El corazón del océano (3 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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—Conocí a tu madre la noche de tu nacimiento. Me disponía a cruzar el puente cuando vi a una muchacha, una niña casi, subirse al jabalí de piedra que está a la entrada. Eché a correr y logré sujetarla antes de que saltara a la ría. La llevé a la capilla del puente, al dispensario que atiende un ermitaño sanador amigo mío. Entre él y yo te ayudamos a nacer. Desde entonces, ocupas en mi corazón el lugar del hijo que nunca he tenido —dejó de hablar para contener la emoción que hacía zozobrar su voz.

—Los hombres de mi familia habían sido asesinados —continuó María—, no teníamos ni dinero ni comida y los monjes nos mantuvieron hasta que tu abuela y yo pudimos sembrar y recoger la cosecha. De no ser por ellos, ese año hubiéramos muerto de hambre. Más adelante, el padre Xoán se encargó de instruirte.

—No queríamos que el único descendiente del valiente
irmandiño
Alonso de Lanzós fuese un villano ignorante —añadió el prior.

—¿Por qué quieren matarme, después de tantos años?

—Corren rumores de una nueva sublevación y los Andrade quieren evitar que los
irmandiños
te utilicen.

—¿A mí…? ¿Acaso pretenden los
irmandiños
convertirme en heredero del condado? —preguntó con sorna.

—El viejo Andrade casó a su heredera con el primogénito del conde de Lemos para así unir a las dos familias más influyentes del Reino de Galicia. El Emperador ve con recelo que los nobles gallegos acumulen tanto poder y tú eres el único descendiente varón del viejo conde, el único que podría llevar el nombre de Andrade. No sería tan descabellado que el Emperador te reconociese como heredero. Ya apoyó a los
irmandiños
en alguna ocasión.

—¡Iodo eso es absurdo!

—¿Por qué?

—Soy ilegítimo.

—Nuestros Reyes Católicos descendían de los Trastámara, una dinastía de origen ilegítimo.

El joven, confuso, dijo:

—No correré peligro mientras no acepte ninguna propuesta de los
irmandiños
.

El monje sonrió. A pesar de que Alonso era un muchacho inteligente, aún le faltaba mucho para entender el lado oscuro del alma humana.

—Aunque te mantengas alejado de los
irmandiños
, los Andrade intentarán matarte.

—Iré a hablar con ellos, les explicaré que no aspiro a…

—¡Eso sería meterte en la boca del lobo!

—¡Tienes que huir! —exclamó María—. ¡No sabes de qué crueldades son capaces!

—Sí, Alonso, es preciso que te vayas.

—¿De Galicia?

—De España.

Cayó un manto de silencio sobre los tres. Lo rompió el quejido de los cristales de la ventana cuando el prior los frotó para quitarles el vaho. Alonso siguió el movimiento de su mano con curiosidad. En muchas ocasiones había soñado con tener ventanas de vidrio en su casa. Durante los días de frío, su madre y él no podían hacer otra cosa que cerrar los postigos y resignarse a pasar a oscuras el resto de la jornada. El aceite de su única lámpara no duraba mucho, tenían que racionarlo, y las velas —fabricadas con mucho esfuerzo, sumergiendo en sebo caliente, una y otra vez, mechas de algodón— eran demasiado valiosas. Las guardaban para los días señalados.

El prior acabó de limpiar el vaho de los cristales. Aunque el paisaje seguía velado por la niebla y no se distinguía nada, el monje señaló a un punto perdido en la distancia.

—Hace unos cincuenta años, se descubrió un nuevo mundo en la otra orilla de ese océano…

—Pero…, padre —le interrumpió María—, eso no puede ser. La tierra del fin del mundo está cerca de aquí.

—María, los antiguos llamaron a esta costa «Finis Terrae» porque creían que no había nada más allá. Pero hay un Nuevo Mundo… ¿Has oído hablar de él, Alonso?

—Sí.

—¿Te gustaría ir?

—Pero yo…

—Muchos de nuestros hermanos han cruzado el océano para evangelizar a los indios, que están necesitados de la palabra de Dios y deseosos de convertirse a la verdadera fe. Si tú quisieras…

—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —Alonso, como todos los mozos de su edad, soñaba con correr mundo y convertirse en un conquistador. Y, de pronto, veía su sueño al alcance de la mano.

—Hay una Casa de Contratación en A Coruña, la de la Especiería, pero es la de Sevilla la que se encarga de regular el transporte a las Indias.

—¿He de embarcar, entonces, en Sevilla?

—Sí. No está permitido viajar al Nuevo Mundo desde ningún otro lugar.

El padre Xoán se acercó al arcón y sacó un hábito con capucha.

—Toma, póntelo.

—¿Para qué?

—Dos monjes del monasterio saldrán de viaje esta noche. Quiero que vayas con ellos, disfrazado de fraile. Hoy es la noche de San Juan y todos estarán entretenidos en saltar las hogueras.

—¿Y mi madre?

—Está demasiado débil para soportar el viaje…

María asintió con la cabeza gacha.

