Ocotal se inclinó bruscamente y dijo:
—Anoche oí hablar a los soldados.
Philip arqueó las cejas.
—¿Y?
—No reaccione ante lo que le digo. Van a matarlo —dijo en voz tan baja y tan deprisa que Philip casi creyó no haberlo oído bien. Permaneció allí sentado anonadado mientras asimilaba las palabras.
—A mí también me van a matar —continuó Ocotal.
—¿Está seguro?
Ocotal asintió.
Presa de pánico, Philip reflexionó. ¿Era de fiar Ocotal? ¿Podía tratarse de un malentendido? ¿Por qué Hauser iba a querer matarlo? ¿Para robarle la herencia? Era totalmente posible. Hauser no era ningún santo. Con el rabillo del ojo vio cómo los soldados seguían jugando a las cartas, con las armas apoyadas contra un árbol. Por otro lado, parecía imposible. Era como salido de una película. Hauser ya iba a ganar un millón de dólares. Nadie mataba por matar, ¿o sí?
—¿Qué piensa hacer usted?
—Robar un bote y huir. Esconderme en el pantano.
—¿Ahora mismo?
—¿Quiere esperar?
—Pero los soldados están allí. Nunca lograremos huir. ¿Qué oyó decir a los soldados que le hizo pensar eso? Podría tratarse de un malentendido.
—Escuche, subnormal —siseó Ocotal—. No tenemos tiempo. Yo me voy ahora. Si viene, hágalo ya. Si no, adiós.
Se levantó despacio, perezosamente, y echó a andar hacia la playa donde se encontraban las canoas. Asustado, Philip desvió la mirada de él a los soldados. Seguían jugando a las cartas, ajenos. Desde donde estaban sentados, al pie de un árbol, no se veían las canoas.
¿Qué debía hacer? Estaba paralizado. De golpe y porrazo le habían impuesto una decisión monumental. Era una locura. ¿Podía Hauser tener realmente tanta sangre fría? ¿Trataba Ocotal de jugarle una mala pasada?
Ocotal caminaba sin prisas por la playa, levantando despreocupadamente la vista hacia los árboles. Se detuvo junto a una canoa y con una rodilla, despacio y sin dar la impresión de hacerlo, empezó a empujarla hacia el agua.
Todo ocurría muy deprisa. En realidad todo dependía de qué clase de hombre era Hauser. ¿Era realmente capaz de asesinar? No era un hombre agradable, era cierto. Había algo enigmático en él. Philip de pronto recordó el placer con que había decapitado el agutí, la sonrisa en sus labios cuando vio la sangre en la camisa de Philip, la forma en que había dicho: «Ya lo descubrirá».
Ocotal ya tenía el bote en el agua y con un movimiento ágil se subió a él, cogió la pértiga y se dispuso a alejarlo de la orilla.
Philip se levantó y se dirigió rápidamente a la playa. Ocotal ya estaba a cierta distancia de la orilla, listo para impulsar la canoa hacia la corriente. Se detuvo el tiempo justo para que Philip se acercara caminando por el agua y subiera. Luego, tensando los músculos de la espalda, clavó la pértiga en el fondo arenoso y sin hacer ruido impulsó la canoa hacia el pantano.
A la mañana siguiente terminó el buen tiempo. Se habían acumulado nubes, los truenos sacudían las copas de los árboles y llovía torrencialmente. Cuando Tom y su compañía reemprendieron el viaje, la superficie del río estaba gris y espumosa bajo la fuerza de un violento aguacero; el ruido de la lluvia entre la vegetación era ensordecedor. El laberinto de ramales que seguían parecía hacerse cada vez más estrecho e intrincado. Tom nunca había visto un pantano tan espeso, tan laberíntico, tan impenetrable. Apenas podía creer que don Alfonso supiera por dónde ir.
Hacia la tarde dejó repentinamente de llover, como si hubieran cerrado un grifo. Durante varios minutos siguió cayendo agua por los troncos de los árboles, con un ruido semejante al de una cascada, dejando la selva brumosa, goteante y silenciosa.
