—Nos has puesto en marcha con esa pregunta —dijo Philip, todavía riendo—. ¿Quieres más?
—Sí. ¿Cómo son ustedes como hijos? —preguntó Borabay.
Philip dejó de reír. Más allá de la luz del fuego la selva crujió.
—No estoy seguro de qué quieres decir —dijo Tom.
—Ustedes dicen qué clase de padre es él para ustedes —dijo Borabay—. Ahora pregunto qué clase de hijos son ustedes para él.
—Éramos buenos hijos —dijo Vernon—. Tratábamos de cumplir el programa. Hacíamos todo lo que él quería. Obedecíamos sus reglas, le dábamos un maldito concierto musical cada domingo, íbamos a todas nuestras clases y tratábamos de ganar los partidos que jugábamos, con escasos resultados tal vez, pero lo
intentábamos.
—Ustedes hacen lo que él pide, pero ¿qué hacen que él no pide? ¿Ayudan a cazar? ¿Ayudan a poner tejado en casa después de tormenta? ¿Construyen canoa con él? ¿Ayudan cuando está enfermo?
Tom tuvo de pronto la sensación de que Borabay les tendía una trampa. A eso había querido llegar todo el tiempo. Se preguntó qué había dicho Max Broadbent a su hijo mayor el último mes de su vida.
—Padre contrataba a gente para que hicieran todas esas cosas —dijo Philip—. Tenía jardinero, cocinero, una señora que limpiaba la casa, gente que arreglaba el tejado. Y una enfermera. En América compras lo que necesitas.
—No se refiere a eso —dijo Vernon—. Quiere saber qué hicimos por él cuando cayó enfermo.
Tom sintió que se ruborizaba.
—Cuando padre enferma de cáncer, ¿qué hacen ustedes? ¿Van a casa de padre? ¿Están con él?
—Borabay —dijo Philip con voz estridente—, habría sido totalmente inútil imponerle nuestra presencia. No habría querido que lo hiciéramos.
—¿Ustedes dejan que desconocido cuide de padre enfermo?
—No voy a permitir que sermoneen, ni tú ni nadie, sobre mis deberes como hijo —exclamó Philip.
—Yo no sermoneo. Solo hago pregunta sencilla.
—La respuesta es sí. Dejamos que un desconocido cuidara de padre. Nos había hecho la vida imposible de niños y estábamos deseando escapar de él. Eso es lo que ocurre cuando eres un mal padre, tus hijos te abandonan. Se van, huyen. ¡Están impacientes para alejarse de ti!
Borabay se levantó.
—El vuestro padre, bueno o malo. Él darles de comer, protegerlos, educarlos. Él
crea
a ustedes.
Philip se levantó a su vez, furioso.
—¿Es así como llamas a la vil erupción de fluido corporal? ¿Crearnos? Fuimos accidentes, cada uno de nosotros. ¿Qué clase de padre separa a unos niños de su madre? ¿Qué clase de padre los educa como si fueran una especie de experimento para crear un genio? ¿Quién los arrastra hasta la selva para que se mueran?
Borabay dio un puñetazo a Philip. Ocurrió tan deprisa que pareció que este desaparecía hacia atrás en la oscuridad. Borabay se quedó allí, metro y medio de furia pintada, abriendo y cerrando los puños. Philip se incorporó hasta quedar sentado en el suelo más allá del fuego y tosió.
—Uf. —Escupió. Tenía el labio ensangrentado y se le hinchaba por momentos.
Borabay lo miró fijamente, respirando pesadamente.
Philip se limpió la cara, y a continuación sonrió de oreja a oreja.
—Vaya, vaya. El hermano mayor por fin afirma su lugar en la familia.
—Tú no hablas así de padre.
—Hablaré de él como me dé la gana y ningún salvaje analfabeto me hará cambiar de opinión.
Borabay cerró los puños pero no hizo ademán de avanzar hacia él.
Vernon ayudó a Philip a levantarse. Este se llevó una mano al labio, pero tenía una expresión triunfal. Borabay se quedó de pie indeciso, como si se diera cuenta de que había cometido un error, que al golpear a su hermano había perdido de algún modo la discusión.
—Está bien —dijo Sally—. Basta de hablar de Maxwell Broadbent. No podemos permitirnos pelear en un momento así y todos lo saben.
Miró a Borabay.
—Parece que la cena se ha quemado.