—Viajarás con los monjes hasta Salamanca —prosiguió el prior—; desde allí proseguirás tú solo hasta Medellín, donde vive el Adelantado.

—¿El Adelantado… ?

—Es una especie de… virrey, a quien Su Majestad otorga el gobierno de determinadas tierras.

—¿Como Hernán Cortes en México?

—Así es. Solo que a este le han asignado el territorio del Paraguay y del Río de la Plata.

—¿Cómo se llama ese Adelantado?

—Juan de Sanabria.

III
UNA PROPUESTA SORPRENDENTE

Medellín, Extremadura, España. Víspera de San Juan del Año del Señor de 1547

A
ntes de entrar en el retrete
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de su madre —una habitacioncilla donde guardaba sus objetos más preciados: el arcón de los trajes, la arquilla de los afeites, el bastidor de bordar y poco más—, Ana escondió en su faltriquera, bajo la saya, el libro que había estado leyendo.

—¿Me habéis mandado llamar, señora madre?

—¿Por qué has tardado tanto? ¿Acaso no puedes dejar ni por un momento esos libracos? —le reprochó doña Juana a su hija. Sacó del arcón un velo muy fino y se lo puso dejándolo caer, como al descuido, detrás de las orejas—. ¿Qué tal me sienta esta beatilla, Ana?

—Os hermosea mucho —dijo con sinceridad. Su madre era todavía bella, aunque ya pasaba de los treinta años.

—Ya… En fin, para la visita que vamos a hacer, el manto confiere más dignidad.

Se quitó el velo con un gesto de fastidio y se lo dio a su hija. La tela era tan fina que se le escurrió a Ana como el agua entre los dedos.

—¡Qué hermosa es esta beatilla!

—Perteneció a tu abuela…, cuando nuestra hacienda aún era próspera —tras un suspiro apesadumbrado, arrimó una silla al espejo que estaba junto al ventanuco y dijo—: Acércame la salserilla
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de las mudas.

Ana se quedó mirando cómo su madre se frotaba intensamente la cara para blanqueársela con polvos de albayalde.

—¡Ay…, cómo escuece!

—Quizá el albayalde no os haga bien, madre.

Doña Juana se echó a reír por la ocurrencia de su hija.

—Pronto serás una dama y tendrás que usarlo… Esta tarde vamos a hacer una visita muy importante. Ponte mi vestido de velludo. El jubón te quedará holgado. Lástima que no disponga de otro cartón de pecho
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para prestarte. En cambio, de largo te irá bien; has crecido mucho.

Ana abrió los ojos, atónita. ¡Aquello era algo que ni se había atrevido a soñar! ¡Ponerse el vestido de terciopelo carmesí de su madre! ¿Qué clase de visita sería aquella para que tuvieran que engalanarse tanto?

—Quiero que muestres tus mejores modales, Ana, ¡ni se te ocurra decir que lees libros! Acércame la arquilla de los afeites, que me voy a dar un poco de arrebol.

Tras untarse copiosamente con polvos rojos las mejillas, las puntas de las orejas y las palmas de las manos, doña Juana miró a su hija:

—Tienes un bonito cutis, pero no te vendrá mal algo de color. Acércate.

La joven entornó los ojos con placer mientras su madre le extendía el colorete por las mejillas.

—Voy a darte también un poco en los labios, que los tienes pálidos; después, los cubriremos con cera para que parezcan más jugosos.

Ana, intrigada por tantos preparativos, no pudo reprimir su curiosidad.

—¿A quién hemos de visitar, madre?

—A doña Mencía de Calderón, ha mandado recado de que quiere vernos.

—¿Quién es esa dama?

—Pertenece a una de las mejores familias de Medellín y está casada nada menos que con don Juan de Sanabria.

—¿El pariente de Hernán Cortés?

—Se dice que tiene algún parentesco por parte de madre. En fin…, el caso es que el Emperador está a punto de nombrar a don Juan de Sanabria Adelantado del Paraguay y del Río de la Plata.

—Es uno de los territorios más grandes del Nuevo Mundo…

—¿De verdad? Yo no entiendo de esas cosas, hija; pero lo de «Río de la Plata» suena prometedor.

—Algunos cronistas dicen que le han puesto ese nombre para atraer a los colonos, pero, en realidad, son tierras pobres, habitadas por indios salvajes.

—Lees demasiado, Ana. El padre Carreño me advirtió de que ni los libros de caballería ni los de Indias son apropiados para las doncellas. A los hombres no les gustan las mujeres que leen.

Ana se estremeció. Su vida sería muy aburrida sin libros. ¡Le estaba tan agradecida a su padre por haberle enseñado a leer!

—¿Para qué nos ha mandado llamar doña Mencía? —preguntó mientras se ponía el vestido de terciopelo carmesí adornado con un pasamanos dorado.

—Bueno… Ya tienes doce años y su hijo Diego debe de tener quince o dieciséis. Si han de partir para las Indias, lo natural es que quieran buscarle una esposa y nosotros somos una de las familias de cristianos viejos con más linaje de Medellín.

