Meses después, se despediría del resto de la familia y de los lugares donde había pasado su niñez, pero nada le dejó una huella tan profunda como aquella conversación en la que se había decidido su futuro.
Pontedeume, Valdoviño, Cedeira, Salamanca.
De finales de junio a primeros de agosto del Año del Señor de 1547
A
nsiosos de alejarse cuanto antes de Pontedeume, Alonso y los frailes caminaron durante toda la noche sin descansar más que lo preciso para comer o reponer fuerzas. Al atardecer del día siguiente llegaron a la orilla de un lago cercano a una aldea, que los frailes le dijeron se llamaba Valdoviño. Allí, ocultos entre la maleza, pasaron la noche.
A la mañana siguiente, Alonso tenía unas agujetas terribles e hizo un gesto de dolor al incorporarse.
—Estoy muy maltrecho, no puedo dar un paso más.
—Animo, que esta noche te desquitarás. Nos alojaremos en un monasterio de la orden y dormirás en una cama, a tus anchas —le dijo fray Gabino, el mayor de los religiosos.
Era un hombre enjuto, de mirada vivaz, con una larga barba rojiza que, al bifurcarse sobre su pecho, le daba un aspecto imponente. Aunque severo y de pocas palabras, poseía un gran sentido del humor y enseguida se encariñó con Alonso.
En cambio, fray Miguel era juguetón y dicharachero. No hacía mucho tiempo que había hecho los votos y estaba siempre dispuesto a echar carreras o bromear con Alonso, de quien no le separaban muchos años. A veces, ambos se ganaban las reprimendas de fray Gabino, sobre todo cuando se ponían a hablar después de acostarse.
Bien entrada la tarde llegaron a Cedeira, una villa de pescadores que Alonso conocía de cuando faenaba en la barca de un vecino.
—¿Por qué hemos viajado hacia el norte si Salamanca está hacia el sur? —preguntó, temeroso de que los frailes lo hubieran conducido a una encerrona.
—El prior nos ha ordenado hacerlo así —le contestó fray Gabino—. Tus perseguidores nunca sospecharán que hemos tomado esta ruta.
Esta táctica de dar rodeos y evitar itinerarios concurridos la mantuvieron a lo largo de todo el viaje.
Siempre que les era posible, se alojaban en monasterios o conventos, donde gozaban de buena comida y toda clase de comodidades. O al menos eso le parecía al muchacho, acostumbrado como estaba a las privaciones. Sin embargo, las más de las veces dormían a la intemperie y tenían que apañárselas con los restos de queso, pan, longaniza o carne salada que les hubieran dado en el último monasterio. Cuando se les acababa, consumían raíces o frutos silvestres y los peces que pescaban en ríos o arroyos con la redecilla de mano que los frailes cargaban en la faltriquera.
Aunque escogían caminos poco frecuentados, de vez en cuando se tropezaban con caminantes harapientos que llevaban conchas de vieira colgadas del cuello o prendidas en los sombreros.
—Son peregrinos que van a Santiago de Compostela —le explicó fray Gabino—. Viajan desde lugares remotos para cumplir la promesa de visitar la tumba del apóstol; promesa hecha por ellos o por otros.
—¿Cómo es eso? —preguntó el muchacho.
—A veces son criados que hacen el camino de Santiago en nombre de sus amos. También los hay que reciben dinero por cumplir promesas hechas por otros.
Alonso no salía de su asombro.
—¿Se puede hacer una promesa y pagar a alguien para que la cumpla?
—Los ricos suelen hacerlo.
—El camino de Santiago está lleno de mercenarios de promesas —apostilló fray Gabino con un suspiro—. De todo tiene que haber en la viña del Señor.
—Padre, ¿no sería conveniente que nos proveyéramos de vieiras para que nos confundan con peregrinos? —sugirió fray Miguel.
—No es mala idea. Lo haremos en la primera ocasión que se nos presente.
Un atardecer estalló una tormenta espantosa y tuvieron que buscar refugio en un albergue atestado de peregrinos. Los frailes enviaron a Alonso al dormitorio a cambiar conchas por quesos, pues hacía dos días les habían dado tres de buen tamaño en un monasterio y no tardarían en llegar al siguiente, donde les proporcionarían más.
Alonso regresó con no menos de veinte conchas que los peregrinos le habían cambiado de buen grado por el queso. De hecho, aún le perseguían para darle más. Los frailes se reían al ver a Alonso esforzándose por apartarse de ellos.
—Veo que te molesta el «olor de santidad», hijo mío —se mofó fray Gabino.
—Mi madre y mi abuela me enseñaron a asearme todos los días.
—¡A fe mía que de ahí les viene la fama de
meigas
! —rio fray Miguel, que había nacido en tina aldea cercana y las conocía.
A finales de julio llevaban más de un mes de camino por las muchas vueltas que habían dado, pero Alonso, lejos de impacientarse, temía la llegada a Salamanca. Allí los frailes no estarían para protegerlo y además se hablaba castellano, una lengua que conocía bien, pero que no solía usar más que con los religiosos o los señores.