—Han vuelto los insectos —dijo Sally, dando manotazos.
—
Jejenes.
Moscas negras —dijo don Alfonso, encendiendo su pipa y rodeándose de una desagradable nube azul—. Se llevan un trozo de nuestra carne consigo. Están hechos del aliento del mismísimo diablo después de una noche de beber
aguardiente
de pésima calidad.
De vez en cuando el camino se veía obstruido por lianas y raíces aéreas que crecían en lo alto, formando gruesas cortinas de vegetación que caían sobre la misma superficie del agua. Pingo seguía en la parte delantera, cortándolas con el machete, mientras Chori manejaba la pértiga en la parte trasera. Cada golpe de machete desalojaba ranas, insectos y otras criaturas que caían al agua proporcionando un banquete a las pirañas de abajo, que se revolvían furiosas alrededor de cada desdichado animal. Pingo, flexionando los grandes músculos de su espalda, cortaba a izquierda y derecha, arrojando al agua la mayor parte de lianas y flores colgantes. En un ramal particularmente estrecho, mientras abría el camino a machetazos, soltó un grito repentino:
—
Heculu.
—¡
Avispas!
—gritó don Alfonso, acuclillándose y poniéndose el sombrero—. ¡No se muevan!
De la vegetación colgante salió una nube negra y compacta, y Tom, acuclillado y cubriéndose la cabeza, sintió inmediatamente en la espalda un tatuaje de picaduras feroces.
—No las ahuyenten con manotazos —gritó don Alfonso—. ¡Harán que se enfaden!
No podían hacer otra cosa que esperar a que las abejas terminaran de picarles. Se fueron tan deprisa como habían llegado, y Sally trató las picaduras con más savia del gumb limbo. Reanudaron la marcha.
Hacia el mediodía se oyó un ruido extraño en el dosel sobre sus cabezas. Era como un millar de chasquidos de lengua, como un montón de niños chupando caramelos, solo que más fuerte, y acompañado de crujidos de ramas que aumentaron de volumen hasta que sonaron como un viento repentino. Aparecieron unas formas negras que apenas se veían a través de las hojas.
Chori dejó la pértiga y al instante tuvo en la mano un pequeño arco con una flecha que apuntó hacia el cielo, tenso y listo para disparar.
—
Mono chucuto
—susurró don Alfonso a Tom.
Antes de que Tom pudiera decir nada, Chori había disparado su arco. Hubo una repentina conmoción por encima de sus cabezas y de las ramas cayó un mono negro medio vivo que se deslizó a través del follaje tratando de asirse hasta aterrizar en el agua a metro y medio de la canoa. Chori se levantó de un salto y sacó del agua el montón de pelo negro justo antes de que un gran remolino debajo de él les informara de que otra criatura había tenido la misma idea.
—
Ehi! Ehi!
—exclamó sonriendo de oreja a oreja—.
Uakaris!
Ñam ñam.
—¡Hay dos! —dijo don Alfonso, muy emocionado—. Esto sí que ha sido un golpe de suerte, Tomasito. Es una madre con su hijo.
La cría de mono seguía aferrada a la madre, chillando aterrada.
—¿Un mono? ¿Ha disparado a un mono? —preguntó Sally casi gritando.
—Sí,
curandera,
¿no hemos tenido suerte?
—¿Suerte? ¡Es horrible!
Don Alfonso puso cara larga.
—¿No le gusta el mono? Los sesos de este mono son una verdadera exquisitez cuando los asas ligeramente en el cráneo.
—¡Nosotros no comemos mono!
—¿Por qué no?
—Vamos, es… prácticamente canibalismo. —Sally se volvió hacia Tom—. ¡No puedo creer que le dejaras disparar a un mono!
—Yo no le he dejado disparar.
