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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (47 page)

BOOK: El contador de arena
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Cayo Valerio permaneció en el umbral, escuchando la conversación entre el guardia y un muchacho un tanto reticente, todo ello en un veloz idioma musical que era incapaz de comprender. Había esperado con impaciencia aquel encuentro, pero ahora que estaba a punto de producirse, se preguntaba qué sentido tenía. Desde luego, era por Marco. Pero ¿qué bien podía hacerle? ¿Qué bien iba a hacerle a nadie? Aun así, apretó con fuerza el paquetito que llevaba consigo y le preguntó a Fabio:

—¿Qué ocurre?

—El esclavo dice que a su amo no le gusta que lo molesten mientras trabaja —respondió. Coló un comentario en el flujo de la conversación entre el joven esclavo y el guardia, y ambos se giraron para mirarlo. El esclavo lo observó sorprendido, luego se encogió de hombros y dio un paso atrás, franqueándoles la puerta a los tres.

—¿Qué has dicho? —preguntó Cayo, entrando en el fresco vestíbulo de mármol.

—Que sólo queríamos devolverle a su amo algo que le pertenece —explicó Fabio.

El joven esclavo los condujo por la columnata que delimitaba el jardín, verde y fresco después del calor de las calles. Luego se adentró en un estrecho pasillo, luego en otro, pasaron por la cocina a un segundo jardín, y llegaron a un taller que perfectamente podía haber formado parte de otra casa. El suelo era de adobe y las paredes estaban hasta arriba de troncos de madera. En el centro de la habitación había una siniestra caja de madera recubierta de plomo, que sería la mitad de alta que un hombre; sobre una de las esquinas había una jofaina con dos grandes agujeros y, esparcidos por encima, retales de cuero, madera, huesos y un fuelle de herrero. Pero fuera lo que fuese aquel artilugio, estaba abandonado, y la única persona presente en la habitación era un joven sentado en un taburete bajo, que observaba atentamente una caja llena de arena clara, mientras mordisqueaba un compás. Cayo no le había visto nunca la cara, aunque sí lo había oído tocar la flauta, y enseguida supo quién era. El mago capaz de contar los granos de arena y de hacer que el agua fuese hacia arriba, el ejército extraordinario de Siracusa, el antiguo amo de su hermano.

—Señor —dijo el muchacho esclavo, con gran respeto. Lo habían adquirido el invierno anterior, y su nuevo amo le inspiraba un temor reverencial.

Arquímedes levantó una mano indicándole que esperara un momento y no apartó la vista del dibujo que había trazado en la arena.

El muchacho miró a los visitantes y se encogió de hombros sin poder evitarlo.

Cayo tosió para aclararse la garganta y dijo:

—¿Arquímedes?

Éste, sin quitarse el compás de la boca, respondió con un gruñido… y de repente se puso rígido. Alzó la cabeza, con la cara iluminada por una sonrisa de placer, y, durante un momento, Cayo se encontró frente a un par de brillantes ojos castaños que examinaban impacientes los suyos. Sin embargo, el placer se esfumó y los ojos mostraron perplejidad.

—Oh —dijo Arquímedes. Se levantó, echó un vistazo a sus cálculos interrumpidos y volvió a mirar a los visitantes, en esa ocasión de forma inquisitiva.

—Perdonadnos —dijo con dificultad Fabio—. Soy Quinto Fabio, centurión de la segunda legión; éste es Cayo Valerio. Hemos venido para hablar con Arquímedes, hijo de Fidias.

—¡Tú eres el hermano de Marco! —exclamó, mirando al segundo hombre. Vio el parecido familiar, los hombros anchos y la línea rebelde de la mandíbula, aunque Cayo Valerio era más bajo y más rubio que su hermano—. ¡Bienvenido seas a mi casa, y que tengas salud! Cuando me has llamado por mi nombre, he pensado durante un instante que eras Marco. Tienes la misma voz que él.

Cayo se limitó a mirarlo. Fabio se giró hacia su compañero y se lo tradujo, algo que sorprendió a Arquímedes, pues, por alguna razón, esperaba que el hermano de Marco supiera griego.

