque...

Hizo una pausa para mirar a Angélica, pero ella no quiso intervenir. Entonces, volvió a mirarme y siguió hablando en el mismo tono, lento, precavido y aún amable, aunque ya impregnado de un elaborado efecto de superioridad.

—No nos vas a contar nada que nosotros no sepamos. Es una historia muy antigua, que a estas alturas carece por completo de importancia en cualquier sentido, y que además no debemos valorar, porque no podemos hacerlo. Ni tú, ni yo, ni nadie que no haya vivido aquella época, nadie que no haya tenido que tomar decisiones en unas circunstancias tan terribles que ni siquiera las podemos imaginar. Así que, antes de que empieces, te voy a decir dos cosas. La primera es que nada de lo que me cuentes va a hacer cambiar mi opinión sobre papá. Y la segunda es que... —me dedicó una sonrisa irónica—. En fin, Julio ya me ha contado esa historia del teléfono apuntado en una nota, dentro de una carpeta con papeles de la División Azul, pero la verdad es que no me he creído ni una palabra, Álvaro. Prefiero decírtelo desde el principio. Esa tía no es trigo limpio. Estoy seguro de que fue ella la que te encontró a ti, y más seguro todavía de que lo único que quiere es tu dinero.

Lo dijo con tanta seguridad, en un tono tan solemne, que me hizo sonreír.

—¿Y se puede saber de qué te ríes? —mi reacción le había picado—. A mí no me parece gracioso.

—A mí sí —contesté, pero no quise precipitar las cosas, así que me contenté con mirarle, y miré a Angélica antes de empezar a hacer mis propias preguntas—. Decidme una cosa, ya que lo sabéis todo... ¿Sabéis también que la abuela Teresa, la madre de papá, murió de una neumonía infecciosa el 14 de junio de 1941, cuando estaba presa en el penal de Ocaña?

—Eso no es verdad —Angélica abrió la boca por fin.

La abuela Teresa murió en plena guerra, en verano del 37, creo, y de tuberculosis, Álvaro, lo sabes de sobra, todos lo sabemos.

—No, Rafa —le miré, miré a mi hermana, y vi que los dos me miraban con la boca abierta, una expresión de asombro todavía pura, incontaminada de otras emociones—. Lo que sabemos es lo que papá nos contó, lo que quiso que creyéramos, pero no es la verdad. En junio de 1937, la abuela abandonó a su marido, pero estaba viva, muy viva. Le escribió a su hijo una carta de despedida, porque él no quiso marcharse con ella. La tengo yo. La encontré en su despacho de La Moraleja, en esa carpeta de cartón azul que tú no crees que exista. Pedí una copia de su partida de defunción, os la puedo enseñar cuando queráis. La abuela murió en Ocaña, presa, o penada, como dicen los papeles que me mandaron del registro. En 1939 la juzgaron y la condenaron a muerte por un delito de auxilio a la rebelión. Después, le conmutaron la pena por treinta años de prisión.

Mi hermano no reaccionó, pero su cara estaba tan blanca como si se hubiera quedado sin una gota de sangre en el cuerpo. Angélica, que era más inteligente pero carecía en absoluto de cultura política, se limitó a ponerse nerviosa.

—Pero, no lo entiendo... —dijo, revolviéndose en la butaca—. ¿Y eso qué es, qué significa? ¿Por qué estaba en la cárcel? ¿Qué es lo que había...?

—¿Hecho? —le pregunté, y ella asintió—. Nada. No había hecho nada. No la metieron en la cárcel por lo que había hecho, sino por lo que era. Era socialista. Y republicana, por descontado.

—¿Pero qué dices, Álvaro? —y dejó escapar una risita nerviosa de la que tal vez ni siquiera fue consciente—. Eso no puede ser... ¿Socialista, la abuela?

—Sí, socialista —yo también sonreí, al comprobar que el trabajoso izquierdismo que mi hermana parecía haber adquirido por vía seminal, era tan débil que no llegaba a traspasar la superficie, a arañar siquiera su antigua convicción de que las víctimas siempre se merecen la suerte que han corrido—. Militante del Partido Socialista Obrero Español. De la agrupación de Torrelodones, claro. Igual que el abuelo de tu marido, aquel al que tiraron vivo a un pozo, en Canarias, porque él también era socialista, estaba afiliado a la UGT, ¿verdad?

No quiso confirmarlo en voz alta pero me dio igual, porque yo lo sabía. Ella también, aunque se limitara a taparse la boca con una mano para mirarme con ojos de alucinada. En ese momento, me volví hacia mi hermano y comprobé que el color no sólo había regresado a su rostro, sino que se había incrementado sobre sus mejillas en una peligrosa proporción.

—Y tú ¿con qué derecho te llevas nada del despacho de papá? —me preguntó con el cuerpo inclinado sobre la mesa, los puños apretados contra el tablero como si pretendiera hundirlo en el suelo.

—Con el mismo que tú, Rafa —no me daba miedo, y se dio cuenta—. Cuando llegué, en la pared había varios huecos. Lisette me dijo que te habías llevado algunas fotos, y que Julio había cogido el retrato de mamá que papá tenía en un marco de plata. Pensé que había empezado la barra libre.

—No es lo mismo.

—No, en eso tienes razón. Pero vosotros no tuvisteis la curiosidad de buscar nada. Yo sí, y por eso encontré esa carpeta, aunque no la quiero para mí solo, ya lo ves. Os estoy contando lo que había dentro y puedo haceros copias de todo. Hay papeles muy interesantes, por cierto.

