—Sí, y vos doña Mencía de Calderón.
—Así es. Sed bienvenidas a mi casa.
La anfitriona observó a Ana.
—Tenéis una hija muy distinguida.
—Su padre y yo nos hemos ocupado de su educación. Sabe cantar, bordar, es muy devota…
—¿Y leer?
Doña Juana reprimió a duras penas su contrariedad. ¿Quién le habría revelado que Ana sabía leer?
—Mi esposo se empeñó en enseñarle, aunque yo…
—¡Me parece muy atinado! ¡A vuestra hija le será de provecho! Trae ya el agasajo —le ordenó a la criada que las había acompañado desde el zaguán—. Venid, doña Juana. Quiero presentaros a esta buena amiga, doña Isabel de Contreras, y sus hijas: Elvira e Isabel.
Las jóvenes le ofrecieron a Ana un cojín para que se sentara con ellas, mientras su madre lo hacía entre doña Mencía y doña Isabel.
Ana se quedó callada, sin saber qué decir. Fue Elvira la que se dirigió a ella.
—Me han dado ayer un remedio para que el vello de las piernas, o de donde sea, no torne a nacer después de pelarlo, ¿te interesa?
—Sí —respondió Ana, más que nada por cortesía, pues no le preocupaban nada las vellosidades que nadie iba a ver.
—Bate zumo de limas con claras de huevos. Y recién pelado el vello, úntatelo y pulveriza encima polvos de jengibre.
—¡Ah!
—Me han asegurado que, después de hacerlo tres o cuatro veces, el vello no torna a crecer.
La criada trajo toallas y una jofaina con agua para que se lavasen las manos. La seguían dos criaditas jóvenes con sendas bandejas. La primera portaba una gran variedad de dulces: frutas confitadas en miel y en almíbar, almendras garrapiñadas, pan de higo, piñones, rosquillas, hojaldres y pasteles de miel. La otra llevaba refrescos: aguamiel perfumada, agua de cebada, horchata y agua de limón. Colocaron las bandejas sobre una mesilla que había en el estrado y las damas y las jóvenes arrimaron sus cojines alrededor de ella.
Ana abrió los ojos con glotonería. ¡Raramente tenía ocasión de saborear tales exquisiteces! ¡Cómo se veía que la hacienda de los Sanabria era próspera!
Ella y su madre comieron unas cuantas golosinas y se guardaron otras tantas para casa, como era costumbre entre las damas educadas.
—Hablemos del motivo por el que os he pedido que vinierais —dijo doña Mencía una vez que acabaron de comer—. Sin duda, habréis oído que Su Majestad el Rey, a quien Dios guarde, va a nombrar a mi marido Adelantado del Río de la Plata.
—Eso se dice.
—Además, el Rey ha encomendado a mi esposo otra misión vital para el futuro de la conquista: llevar doncellas para poblar. ¿Sabéis cómo llaman a la ciudad de Asunción en el Paraguay?
—No.
—¡El Jardín de Mahoma!
—¿Es que los moros han llegado al Nuevo Mundo? —preguntó doña Juana.
Ana se avergonzó de la ignorancia de su madre.
—Se le llama el jardín de Mahoma —prosiguió doña Mencía— porque ante la falta de mujeres blancas los españoles se están amancebando con indias.
Ana intercambió una mirada maliciosa con las dos jóvenes hijas de doña Isabel. Por asuntos menos escabrosos les habían mandado abandonar la estancia cientos de veces.
—Se dice que cada español tiene dos, tres o más concubinas indias, ¡como los infieles! —añadió doña Mencía.
—¡Dios los perdone! —exclamó doña Juana persignándose.
Doña Mencía y doña Isabel asintieron con un gesto de repugnancia.
—Creo que las niñas deberían retirarse —sugirió doña Juana.
—Dejadlas estar, quiero que oigan lo que tengo que deciros: Asunción del Paraguay se está llenando de mestizos y eso pone a la Corona en un aprieto.
—¡Ah!, ¿sí?
—La gente de mando ha de casarse con españolas si no queremos que se pierda lo que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir —afirmó doña Mencía secamente.
—Claro, claro…
—El Rey le ha pedido a mi esposo que lleve a unas cien doncellas sanas y de buena crianza, escogidas entre las mejores familias de Medellín y sus alrededores, para que contraigan cristiano matrimonio con los conquistadores y den a las indias ejemplo de virtud y buenas costumbres. Por eso quería conocer a vuestra hija.
Doña Juana palideció. Su esperanza de emparentar con los Sanabria, casando a su hija Ana con el joven Diego, acababa de venirse abajo.
