El complot de la media luna (2 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—Cuando vuelva a virar, si es que vira,
síguela
y clávale el espolón cueste lo que cueste —ordenó al piloto.

Un joven oficial apostado en la escalerilla esperaba las órdenes que debería repetir a los remeros. En cubierta, los legionarios sujetaban el escudo en una mano y la lanza en la otra, a la espera de la primera sangre. El silencio se extendió por la nave mientras todos permanecían expectantes.

Los bárbaros mantuvieron la proa apuntada a la galera hasta que se hallaron a unos treinta metros. Entonces, tal como Vitelio había anunciado, viraron de pronto a babor.

—¡Golpéala! —gritó el romano en el mismo momento en que el piloto giraba el timón al máximo.

Bajo cubierta, los remeros de estribor invirtieron las paladas para ayudar al viraje de la galera hacia su lado. Con la misma rapidez, volvieron a la propulsión hacia delante para unirse al titánico esfuerzo de sus compañeros de babor.

El barco pirata, más pequeño, intentó eludir a la galera, pero el
navío
romano le acompañó en la maniobra. Los bárbaros perdieron impulso cuando las velas se aflojaron en el viraje mientras la galera seguía avanzando. En un instante, el cazador se había convertido en la presa. El viento volvió a hinchar las velas del barco, que saltó hacia delante, pero no lo suficientemente rápido. El espolón de bronce topó contra la banda de popa de la nave pirata y abrió una brecha hasta la borda. Con el impacto, la nave estuvo a punto de zozobrar, pero consiguió mantenerse a flote, aunque con la popa hundida.

Los legionarios romanos estallaron en una ovación, y Vitelio se permitió una sonrisa: creía que la victoria de pronto se había puesto de su lado. Pero cuando se volvió hacia la segunda nave comprendió al instante que habían caído en la trampa.

Durante el enfrentamiento, la otra nave se había acercado con sigilo. En el momento en que el espolón se clavaba en el casco enemigo, el barco de las velas grises se colocó a babor de la galera. El estrépito de los remos rotos llenó el aire al tiempo que una lluvia de flechas y garfios de abordaje caía sobre la cubierta. En cuestión de segundos, los dos barcos quedaron unidos y una horda de bárbaros armados con espadas saltó por la borda.

La primera oleada de atacantes apenas había puesto los pies en cubierta cuando se vieron atravesados por una descarga de lanzas de puntas afiladas como navajas. Los honderos romanos tenían una puntería letal, y una docena de asaltantes cayeron muertos en el acto. El ritmo de la invasión, sin embargo, apenas se enlenteció, pues otra docena de bárbaros ocuparon sus lugares. Plautio contuvo a sus hombres hasta que los piratas avanzaron por la cubierta, y entonces ordenó el ataque. El choque de las espadas sonaba por encima de los gritos de agonía mientras la matanza continuaba. Los legionarios romanos, mejor adiestrados y disciplinados, repelieron sin problemas la embestida inicial. Los bárbaros estaban acostumbrados a asaltar barcos mercantes poco menos que indefensos, no a luchar contra soldados bien armados, y flaquearon ante tan férrea resistencia. Tras destrozar a la partida de abordaje, Plautio envió a la mitad de sus hombres a presionar en el ataque y él en persona dirigió a los romanos en la persecución de los piratas para hacerles volver a su nave.

Los bárbaros rompieron filas a toda prisa, pero en cuanto se dieron cuenta de que superaban en número a los romanos se reagruparon. Cambiaron de táctica: formaron grupos de tres o cuatro que atacaban a un único legionario hasta que acababan por derribarle. Plautio perdió a seis de sus hombres antes de organizar a su tropa en un cuadrado.

Vitelio, en la cubierta de popa, vio cómo el centurión partía a un pirata en dos con un golpe de espada y continuaba avanzando entre los bárbaros como una guadaña. El capitán, con mucha valentía, había mandado llevar la galera hacia tierra durante el combate, con su oponente amarrado a la borda. La maniobra fracasó cuando el barco pirata lanzó un ancla de piedra que acabó por tocar fondo y detuvo a las dos embarcaciones.

Mientras tanto, la nave de las velas azules había virado e intentaba sumarse al ataque. El agua que entraba por el maltrecho casco enlentecía su torpe avance hacia la banda de estribor, desprotegida, hasta que, imitando el movimiento de su compañera, se deslizó de través y la tripulación lanzó los garfios de abordaje.

—¡Remeros a las armas! —gritó Vitelio—. ¡Todos a cubierta!

Bajo cubierta, los exhaustos remeros respondieron a la llamada. Formados primero como soldados, todos los miembros de la tripulación estaban preparados para defender la nave. Arceliano se sumó a la fila de sus compañeros para beber un trago de agua fría de un cántaro de arcilla y después corrió a cubierta con una espada en la mano.

—Mantén la cabeza gacha —le dijo al
celeusta
, que había repartido las armas y ahora le seguía al final de la fila.

—Prefiero mirar al bárbaro a los ojos cuando le mate —respondió el tamborilero con su sempiterna sonrisa.