—Para mí no, desde luego —Rafa se relajó, volvió a reclinarse en el sillón, buscó de nuevo refugio en la arrogancia—. ¿Que la abuela era socialista? Pues muy bien. Eso pasa hasta en las mejores familias, ya se sabe. ¿Que la metieron en la cárcel después de la guerra? Normal, para eso la habían ganado, ¿o no? Si las cosas hubieran sido al revés, los rojos habrían hecho lo mismo. ¿Y qué más?

—Mucho más —sonreí—, pero prefiero ir por partes. De momento, reconoceréis que ya os he contado una cosa que no sabíais. Bueno, en realidad son dos. Primero quién era la abuela. Y segundo, quién era papá. Un hombre capaz de renegar de su madre, de enterrarla en vida, de mentir sobre ella a sus propios hijos...

—¡No! —Angélica me interrumpió con una súbita violencia—. Eso no es verdad, Álvaro, eso no es así, no puede ser así. Papá debió de tener motivos, razones para hacer lo que hizo. ¿Por qué te pones de parte de la abuela y en contra suya, vamos a ver? A papá lo conocíamos, a ella no. No sabemos nada de la abuela, no podemos saber qué clase de persona era, igual... —huyó de mis ojos para buscar consuelo en los de Rafa—. En aquella época, todos hicieron cosas horribles, ¿o no?, las mujeres también. Igual era... No sé. Si la condenaron a muerte, a lo mejor fue porque había matado a alguien, o lo había denunciado. Madrid estaba llena de checas, torturaban a la gente, la mataban por leer el
Abc...

—La abuela era maestra —miré a mi hermana, a mi hermano, respiré hondo, me asombré de mi serenidad, la tranquilidad con la que hablaba—. Daba clase a los párvulos en la escuela de Torrelodones. Era una militante muy activa, con responsabilidades en el partido, sólo a nivel local, pero responsabilidades al fin y al cabo. Y era también una mujer libre, muy valiente, eso sí. Hablaba en los mítines, presidía comités, ayudaba a los refugiados... Los franquistas condenaban a muerte a las personas como ella, dirigentes de partidos de izquierdas que no habían cometido ningún delito, siempre por lo mismo, auxilio a la rebelión, aunque fueran ellos quienes se habían rebelado. Ellos empezaron, y después, ellos desencadenaron el terror de una forma ordenada, sistemática, nada que ver con los crímenes individuales y espontáneos de la zona republicana. Eso fue lo que pasó, nada más. Lo siento por ti, Angélica —sonreí, aunque no sé si mi hermana llegó a percibir la ironía—, pero tu abuela nunca mató a nadie, nunca torturó a nadie, nunca denunció a nadie. La gente de su pueblo la adoraba.

—Eso no lo sabes —Rafa estaba todavía menos dispuesto a digerir mis sonrisas—. Te estás montando una fantasía...

—No —le interrumpí—. Os estoy contando la verdad. En Torrelodones todavía hay gente que se acuerda de ella. Encarnita, la dueña de la farmacia, sin ir más lejos. ¿Sabéis quién es, verdad?, la vimos en el entierro de papá. Luego fui yo a verla un día, a su casa, y ella me contó quién era la abuela, cómo era... Roja perdida pero muy buena persona, me dijo, eso sí, sobre todo buena, que no se te olvide... La conocía muy bien, la quería mucho. Fue alumna de la escuela en la que trabajaba, pero antes, y desde siempre, muy amiga de Teresita. Tenían la misma edad.

—¿Teresita? —mi hermano había vuelto a perder de golpe el aplomo y el color.

—¡Ah, coño! Claro, que eso tampoco lo sabéis... Pues para saberlo todo, estáis aprendiendo un montón de cosas, ¿no? —hice una pausa para disfrutar de aquel momento y comprobé que, para mi asombro, casi me estaba divirtiendo—. Papá tampoco era hijo único. Tenía una hermana pequeña, Teresa Carrión González, que nació en 1925. Tengo su partida de nacimiento, me la dieron en el registro de Torrelodones, si os interesa, os la puedo fotocopiar. Tengo también una foto en la que aparecen ella, la abuela y todos los alumnos de la escuela del pueblo. Encarnita la ha conservado durante todos estos años, y su hija me regaló tres copias, una normal y dos ampliaciones, de la abuela y de Teresita, que entonces debía de tener... No sé, unos doce años. Pero no sé nada más de ella. En los papeles que guardaba papá, no aparece por ninguna parte, ni fotos, ni cartas, nada. No sé si murió durante la guerra, o después, o si sigue viva. Él no la buscó, desde luego, y su padre tampoco. En las cartas que le escribió a Rusia, ni la menciona.

—Pero... —Angélica estaba igual de perdida—. No puede ser, porque esa niña... Viviría con él, ¿no?, estaría...

—¿En su casa? —mi hermana me miró, asintió con la cabeza—. Claro. Vivieron juntos hasta que la abuela abandonó a su marido, en junio de 1937. Teresita se fue con ella, papá no. Encarnita me dijo que ella no lo entendió, no lo entendió nadie, por lo visto, porque Julio, o sea, papá, quería mucho al amante de la abuela, el hombre con el que se marchó, que se llamaba Manuel, y también era maestro, y socialista, y mago aficionado. Él fue quien le enseñó a hacer magia.

—Entonces, la abuela Teresa... —Rafa sonrió—, aparte de maestra, y socialista, y republicana, era un putón.

—Lo mismo que tu hermana —yo también sonreí—, aquí presente.

—¿Quieres dejar de hablar de eso, Álvaro? —a ella no le hizo gracia la comparación—. Te estás poniendo muy pesado, en serio.

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