—Mi marido —prosiguió doña Mencía de Calderón— le hará al vuestro una petición oficial para que Ana nos acompañe a las Indias, donde se la casará con algún hombre importante; pero antes quisiera conocer vuestro parecer.
Doña Juana balbuceó:
—No sé qué contestaros… Así, tan de repente…
—Comprendo…, una buena esposa siempre debe pensar lo que piensa su dueño. Y a ti, jovencita, ¿te agrada la idea?
Ana tragó saliva. ¡Tantas veces había soñado con viajar al Nuevo Mundo y tomar parte en las hazañas de los conquistadores que corrían de boca en boca por Medellín!
—¿No contestas, Ana?
—¡Me encantaría ir! —exclamó.
—Ya lo habéis oído, doña Juana, vuestra hija desea viajar a las Indias. No desaprovechéis esta ocasión. Podría hacer un excelente matrimonio sin necesidad de aportar dote alguna.
Doña Juana se ruborizó. Doña Mencía no había tenido intención de humillarla, aunque insinuar en público que no disponían de dinero para la dote de su hija suponía una descortesía. Sin embargo, su propuesta brindaba una solución interesante al problema de Ana, que ya era una joven casadera…
Monasterio de Caaveiro. Reino de Galicia, España. Víspera de San Juan del Año del Señor de 1547
E
l prior observó detenidamente a Alonso, que acababa de entrar en la celda con hábito de novicio. Abrigaba la esperanza de que algún día ingresara en la orden. Era inteligente, de buen carácter, trabajador… «Si Dios Nuestro Señor ha tenido a bien conceder a España el dominio del Nuevo Mundo es sin duda para que evangelicemos a sus habitantes. Hacen falta muchos jóvenes como Alonso para sacar de las tinieblas a tantas y tantas almas infieles como hay allí», pensó el piadoso prior.
—Siéntate —agitó la carta que acababa de escribir para que se secase la tinta y añadió—: Hay algo que no te he contado antes porque no quería inquietar a tu madre.
—¿Qué es, padre Xoán?
—Ha llegado a mi poder un documento muy importante… relacionado con el Paraguay y el Río de la Plata.
—¿El lugar al que he de viajar?
—Sí, Alonso. Hay quien conspira para impedir que don Juan de Sanabria tome posesión del cargo de Adelantado. Y el conde no es ajeno a esta intriga.
—¿Qué interés tienen los Andrade en el Río de la Plata, padre Xoán?
—En su día, los nobles portugueses ayudaron a los Andrade a recuperar sus tierras cuando la revuelta
irmandiña
y ahora toca devolverles el favor.
—No entiendo…
—Portugal se está estableciendo en una zona que, según el Tratado de Tordesillas, corresponde a España. Y pretende apoderarse también del Río de la Plata; por eso, es preciso que el nuevo Adelantado se haga cargo del gobierno cuanto antes.
—¿Cómo pueden los Andrade impedirlo?
El prior se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero es preciso advertirle. En cuanto llegues a Salamanca, ve a ver al rector de la universidad, se llama don José Luis de Varea; es amigo mío y conoce bien al Adelantado. Él hará averiguaciones y te ayudará a llegar a Medellín, donde vive.
—¿No sería mejor que fuese directamente a Medellín?
—Debes hacerlo como te digo, tengo razones para ello. Cuando veas al Adelantado, entrégale esta carta. Solamente a él —recalcó—. Contiene una lista de los conspiradores. —Abrió un cajón del bargueño que había a su izquierda, sacó una bolsa de tela encerada y metió la carta dentro—. Cósela en el revés de tu camisa, bajo el sobaco, y procura que nadie se entere de que la llevas.
—¿Ni siquiera los frailes que me acompañen a Salamanca?
—Mejor será que no hables del asunto con nadie. Ni yo mismo sé de quién he de fiarme. Incluso algún miembro del Consejo de Indias podría estar implicado. Prométeme solo que entregarás esta carta al Adelantado, personalmente a él.
—Os lo prometo, padre Xoán.
Se puso de pie y Alonso se inclinó para besarle la mano.
—Abre bien
los
ojos, hijo mío, que el peligro acecha donde menos se espera. —Alonso notó que el padre Xoán tenía la voz afectada por la emoción y comprendió lo mucho que lo quería.
El prior volvió a su asiento y tomó la pluma.
—Mientras te despides de tu madre, escribiré otras dos cartas de recomendación, para que se las entregues al rector de la universidad y al presidente del Consejo de Indias.
Caminó por el largo y silencioso pasillo y se paró delante de la celda donde lo aguardaba su madre. Una luz tenue se filtraba por las rendijas de la puerta cerrada. Entró sin llamar, procurando no hacer ruido. A la vacilante luz de un candil, María enrollaba un par de camisas en un lienzo de bocací, encerado para hacerlo impermeable. Tenía el cuerpo desmadejado y sus cabellos, otrora rubios como la miel, le caían sobre la cara como una mata de estropajo.