Los remeros se incorporaron al combate en el mismo momento en que la segunda oleada de piratas saltaba por la borda de estribor. La tripulación de la galera se enfrentó a los asaltantes en una masa de aceros y carne.

Cuando Arceliano puso el pie en cubierta se quedó atónito ante la carnicería. Había cadáveres y miembros amputados dispersos por todas partes entre charcos crecientes de sangre. Novato en batallas, se quedó paralizado por un momento, hasta que un oficial que pasó a la carrera, le gritó:

—¡Corta los cabos de los garfios!

Vio un cabo tenso en la proa de la galera, echó a correr y lo cortó con un golpe de espada. Observó cómo el cabo cortado volvía con un latigazo hacia la nave de velamen azul, cuya cubierta se hallaba a más de un metro por debajo de la suya. Después Arceliano recorrió la borda con la mirada y descubrió que había media docena más de garfios bien sujetos.

—¡Cortad los cabos! —vociferó—. ¡Alejemos a los bárbaros!

Sus palabras cayeron en saco roto, pues se dio cuenta de que todos los tripulantes que tenía cerca estaban combatiendo contra los bárbaros a vida o muerte. Le animó ver que el
celeusta
, en la popa, se había sumado al esfuerzo e intentaba cortar un cabo con una hachuela de abordaje. Pero el tiempo se agotaba. A bordo de la nave pirata, que se hundía lentamente, los bárbaros estaban decididos a saltar en masa a la galera, pues sabían que su barco no tardaría en irse a pique.

Arceliano pasó por encima de un tripulante moribundo, llegó al siguiente garfio y alzó rápidamente la espada. Antes de que la hoja bajase, oyó un silbido que atravesaba el aire y una flecha de punta afilada se clavó en la cubierta a menos de un palmo de su pie. Sin hacer caso, cortó el cabo de un solo tajo, se agachó bajo la borda y otra flecha le pasó por encima. Se irguió un poco para ver a su atacante: un arquero cilicio en lo alto del mástil de la nave pirata. El arquero se había olvidado ya del remero y apuntaba su siguiente flecha a popa. El rostro de Arceliano reflejó su horror cuando se dio cuenta de que estaba apuntando al
celeusta
, que se disponía a cortar un tercer cabo.


¡Celeusta
! —gritó.

El aviso llegó demasiado tarde. Una flecha se clavó en el pecho del tamborilero y se hundió casi hasta las plumas. El
celeusta
soltó un grito ahogado y cayó de rodillas mientras la sangre teñía su torso de rojo. En un último acto de lealtad, descargó la hachuela de abordaje contra el cabo y cayó muerto.

El agua empezó a tragarse al barco pirata y los bárbaros corrieron a intentar saltar a la galera. Solo dos cabos mantenían ya las naves unidas, pero entre los piratas únicamente el arquero lo había visto. Encaramado en lo alto del mástil, apuntó de nuevo a Arceliano, disparó y esta vez la flecha pasó casi rozando su cabeza.

El remero vio que los dos cabos restantes estaban en la mitad del barco; los dos
navíos
se tocaban por la popa y era allí donde los combates eran más feroces. Arceliano se puso a gatas y avanzó, protegido por la borda, hasta el primer cabo. Cerca yacía un bárbaro moribundo con los intestinos a la vista. El fornido remero se acercó y con un movimiento ágil se cargó el pirata al hombro y luego se volvió y continuó hasta el cabo. Casi en el acto oyó un zumbido y una flecha se clavó en la espalda del moribundo. Con la mano libre, Arceliano blandió la espada y seccionó el cabo mientras una segunda flecha impactaba en su escudo humano. El remero se echó al suelo, se quitó de encima al bárbaro muerto y recobró el aliento.

Casi exhausto por la terrible experiencia, Arceliano miró el último garfio: estaba sujeto a uno de los puños de la vela, a unos cuatro metros de su cabeza. Echó un vistazo por encima de la borda y vio que el arquero enemigo por fin había abandonado su posición y bajaba a cubierta. Comprendiendo que aquella era su oportunidad, Arceliano se puso en pie de un salto, echó a correr y trepó a la borda para alcanzar el cabo que bajaba en diagonal. Una vez recuperó el equilibrio, comenzó a levantar la espada, pero la tensión hizo el trabajo por él.

El cabo no pudo soportar la fuerza ejercida por las dos naves divergentes y el garfio de acero se soltó del puño. La tremenda tensión lanzó el garfio como un proyectil que describió un arco hasta el agua. La punta afilada pasó junto a Arceliano, que se salvó por los pelos de un sangriento final. Pero la cuerda se enrolló alrededor de su muslo, lo arrancó de la borda y lo arrojó al agua justo delante de la proa del barco pirata.