Borabay retiró en silencio los pinchos ennegrecidos y empezó a distribuirlos sobre hojas.
La severa frase de Philip resonaba aún en los oídos de Tom: «Eso es lo que pasa cuando eres un mal padre…, tus hijos te abandonan». Y se preguntó: ¿Era eso lo que habían hecho?
Mike Graff se acomodó en el sillón orejero junto al fuego y cruzó sus pulcras piernas, con una expresión afable y alerta. A Skiba le sorprendió que, a pesar de todo, lograra conservar esa almidonada aura de seguridad en sí mismo de colegio de pago. Graff podría estar remando el mismísimo bote de Caronte por la laguna Estigia hacia las puertas del infierno y seguiría teniendo ese aspecto saludable, convenciendo a los demás pasajeros de que el cielo estaba a la vuelta de la esquina.
—¿Qué puedo hacer por ti, Mike? —preguntó Skiba con tono agradable.
—¿Qué ha ocurrido con las acciones estos dos últimos días? Han subido un diez por ciento.
Skiba sacudió la cabeza ligeramente. La casa estaba en llamas y Graff se quedaba en la cocina quejándose de que el café estaba frío.
—Alégrate de que hayamos sobrevivido al artículo del
Journal
sobre Phloxatane.
—Más motivo para preocuparse si suben nuestras acciones.
—Mira, Mike…
—Lewis, no hablaste a Fenner del códice la semana pasada, ¿verdad?
—Sí.
—Dios mío. Sabes lo cerdo que es. Ya tenemos bastantes problemas tal como están las cosas para añadir un abuso de información confidencial.
Skiba lo miró. Debería haberse desembarazado antes de Graff. Los había puesto en semejante compromiso a los dos que ahora era impensable hacerlo. ¿Qué importaba? Se había acabado…, para Graff, para la compañía, pero sobre todo para él. Quería gritar ante el sinsentido de todo ello. El abismo que se había abierto a sus pies…, caían en una caída libre y Graff seguía sin enterarse.
—Fenner iba a recomendar vender Lampe. Tuve que hacerlo, Mike. Pero no es estúpido. No soltará prenda. ¿Arriesgaría echar a perder su vida por unos cientos de miles de dólares?
—¿Bromeas? Tiraría al suelo a su propia abuela para coger un penique de la acera.
—No es Fenner, sino los vendedores al descubierto los que están cerrando posiciones.
—Eso no explica más que el treinta por ciento de ello.
—Inconformistas. Compradores de paquetes sueltos de acciones. Viudas y huérfanos. Mike, basta. Basta. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? Se ha terminado. Estamos acabados. Lampe está acabada.
Graff lo miró asombrado.
—¿De qué estás hablando? Lo campearemos. Una vez que consigamos el códice todo irá viento en popa.
Skiba sintió cómo se le helaba la sangre en las venas al oír mencionar el códice.
—¿Realmente crees que el códice resolverá todos nuestros problemas? —preguntó en voz baja.
—¿Por qué no? ¿Me he perdido algo? ¿Qué ha cambiado?
Skiba sacudió la cabeza. ¿Qué importaba? ¿Acaso importaba algo?
—Este derrotismo no es propio de ti, Lewis. ¿Dónde está tu famoso espíritu de lucha?
Skiba se sentía cansado, muy cansado. Era una conversación inútil. Se había acabado definitivamente. Era absurdo hablar más. Lo único que podían hacer era esperar: esperar el final. Eran impotentes.
—Cuando demos a conocer el códice —continuó Graff—, las acciones de Lampe subirán vertiginosamente. Nada tiene tanto éxito como el éxito. Los accionistas nos perdonarán, y eso le cortará las alas a ese presidente de la Comisión de Valores y Cambio. Por eso me preocupa ese posible abuso de información confidencial. Si lo del códice se propagara de boca en boca, los cargos se mantendrían. Es como la evasión de impuestos, es por lo que pillan a todos. Mira lo que pasó a Martha…
—Mike.
—¿Qué?
—Largo de aquí.
Skiba apagó las luces, desconectó los teléfonos y esperó a que llegara la noche. Encima de su escritorio solo había tres cosas: el pequeño bote de pastillas de plástico, el Macallan de sesenta años y un vaso limpio.
Había llegado el momento de darse el gran baño.