—Te estoy envolviendo estas mudas que me han dado los monjes —musitó.
—Quedaos con el lienzo encerado, lo necesitaréis más que yo.
María le miró y negó con un gesto.
Alonso vio que tenía los ojos vidriosos y el rostro desencajado. La besó. Su cara ardía.
—Tenéis fiebre. No puedo irme dejándoos así.
—Iré al hospital del puente. Allí me cuidarán.
Alonso la abrazó.
—¡Volveré a buscaros en cuanto me sea posible! ¡Traeré oro y plata del Nuevo Mundo para que no tengáis que trabajar más!
María sabía que era mejor que no regresara nunca.
—Quizá no… no pueda esperarte…
El muchacho reaccionó como si hubiera recibido un latigazo.
—¿Es que no queréis que vuelva, madre? —preguntó con acritud.
A María se le rompió el corazón. ¿Acaso no se daba cuenta de que trataba de alejarlo del peligro?
—Cuando sane, tendré que buscar marido… No quiero que te sientas obligado a volver —añadió con un hilo de voz—. Huye de esta miseria y trata de prosperar, ¡pero no a costa de despojar a los indefensos! No te conviertas en un ser despiadado, como los de la casta de tu padre. —Levantó la cabeza con orgullo—. ¡Tú eres
irmandiño
! —Volvió a agacharla para que Alonso no viera las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas—. No me olvides, hijo mío. Solo existiré mientras tú me recuerdes.
En cuanto Alonso salió, se dejó caer de rodillas en el suelo de la celda.
«¡Señor, no permitas que lo asesinen! Alonso no ha hecho mal a nadie. Tú eres justo y no consentirás que un inocente purgue las culpas de sus mayores. ¿Verdad que no, Señor? No podría perdonaros que… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Excusadme! La fiebre me carcome el entendimiento y no sé lo que me digo. Protegedlo, Señor, y si lo tenéis a bien, dejadme vivir lo suficiente para saber que está a salvo».
María murió en el hospital del puente, seis días más tarde.
Medellín, Extremadura, España. Mes de junio del Año del Señor de 1547
D
ías después de la visita a doña Mencía de Calderón, Ana fue llamada a la estancia de su padre. La esperaba sentado en su mesa de despacho, de espaldas a la ventana. La luz, que recortaba su figura enjuta, vestida de negro, ponía de relieve que sus ropas estaban desgastadas por el uso. Más no por eso dejaba de tener la dignidad de un hidalgo.
Primitivo Rojas miró largamente a su hija antes de comenzar a hablar.
—Don Juan de Sanabria nos hace un gran honor invitándote a acompañarlo. Te ofrece un matrimonio de alcurnia, que ennoblecería a nuestra familia —su voz sonaba infinitamente triste—. Pero solo se hará lo que tú desees, hija mía.
Ana se pasó la lengua por los labios y dijo con voz queda:
—No tengo vocación para la vida religiosa y sé que no disponéis de dinero para mi dote. ¿Qué otra alternativa nos queda?
Su padre la miró con orgullo contenido. Apenas tenía doce años y había comprendido perfectamente su situación. «Es una pena que el más inteligente de mis hijos haya nacido mujer», pensó.
—¿Estás dispuesta a ir al Nuevo Mundo?
—Sí.
Se le partió el corazón. Su pequeña Ana, la más querida, se iría para siempre. Hizo un esfuerzo para que la voz no se le quebrara.
—Irás entonces. Prométeme que nunca mancharás el honor de nuestra familia y solo contraerás matrimonio con alguien de tu condición. —Se sacó el crucifijo del cuello y lo puso delante de su hija.
—Así lo haré, padre, Dios es testigo. —Besó el crucifijo con devoción.
—Eres valiente, hija mía, pero vas a un mundo desconocido en el que estarás desamparada. Cuídate mucho. —Le colgó la cruz en el cuello.
Ana intentó protestar. Aquella cruz de oro y brillantes era una joya de familia que pasaba de primogénito a primogénito y ella no era varón. Pero las palabras se le atragantaron. Su padre se dio cuenta y le hizo un gesto de asentimiento.
—Llévala siempre contigo. Será el recordatorio de que perteneces a una familia noble, de cristianos viejos. Y de que mi corazón siempre estará contigo… aunque no volvamos a vernos nunca. —La muchacha estalló en sollozos—. No llores y afronta tu destino, hija mía.
Ana se echó en brazos de su padre, que la abrazó como cuando era una niña.