Cayo asintió y dio un paso adelante para tenderle un estuche largo y fino, envuelto en una tela de color negro.

—He venido a devolveros esto —dijo en voz baja—. Creo que era vuestro.

Arquímedes reconoció el estuche y supo, con un gélido y mareante dolor, que algo que esperaba que no sucediera había sucedido, y que había sido hacía tiempo. No extendió la mano para cogerlo, ni cuando la traducción finalizó ni cuando Cayo dio un paso más para aproximarse a él, ofreciéndoselo de nuevo.

—Marco ha muerto —dijo Arquímedes sin alterar el tono de voz, apartando la vista del estuche de la flauta amortajado por aquella tela y encontrándose con los ojos del hermano de Marco.

Allí no hubo necesidad de traducción. Cayo asintió.

Arquímedes tomó por fin el estuche y se sentó en el taburete. Tiró de los nudos que lo mantenían atado, mordió la cuerda y la rompió. Quitó el envoltorio, abrió el estuche y sacó de su interior su aulos tenor. La madera resultaba seca al tacto, y cuando movió la vara, crujió. Aún seguía unida a la boquilla una lengüeta agrietada, y la vara deslustrada había dejado una mancha verde sobre su seco costado gris. Extrajo la lengüeta y frotó la boquilla con la tela que envolvía el estuche. Sus manos sabían lo que hacían, pero su corazón estaba absorto y aturdido.

—Yo no sé tocarlo —dijo Cayo—. Y no quería que siguiera en silencio eternamente.

Arquímedes afirmó con la cabeza. A continuación escupió en la boquilla, volvió a frotarla y depositó el instrumento en su regazo. Se secó la cara con la mano, y entonces se dio cuenta de que estaba llorando. Miró a Cayo de nuevo.

—Tu hermano era un hombre extraordinario. Un hombre íntegro. Esperaba que siguiese con vida.

El rostro de Cayo se convulsionó de dolor.

—Murió el año pasado, al día siguiente de que tu gente lo devolviera. Apio Claudio lo sentenció al fustuarium.

Fabio dudó con la última palabra, incapaz de traducirla.

—A morir apaleado —explicó.

—Hierón me contó que Marco había ofendido al cónsul —repuso Arquímedes, abatido—. Me dijo que habló con él antes de devolverlo y que lo animó a contar las mentiras que le parecieran bien con tal de salvar la vida. Pero Marco nunca supo mentir.

—Era un verdadero romano —coincidió con orgullo Cayo.

Los ojos castaños lo miraron fijamente, sin comprenderlo.

—Los que lo mataron también se denominaban verdaderos romanos. Si ellos lo eran, entonces él no.

—¡Apio Claudio no es un hombre, y mucho menos un romano! —exclamó Cayo, acalorado.

—¡No puedes repudiarlo con tanta facilidad! —replicó Arquímedes—. El pueblo romano lo eligió y lo apoyó, y ahora sus sucesores obligan a mi ciudad a pagar por la guerra que él y sus amigos iniciaron y en la que nos forzaron a entrar, la guerra que todavía no ha terminado. Roma no lo ha repudiado, ¡tampoco puedes hacerlo tú! Tu gente asesinó a Marco. ¡Bárbaros!

Cayo se encogió, aunque Fabio, al añadir esas últimas frases a su traducción, se mostró simplemente desdeñoso. Detrás de ellos, el soldado del Eurialo, que había permanecido vigilando a los dos romanos con la lanza en posición de guardia, sonrió. Arquímedes miró de nuevo la flauta, intentando tranquilizarse. Pasó un dedo por la madera seca y recordó a Marco mientras la acariciaba. Marco no había tenido tiempo para aprender a tocarla bien. ¡Una pérdida, una pérdida, una pérdida estúpida!