Chori, sin entender nada y sonriendo aún orgulloso, arrojó el mono al suelo de la barca frente a ellos. El animal se quedó mirándolos fijamente, con los ojos vidriosos y la lengua medio fuera. La cría saltó del cuerpo sin vida de su madre y se acurrucó aterrorizada, con las manos en la cabeza, emitiendo un grito agudo.
—
Ehi! Ehi!
—dijo Chori, alargando la mano para coger la cría con una mano mientras con la otra alzaba el machete, listo para darle el golpe de gracia.
—¡No! —Tom tomó la cría en sus brazos, que se acurrucó y dejó de gritar. Chori, con el machete medio alzado, lo miró sorprendido.
Don Alfonso se echó hacia delante.
—No lo entiendo. ¿Qué ha dicho de canibalismo?
—Don Alfonso —dijo Tom—, nosotros consideramos que los monos son casi humanos.
Don Alfonso habló bruscamente a Chori, cuya sonrisa desapareció con una expresión decepcionada. Luego se volvió hacia ellos.
—No sabía que los monos son sagrados para los norteamericanos. Y es cierto que son casi humanos, si no fuera porque Dios les puso manos en los pies. Lo siento. De haberlo sabido no habría permitido que lo mataran. —Habló con severidad a Chori y la canoa siguió avanzando. Luego recogió el cuerpo de la madre y lo arrojó al agua; desapareció con un remolino.
Tom sintió cómo el mono se acurrucaba con más fuerza contra el pliegue de su codo, gimiendo y escondiéndose en busca de calor. Bajó la vista. Lo miraba con una cara diminuta y los ojos muy abiertos, tendiéndole una mano minúscula. Era muy pequeño, no medía más de veinte centímetros y pesaba menos de dos kilos. Tenía el pelo suave y corto, ojos castaños, nariz diminuta y rosa, pequeñas orejas humanas y cuatro manos minúsculas con dedos delicados y delgados como palillos.
Tom vio a Sally mirarlo sonriendo.
—¿Qué?
—Parece que tienes un nuevo amigo.
—Ah, no.
—Ah, sí.
El pequeño mono se había recuperado del pánico, y salió de los brazos de Tom y empezó a hurgarle el pecho. Deslizaba sus pequeñas manos negras entre los pliegues de su ropa mientras chasqueaba la lengua.
—Te está buscando liendres —dijo Sally.
—Espero que quede decepcionado.
—Mire, Tomás —dijo don Alfonso—, cree que usted es su madre.
—¿Cómo son capaces de comerse esta bonita criatura? —preguntó Sally.
Don Alfonso se encogió de hombros.
—Todas las criaturas del bosque son bonitas,
curandera.
Tom sentía cómo el mono le hurgaba dentro de la camisa. Trepó por él, utilizando los botones como puntos de apoyo, y levantó la solapa del gigantesco bolsillo estilo explorador. Rebuscó dentro con una mano chasqueando de nuevo la lengua, luego se introdujo en él y dio vueltas hasta ponerse cómodo. Se quedó allí con los brazos cruzados, mirando alrededor con la nariz ligeramente levantada.
Sally aplaudió riéndose.
—Oh, Tom, le gustas mucho.
—¿Qué comen? —preguntó Tom a don Alfonso.
—De todo. Insectos, hojas, gusanos. No tendrá ningún problema para dar de comer a su nuevo amigo.
—¿Quién ha dicho que es responsabilidad mía?
—Él le ha elegido, Tomasito. Ahora le pertenece a él.
Tom bajó la vista hacia el mono, que miraba alrededor como un pequeño lord supervisando sus dominios.
—Es un mamoncete peludo —dijo Sally en inglés.
—Mamón Peludo. Así es como lo llamaremos.
Esa tarde, en un laberinto de ramales particularmente intricado, don Alfonso hizo detener la canoa y pasó más de diez minutos examinando el agua, probándola, dejando caer bolas de papel y observando cómo se hundían. Finalmente se irguió.
—Hay un problema.
—¿Nos hemos perdido? —preguntó Tom.