Ana dio un respingo. Así que era por eso por lo que su madre la había acicalado de ese modo. Le gustaba la idea de viajar a las Indias, pero la de casarse… Sabía que algún día tendría que hacerlo, pero no imaginaba que fuera tan pronto. Nunca le habían explicado en qué consistía el matrimonio. ¿Sería de eso de lo que cuchicheaban, entre risas, las amigas de su madre cuando se reunían a bordar en el estrado?

Una vez arregladas y con las caras bien acicaladas, madre e hija salieron a pie de la casona, escoltadas por dos viejos criados. Doña Juana sufría por no poder ir en silla de manos; no podían permitirse ese lujo, pues estaban arruinados. Les quedaba, tan solo, la casa familiar, los servidores que heredaron con ella y poco más. Para mantener el tono de vida que correspondía a su clase, casi se veían obligados a pasar hambre. Aunque ¿qué otra cosa podían hacer? Primitivo Rojas, su esposo, no podía trabajar. ¡Era un hidalgo! Y un hidalgo de sangre limpia debía dedicarse a administrar sus rentas o a servir a Su Majestad. El comercio, la usura y esa suerte de oficios eran buenos para infieles o extranjeros, no para cristianos viejos. Su esposo se hubiera muerto de vergüenza con solo pensar en ejercerlos.

La joven tropezó con una piedra del arroyo
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que corría por el centro de la calle.

—¿Por qué eres tan atolondrada, Ana? ¡Te ha faltado poco para caerte y estropear el vestido! —la riñó su madre, que se esforzaba en mantener el equilibrio sobre sus altos chapines.

Ana los miró con envidia. Tenían un palmo de altura. Le hubiera gustado tener unos chapines así, con plataforma de corcho y forrados a juego con el vestido. ¡Hubiera parecido tan esbelta! Y aquel andar cadencioso al que obligaban ¡era tan elegante! Claro que sus zapatillas de flexible piel de cordobán resultaban mucho más cómodas para caminar por aquellas calles llenas de piedras puntiagudas.

—Tápate la cara con el manto, Ana. En la corte, lo más distinguido es llevar descubierto un solo ojo, preferentemente el izquierdo.

—Casi no podré ver… ni oír.

—¡Simplezas! Has de aprender a comportarte como una damita.

Ana sabía que no todo el mundo estaba de acuerdo con que las mujeres se taparan el rostro. La semana anterior había escuchado decir al padre Carreño desde el pulpito: «Llevar el rostro tapado permite a ciertas damas entrar en lugares de dudosa reputación sin peligro de ser reconocidas. Se habla de mancebos que, gracias al manto, se hacen pasar por doncellas y visitan a sus amadas en su propia casa, ¡delante de sus maridos! ¡Y no quiero ni hablar del uso que los mariones
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hacen de esta prenda! Debemos desterrar esa costumbre de taparse el rostro. ¡Porque es propia de infieles y pone en peligro la honestidad de nuestras mujeres! ¡Porque las decentes, las que no tienen nada que ocultar, van a todas partes con el rostro descubierto!».

—Madre, el padre Carreño opina que…

—Cúbrete bien con el manto. ¡Ah!, cuando lleguemos a casa de doña Mencía recuerda que debes entrar con la cabeza agachada ¡y no la levantes hasta que ella te hable! Es muy importante que muestres comedimiento.

Ana suspiró. Últimamente le costaba mucho trabajo entenderse con su madre. Solo le hablaba de modales, joyas o vestidos…, sin prestar ninguna atención a sus opiniones.

Los Sanabria habitaban en una regia casona de piedra de dos alturas, con un escudo nobiliario sobre el arco de la puerta. La fachada era austera, con ventanas enrejadas sin adorno alguno; solo los dos balcones esquineros, horadados como bocados en la piedra, llevaban un cordón esculpido a su alrededor.

Una criada salió a recibirlas al zaguán y, tras hacerlas subir al primer piso, les hizo entrar en una habitación muy amplia, con las paredes cubiertas de costosos tapices. En un extremo, junto a la ventana, se hallaba el estrado
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, forrado de corcho y cubierto con una magnífica alfombra. Allí, sentadas en cojines, dos jóvenes algo mayores que Ana jugueteaban con un torno de hilar y dos mujeres, de unos treinta años, charlaban amigablemente.

—¿Sabes que a mi señor esposo le disputaban el Adelantazgo? —decía una.

—¿Quién, Mencía? —preguntó la otra.

—Un valenciano…

Al verlas entrar, Mencía interrumpió la conversación y bajó del estrado para recibirlas. Delgada, de facciones correctas, pelo castaño y ojos del mismo color, aunque su vestido era sobrio —más que el de doña Juana—, destacaba por su porte elegante.

Tomó las manos de doña Juana y la besó en las mejillas.

La madre de Ana enrojeció de satisfacción por tan cordial bienvenida.

—Sois doña Juana, ¿verdad?

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