—Yo quería a mi hermano —dijo muy despacio Cayo—. Y quería…

Dudó. No sabía cómo hablarle a aquel hombre. Deseaba que Arquímedes hubiera sido en realidad el mago de barba blanca de su imaginación; le habría resultado más fácil. Aquel joven, aquel extranjero que condenaba con rabia a su pueblo, lo confundía, lo hacía dudar. Recordaba las dos voces de aquella noche en el patio oscuro de la casa de la Acradina: la de Arquímedes, rápida, amodorrada por el vino, preguntando y dando órdenes; y la otra…. silenciada para siempre. Había sido incapaz de adivinar entonces, y no podía hacerlo ahora, la conexión que los unía, las emociones que habían compartido. Dio un nuevo paso adelante y se puso en cuclillas delante de la figura que estaba sentada en el taburete, intentando encontrar su mirada, rabiando en silencio por la necesidad de tener que esperar a que Fabio tradujera sus palabras y las hiciera comprensibles, ansiando una comunicación directa.

—El año pasado no tuve mucho tiempo para estar con mi hermano —dijo—. Sólo pudimos hablar un poco cuando nos fugamos, y otro poco antes y después del juicio. Pero me contó algunas cosas sobre Egipto, sobre vos y vuestra familia, y sobre… sobre cosas griegas. Mecánica, matemáticas, cosas que desconozco por completo. No sé muy bien cómo era Marco en los últimos años de su vida. Quiero saberlo. Nos separamos cuando él tenía dieciséis años, y me perdí la mitad de su vida. Por favor, contadme todo lo que podáis. Os lo pido como un favor, como el hermano del hombre que fue vuestro esclavo, y hacia el cual, parece, sentíais cierto cariño.

Arquímedes suspiró, sin dejar de recorrer la flauta con los dedos.

—¿Qué puedo decir? Era, ya lo has dicho tú, mi esclavo, y durante la mayor parte del tiempo que lo conocí, lo di todo por supuesto sobre él. Nadie le pregunta a un esclavo lo que piensa o siente: simplemente espera que haga su trabajo. Mi padre lo compró durante la guerra pírrica, cuando yo tenía nueve años. Pagamos ciento ochenta dracmas por él; los esclavos eran baratos entonces. En aquella época teníamos una viña que atender y una granja. De modo que tu hermano se dedicó a eso; también hacía las tareas pesadas de la casa y de vez en cuando ayudaba a los vecinos. Marco odiaba ser esclavo, creo que es algo que siempre he sabido, pero, aparte de eso, no era infeliz. Vivía en la casa conmigo, con mis padres y mi hermana, y con los demás esclavos. Mi padre era un hombre amable y un buen amo. A tu hermano no parecía disgustarle su trabajo y disfrutaba con muchas cosas. Cuando acudíamos a conciertos, solíamos elegir a Marco para que nos acompañara, pues sabíamos que le gustaba la música. Y las máquinas también. Sí, le gustaban. Yo siempre estaba construyéndolas, y él siempre mostraba interés por ellas. Me ayudaba con el martillo y la sierra, y me hacía sugerencias sobre esto y lo otro, y cuando yo conseguía que funcionara siguiendo alguna de sus indicaciones, sonreía. Así que disfrutábamos de nuestra mutua compañía.

»Cuando cumplí diecinueve años, mi padre me envió a Alejandría con Marco. Allí estuvimos tres años. Yo no era un buen amo. Él decía: «Señor, nos hemos quedado sin dinero», y yo contestaba: «Pues muy bien», lo olvidaba y dejaba que fuera él quien se encargara de todo. Cuando me cogía dinero de la bolsa… tenía que hacerlo, pues yo nunca me acordaba de dárselo… siempre me decía cuánto y para qué, aunque yo nunca le prestaba la más mínima atención, y siempre era él quien me recordaba a quién le debíamos dinero. Remendaba nuestra ropa, fabricaba nuestras sandalias y hacía todo tipo de trabajos para los comerciantes a cambio de algo que necesitáramos. Nunca se quejó. Pero nunca le gustó Alejandría… al menos, ésa era mi impresión. Siempre estaba diciéndome que deberíamos regresar a casa. Sin embargo, unos meses antes de volver, diseñé una máquina para levar agua, y me confesó que construir aquello le había gustado más que cualquier otro trabajo que hubiera hecho.