Arceliano, que no sabía nadar, comenzó a dar manotazos en el intento de mantener la cabeza fuera del agua. En uno de los manotazos notó algo duro y lo sujetó con las dos manos. Era un trozo de madera de la borda del
navío
pirata al que habían embestido, y era lo bastante grande para mantenerle a flote. De pronto, vio que el barco de las velas azules se le echaba encima y movió las piernas desesperado por escapar de su camino. En el proceso, se apartó aún más de la galera y le atrapó una corriente a cuya fuerza, debilitado como estaba, no podía oponerse. Continuó moviendo las piernas con la poca energía que le quedaba, y observó con los ojos como platos que el barco pirata aprovechaba una racha de viento y, con la cubierta casi a ras del agua, aceleraba hacia la costa.

Mientras Arceliano se ocupaba de cortar los cabos de los garfios de estribor del
navío
romano, Vitelio y uno de sus oficiales habían despejado la banda de babor, excepto por un garfio que aún quedaba cerca de la popa. Inclinado sobre el timón con una flecha clavada en el hombro, el capitán llamó al centurión, que luchaba en el otro barco.

—¡Plautio! ¡Vuelve a la nave! —gritó todo lo fuerte que le permitía la debilidad—. ¡Nos hemos soltado!

El centurión y sus legionarios seguían luchando a brazo partido contra los piratas, aunque el número de combatientes se había reducido. Plautio arrancó su espada ensangrentada del cuello de un bárbaro y miró hacia la galera.

—¡Salva la carga! ¡Yo me ocuparé de los bárbaros! —respondió a voz en cuello al tiempo que atravesaba con su espada a otro atacante.

Solo quedaban tres legionarios a su lado, y Vitelio comprendió que tardarían muy poco en sucumbir.

—¡Tu valentía será recordada! —gritó el capitán, y con un golpe de espada cortó el último cabo—. Adiós, centurión.

Libre del barco atacante anclado, la galera saltó hacia delante en cuanto el viento hinchó las velas. Muerto el
gubernator
, Vitelio giró el timón hacia tierra; la madera resbalaba bajo sus manos por su propia sangre. El extraño silencio que se extendió por cubierta le incitó a caminar tambaleante hasta la balaustrada y mirar abajo. Lo que vio le dejó boquiabierto.

A lo largo y ancho de la cubierta había una masa de muertos y cuerpos desmembrados, romanos y bárbaros, en un baño rojo.

Aproximadamente el mismo número de piratas y tripulantes se habían enfrentado en un combate mortal. Nunca había presenciado una carnicería tal.

Estremecido por la visión y debilitado por la pérdida de sangre, miró al cielo.

—Protégenos por tu emperador —suplicó.

Volvió a popa, sujetó el timón con sus cansados brazos y corrigió el rumbo. Los gritos de socorro de los hombres que quedaban en el agua resonaban por todas partes, pero el capitán hizo oídos sordos mientras la nave se abría paso entre ellos. Con expresión ausente y la mirada fija en la costa, aferró el timón con la poca energía que le quedaba y luchó por los últimos instantes de su vida.

Vagando a la deriva en las aguas turbulentas, Arceliano vio con sorpresa que la galera romana navegaba libre y que se dirigía hacia donde él estaba. Mientras gritaba pidiendo ayuda, vio, angustiado, que la nave pasaba de largo en absoluto silencio. Un momento más tarde, pudo ver el barco de perfil y comprendió horrorizado que no quedaba nadie en la cubierta principal. Tan solo la solitaria figura del capitán Vitelio inclinado sobre el timón en la popa. Luego las velas flamearon con el viento, la galera continuó su viaje hacia la costa, y no tardó en perderla completamente de vista.

Junio de 1916. Portsmouth, Inglaterra
.

En el muelle la actividad era frenética a pesar de la fría llovizna, los estibadores de la marina real trabajaban a un ritmo febril al pie de una grúa de vapor que subía alimentos, suministros y murtones al gigante gris amarrado al muelle. A bordo, los cajones se apilaban ordenadamente en la bodega de proa, mientras incontables marineros abrigados con gruesos tabardos de lana preparaban la nave para hacerse a la mar.

El HMS
Hampshire
seguía impecable a pesar de llevar más de diez años de servicio y de su reciente participación en la batalla de Jutlandia. Era un crucero acorazado de la clase Devonshire con un desplazamiento de diez mil toneladas, uno de los
navíos
más grandes de la flota británica. Dotado con una docena de cañones de gran calibre, también era uno de los más mortíferos.

En un almacén vacío a unos cuatrocientos metros del muelle, un hombre de pelo rubio apostado junto a una puerta abierta observaba con unos prismáticos de latón la carga del buque, estuvo casi veinte minutos con los prismáticos pegados a los ojos, hasta que un Rolls-Royce verde cruzó el muelle y se detuvo al pie de la escalerilla principal. Observó con atención mientras un grupo de oficiales de la marina con uniformes color caqui rodeaban el coche y a continuación ayudaban a los ocupantes del vehículo a subir la escalerilla. Por su vestimenta dedujo que los recién llegados eran un político y un oficial del ejército de alto rango. Se fijó en el rostro del oficial y sonrió para sí mismo al advertir que lucía un grueso bigote.

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