Una tarde de primeros de agosto avistaron un caudaloso río que fray Gabino dijo era el Tormes. Un barquero les cobró cuatro maravedíes por atravesarlo. Recorrieron un par de leguas por la orilla contraria hasta que, al atardecer, divisaron un puente magnífico que impresionó a Alonso por su longitud y solidez: era tan soberbio o más que el de Pontedeume.
—Lo construyeron los romanos —le informó fray Gabino—. Y la ciudad que se ve al otro lado es Salamanca.
Descendieron hasta el mismo borde del agua y se acomodaron bajo unos árboles para pasar la noche, pues llevaban caminando desde el amanecer y estaban agotados.
—Esta será la última noche que pasemos juntos —musitó fray Gabino mientras se cubría con la manta. Alonso percibió cierto pesar en su voz—. Mañana tú te quedarás en la ciudad y nosotros seguiremos hasta Valladolid, donde en breve se reunirá la corte.
Había oído cuchichear a los frailes acerca de un informe que tenían que entregar a Su Majestad y se preguntó qué relación tendría Caaveiro con las intrigas de la corte.
Se levantaron antes del alba. Tras rezar y desayunarse con un trozo de pan, queso y cecina, se asearon en el río. Fray Miguel sacó de su portamantas un jubón, unas calzas acuchilladas, una capa y unas medias con sus ligas y se los dio a Alonso.
—Cámbiate, que no conviene que entres en la ciudad vestido de novicio.
Alonso nunca había llevado un traje de hidalgo y se lo puso con respeto, sin acabar de creer que fuera para él. Los frailes le ayudaron a rellenar las calzas con paja, pues era uso el llevarlas abultadas.
—¡A fe mía que te sientan bien las cachondas
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! —bromeó fray Miguel—. ¡Pareces un auténtico caballero!
Cuando acabó de vestirse, fray Gabino le puso un monedero en las manos.
—El padre Xoán me mandó darte estos dineros para que te mantengas. Mira bien dónde los guardas, que Salamanca está llena de picaros.
Alonso escondió el monedero entre la paja de las calzas, cerca de las vergüenzas.
—Así te percatarás enseguida de si te dan un tiento para robarte —bromeó fray Miguel.
Amanecía cuando cruzaron el puente. Los religiosos se detuvieron junto a un toro de piedra para despedirse.
—Hemos de separarnos, hijo —dijo fray Gabino, emocionado.
El joven se inclinó para besarle el cordón del hábito, pero el fraile lo abrazó.
—¡Cuídate mucho, y que Dios te bendiga!
—Gracias por todo, padre. ¡Ojalá pueda devolveros algún día el favor que me habéis hecho!
El fraile meneó la cabeza.
—Tendrá que ser en la otra vida.
—¿Tan viejo sois?
—¿Has oído hablar de la ley que prohíbe entrar en los asilos a los ancianos menores de cuarenta años? ¡Pues yo los he cumplido hace dos lustros!
—¿Tenéis cincuenta años…? Parecéis mucho más joven.
Fray Gabino sonrió complacido.
—¡Dios Nuestro Señor te proteja, hijo mío!
—Y guíe tus pasos —añadió fray Miguel, abrazándolo con los ojos brillantes.
Enseguida abrieron las puertas de la ciudad. Sus edificios de piedra tostada parecían de oro con la caricia del sol. Alonso, que nunca había estado en una ciudad, pues durante el camino las evitaron, se quedó boquiabierto al verlos.
Echó a andar por la primera calle que le pareció, mirando de tanto en tanto hacia atrás, temeroso de que lo siguieran. Se tropezaba a cada paso con jóvenes desharrapados, vestidos con sayones de color pardo o negro —era imposible saberlo con certeza debido a lo mugrientas que estaban sus ropas—, que no paraban de reír y gastarse bromas. Se extrañó de hallar tanto júbilo entre gentes tan pobres, hasta que cayó en la cuenta de que eran estudiantes de Salamanca, conocidos en todo el reino por sus diversiones y picardías. Aunque no le prestaban la menor atención —eso lo tranquilizó—, no se atrevió a preguntarles dónde estaba la universidad por temor a que su acento lo delatase y porque confiaba en encontrarla por sí mismo.
Al llegar a una plaza, oyó el sonido de un laúd. Lo tocaba un ciego, a la puerta de una iglesia. Como seguía cansado de la larga caminata del día anterior, se sentó en los escalones a escucharlo.
En cuanto acabó la misa y empezaron a salir los fieles, el ciego comenzó a cantar con voz triste:
Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que en este mundo traidor,
aún primero que muramos
las perdemos…
¡Dad limosna, por favor!
Los que salían de misa le echaban monedas al ciego. Mientras tanto, Alonso se había quedado dormido. Cuando el último de los fieles abandonó la plaza, una lluvia de bastonazos lo espabiló.
—¡Largo de aquí! ¡Este sitio es mío! —El ciego babeaba de ira y descargaba su bastón una y otra vez sobre él.