—El caracol de agua —dijo Cayo.

Arquímedes sonrió al oír esas palabras, que, al ser griegas, no necesitaban traducción.

—No me sorprende que te lo contara: adoraba esa máquina. Pero enseguida dejamos de fabricarlas. Me cansé de ellas. Él se puso furioso conmigo. No cesaba de decirme que podíamos reunir una fortuna con aquellos condenados artilugios. Él nunca le encontró sentido a la geometría… al menos, nunca lo admitió.

—Parece haberos… —«… dicho muchas veces lo que debíais hacer», era lo que Cayo tenía en la punta de la lengua, pero temió ofenderlo y cambió el final—. Parece haberos dicho lo que pensaba con mucha libertad.

Arquímedes bufó.

—Siempre decía lo que pensaba con total libertad. Por eso murió, ¿verdad? —Miró de nuevo la flauta y prosiguió—: Volvimos a casa al empezar la guerra. La guerra lo hacía profundamente infeliz. En casa ignorábamos que era romano. Si alguien le preguntaba, respondía que era sabino, marso, samnita o lo que fuese, pero sabíamos que tenía algunas lealtades hacia Roma. No obstante, siempre juró que nunca haría nada que pudiera causar daño a nuestra casa o a nuestra ciudad. —Hizo una pausa antes de añadir—: Por supuesto, habría estado aún más dispuesto a no causar ningún daño a Roma. Ya ves la rapidez con la que decidió ayudarte. Pero después no paraba de excusarse por haber abusado de mi confianza. Y lo sintió mucho por el hombre que matasteis al huir… un hombre bueno, y un amigo. —Levantó la cabeza y miró a Fabio—. Si eres tú quien estaba con él aquella noche, dijo que se había equivocado al darte el cuchillo. Y también dijo que creía que me habrías matado si hubieras sabido quién era yo.

Fabio lo observó un instante en silencio, y no tradujo la última frase.

—Nuestro deber era escapar—dijo por fin—. En cuanto a lo otro, sí, os habría matado. Habíamos oído hablar de vuestras catapultas, y yo temía que acabarais costándole muy caro a Roma. Como así ha sido. Han muerto muchos hombres y nos hemos visto obligados a firmar una paz poco ventajosa, debido a vos y a vuestras máquinas. No digo que hicierais mal defendiendo a vuestra ciudad, pero yo habría hecho bien defendiendo a la mía.

—Nadie había atacado a Roma —alegó con frialdad Arquímedes—. Tu razonamiento coloca a nuestro rey al mismo nivel que la persona contra la que pelea. Y eso me parece una falacia. Tampoco comprendo cómo vuestro cónsul pudo justificar la condena a muerte de un hombre valiente y fiel sólo por decir lo que pensaba.

Cayo había estado escuchando con impaciencia el desarrollo de aquel intercambio incomprensible para él, y carraspeó, nervioso. Fabio le resumió la traducción con la queja contra el cónsul. Cayo Valerio apartó la vista, encogiéndose, incómodo, un gesto que a Arquímedes le recordó, de forma repentina y dolorosa, a Marco.

—El cónsul era un hombre débil y de carácter agrio —dijo Cayo—. Tan pronto como descubrió quién era Marco, ordenó arrestarlo y lo sometió a juicio. Él fue el juez y su principal acusador. Nadie habría condenado a muerte a Marco por lo ocurrido en Asculum. Ni siquiera entonces. Cuando sucedió, él tenía dieciséis años, ¡y llevaba sólo tres semanas en la legión! Pero nuestro padre nos educó con mano dura, y Marco fue siempre muy exigente consigo mismo: se había convencido de que merecía morir. Pero ni siquiera Claudio podía acusarlo por lo de Asculum después de tantos años. Su gran cargo contra él fue que había deshonrado el nombre de Roma: en primer lugar, al aceptar la esclavitud, y en segundo, al afirmar que los romanos se equivocaban atacando Siracusa.

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