—No. Se han perdidos ellos.
—¿Quiénes?
—Uno de sus hermanos. Tomaron ese ramal a la izquierda, que lleva a la Plaza Negra, el corazón podrido del pantano donde viven los demonios.
El ramal serpenteaba entre enormes troncos y cortinas de lianas, y sobre la superficie negra del agua seguía flotando una bruma verdosa. Parecía como un sendero acuático al infierno.
«Debe de ser Vernon», pensó Tom. Vernon siempre se perdía, literal y figurativamente.
—¿Hace cuánto tiempo?
—Al menos una semana.
—¿Hay algún lugar cerca de aquí para acampar?
—Hay una pequeña isla a menos de medio kilómetro.
—Pararemos allí y descargaremos —dijo Tom—. Dejaremos a Pingo y a Sally montando el campamento mientras usted, Chori y yo salimos de nuevo en busca de mi hermano. No hay tiempo que perder.
Atracaron en una isla anegada de barro mientras caía sobre ellos una lluvia tan torrencial que parecía más bien una cascada. Don Alfonso gesticuló y gritó mientras supervisaba cómo descargaban e indicaba los suministros que iban a necesitar en su viaje.
—Estaremos fuera dos o tres días —dijo Alfonso—. Debemos estar preparados para pasar varias noches en la canoa. Podría llover.
—No habla en serio —dijo Sally.
Tom entregó el mono a Sally.
—Cuídalo mientras estoy fuera, ¿quieres?
—Por supuesto.
La canoa se alejó. Tom observó a Sally bajo el aguacero, una vaga figura cada vez más borrosa.
—Ten cuidado, Tom —gritó ella en el preciso momento en que desaparecía.
Chori manejaba la pértiga con vigor y la embarcación descargada avanzó más deprisa por el ramal. Al cabo de cinco minutos Tom oyó crujir los árboles por encima de él, y vio rebotar de rama en rama una pequeña pelota negra hasta que aterrizó en su cabeza, gritando como un alma en pena. Era Mamón Peludo.
—Bribón, no has tardado mucho en escapar —dijo Tom, metiéndose al pequeño mono en el bolsillo, donde se acurrucó y calló al instante.
La canoa se adentró aún más en el pútrido pantano.
La tormenta alcanzó su máxima furia cuando la canoa llegó al ramal que conducía a la Plaza Negra. Los relámpagos y los truenos retumbaban a través de la selva, a veces con apenas unos segundos de diferencia, como una descarga de artillería. Las copas de los árboles, a sesenta metros por encima de sus cabezas, se sacudían y agitaban.
Enseguida el ramal se dividió en un laberinto de bifurcaciones poco profundas que serpenteaban entre trémulas extensiones de barro hediondo. Don Alfonso se detenía de vez en cuando para buscar marcas de pértigas en el fondo poco profundo. La lluvia torrencial no cesaba y se hizo de noche de forma tan imperceptible que Tom se sobresaltó cuando don Alfonso propuso hacer un alto.
—Dormiremos en la canoa como salvajes —dijo—. Este es un buen lugar para pararnos ya que no hay ramas grandes sobre nuestras cabezas. No quiero despertarme con el aliento fétido de un jaguar. Debemos procurar no morir aquí, Tomasito, porque nuestras almas nunca encontrarían la salida.
—Haré todo lo posible.
Tom se envolvió en su mosquitera, se instaló entre el montón de pertrechos y trató de dormir. Por fin dejó de llover, pero él seguía calado hasta los huesos. La selva se llenó del ruido de gotas de agua puntuado por los aullidos, gemidos y gritos ahogados de los animales, algunos de ellos casi humanos. Tal vez
eran
humanos, las almas perdidas de las que había hablado don Alfonso. Tom pensó en su hermano Vernon perdido en ese pantano, tal vez enfermo o incluso agonizando. Lo recordó de niño, siempre con una expresión esperanzada, afable y perpetuamente perdida. Se entregó a una turbulenta noche de sueños.