Alonso pidió socorro, pero la plaza estaba vacía.
—¡Parad, por Dios! —le suplicó al ciego protegiéndose de los bastonazos con las manos—. ¿Decidme, qué os he hecho?
—¿Por qué me haces la competencia?
—Yo sólo quería descansar y escucharos —balbuceó.
—¿Acaso tienes licencia para pedir? ¿Has pasado el examen de pobre?
—No quiero pedir…
—¡No pretendas engañarme! He visto de reojo cómo una mujer te ha echado dos monedas ¡que son mías!
—¿Qué monedas? No entiendo…
El ciego sacó de entre sus andrajos un papel sobado y grasiento y lo puso delante de las narices de Alonso.
—¡Mira! Esta es mi licencia para pedir. ¿La ves?
—Sí…
—¡Pues devuélveme las monedas!
Alonso buscó entre los pliegues de su capa. Para su sorpresa, halló las monedas y se las entregó al ciego.
—No tenía intención de quedármelas; estaba dormido y ni me enteré de cuándo me las echaron. —Buscó en su monedero otra moneda y se la dio también—. Tomad, una limosna por vuestro hermoso cantar.
El rostro del ciego tornó de la ira a la picardía:
—¡Ji, ji, ji! Perdona, te confundí con un rival. —Su aliento apestoso hizo retroceder a Alonso—. Veo por tus ropas que eres estudiante.
—¿No sois ciego?
—¡Claro que no! Pero es más sencillo hacer de ciego que de tullido, y despierta más compasión.
—¿No habéis pensado en trabajar?
—Me veo en la necesidad de pedir ¡por culpa de los malditos gabachos! Vienen muertos de hambre y trabajan por casi nada para volver a su tierra con algún dinero que allí es mucho. ¡Los reinos de España son las Indias para ellos!
—¿Quiénes son los gabachos?
—Los franceses. Entran en manadas desde el reino vecino y se aprovechan de que a los cristianos viejos nos avergüenza dedicarnos a ciertos oficios.
—Los franceses también son cristianos viejos.
—Pero, al no ser hidalgos, les da igual trabajar en lo que sea.
—¿Vos sois un… hidalgo?
—Sí.
—¡Ah! ¿Y por eso no podéis trabajar?
—Así es.
—Debe de ser duro necesitar dinero y no poder ganarlo.
—¡Bah! Viajo de un lado a otro del reino y conozco un truco infalible para los malos tiempos.
—¿Cuál?
—Pedir a la cordobana. Es pedir limosna en cueros —aclaró—. Me quedo en paños menores, espero escondido a que aparezca un grupo de mujeres y grito: «¡Denme caridad, bellas señoras, para ir al hospital a curarme estas bubas malignas
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!». Entonces, me acerco y hago ademán de quitarme las bragas para enseñárselas, ¡y me dan lo que sea con tal de que no les muestre las vergüenzas!
Alonso sacó de su zurrón un pan y un trozo de queso que partió en dos.
—¿Queréis compartir mi almuerzo? No es gran cosa, pero…
—Lo aceptaré por no hacerte desprecio. —El mendigo cogió el trozo más grande—. ¿Cómo te llamas?
—Alonso.
—Yo, Ginés. Te voy a darte un consejo: si algún día te animas a ejercer este oficio, toma la precaución de forrarte bien por dentro.
—¿Forrarme por dentro? ¿Con qué?
—Con vino y ajos, para resistir el frío…
De repente, el mendigo se puso en pie y echó a correr como alma que lleva el diablo. El joven se quedó pasmado.
—¡Eh! ¿Adónde vais?
—¡Al maldito infierno! —le respondió alguien. Y le puso el filo de la espada en la garganta.
Alonso se quedó sin habla. ¡Sus peores temores se habían hecho realidad! ¡Lo habían cazado nada más llegar a Salamanca! Miró de reojo. Al hombre que lo amenazaba le faltaba un ojo y tenía el rostro cruzado de cicatrices. Por sus ropas parecía un soldado.
Enseguida se le sumó un hombretón grueso que llegaba jadeante, espada en mano.
—¡Ayúdame a registrarle, Mantecas!
—¡Sí, Tuerto! —contestó el gigantón con voz bobalicona—. ¡Voy a mirarle los fondillos, a ver lo que lleva!
Le quitaron la capa, sacaron la paja de sus calzas y, cuando hallaron el monedero, se lo guardaron.
Alonso se animó con la esperanza de que fuesen ladrones.
—¿Sois capeadores
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? —les preguntó.
—Ocasionalmente —contestó el tuerto con una carcajada.
Le hizo una seña a Mantecas, que tiró a Alonso al suelo, boca abajo, y se sentó encima de él.
—¡Ayuda, por amor de Dios! —gritó el muchacho.
—Será un placer ayudarte… ¡a morir! —se rio el tuerto—. Pero antes ¡danos la lista!
Alonso se hundió en la desesperación al constatar que eran esbirros del conde.
—¡Dánosla o te mataremos!