Al día siguiente se marcharon del poblado tara abandonado y se adentraron en las estribaciones de la Sierra Azul. El sendero empezaba a ascender a saltos a través de bosques y prados, dejando atrás campos en barbecho cubiertos de mala hierba. Aquí y allí, escondidas entre los árboles, Tom entreveía cabañas de paja abandonadas que se caían a pedazos.
Se internaron en un bosque profundo y fresco. Borabay insistió de pronto en ir el primero y, en lugar de avanzar a su habitual paso silencioso, lo hizo ruidosamente, cantando, golpeando innecesariamente la vegetación y deteniéndose a menudo para «descansar», aunque a Tom le pareció más bien que lo que hacía era reconocer el terreno. Algo le inquietaba.
Cuando llegaron a un pequeño claro, Borabay se detuvo.
—¡A comer! —gritó, y empezó a cantar en voz alta mientras desenvolvía los paquetes de hojas de palmera.
—Hemos comido hace dos horas —dijo Vernon.
—¡A comer otra vez! —El indio se quitó del hombro el arco y las flechas, y Tom advirtió que los dejaba a cierta distancia.
Sally se sentó al lado de Tom.
—Va a pasar algo.
Borabay ayudó a los demás a quitarse las mochilas y a dejarlas junto al arco y las flechas, al otro lado del claro. Luego se acercó a Sally y la rodeó con un brazo para atraerla hacia él.
—Dame rifle, Sally —susurró.
Ella le dio el arma. A continuación Borabay les quitó los machetes.
—¿Qué está pasando? —preguntó Vernon.
—Nada, nada, descansaremos aquí. —Borabay empezó a ofrecer varios plátanos secos—. ¿Hambre, hermanos? ¡Plátanos muy buenos!
—No me gustan —dijo Philip.
Vernon, ajeno a la tensión subyacente, comió con apetito los plátanos secos.
—Deliciosos —dijo con la boca llena—. Deberíamos comer dos veces cada día.
—¡Muy bueno! ¡Dos comidas! ¡Gran idea! —dijo Borabay, riendo a carcajadas.
Y entonces ocurrió. Sin ningún ruido o movimiento aparente, Tom de pronto se dio cuenta de que los habían rodeado unos hombres por todos lados, con los arcos tensos y cien flechas con la punta de piedra apuntadas hacia ellos. Era como si la selva hubiera retrocedido de forma imperceptible, dejando expuestos a los hombres como rocas al bajar la marea.
Vernon dejó escapar un grito y cayó al suelo; se vio inmediatamente rodeado de hombres tensos y agresivamente bruscos con cincuenta flechas apuntadas a escasos centímetros de su garganta y su pecho.
—¡No os mováis! —gritó Borabay. Se volvió y habló rápidamente a los hombres. Poco a poco, los arcos empezaron a relajarse y los hombres retrocedieron. Siguió hablando, menos deprisa y con un tono más bajo, pero con el mismo apremio. Por fin los hombres retrocedieron otro paso y bajaron del todo las flechas.
—Moveos ahora —dijo Borabay—. Levantaos. No sonreír. No dar la mano. Mirar a todos a los ojos.
No sonreír.
Hicieron lo que se les decía, levantándose.
—Coger mochilas, armas y cuchillos. No parecer asustados. Poner cara enfadada pero no decir nada. Si sonríes, mueres.
Siguieron las órdenes de Borabay. Hubo un breve movimiento de flechas que se alzaban cuando Tom cogió su machete, pero cuando se lo guardó en la cintura volvieron a bajar los arcos. Tom, siguiendo las instrucciones de Borabay, recorrió con una mirada siniestra a los guerreros más próximos a ellos, que le sostenían la mirada con tal ferocidad que notó que le flojeaban las piernas.
Borabay hablaba ahora en voz baja, pero parecía enfadado. Dirigía sus comentarios a un hombre, más alto que los demás, con brillantes plumas alrededor de sus musculosos antebrazos. Llevaba alrededor del cuello un cordel del que colgaban a modo de joyas desechos de la tecnología occidental: un CD-ROM que ofrecía seis meses de AOL gratis, una calculadora perforada, el dial de un teléfono antiguo.
El hombre miró a Tom y dio un paso hacia él. Se detuvo.
—Hermano —dijo Borabay—, tú te acercas a hombre y exiges con voz enfadada una disculpa.
Tom, confiando en que Borabay hubiera entendido la psicología de la situación, se acercó ceñudo al guerrero.
—¿Cómo se atreven a apuntarnos con sus arcos? —preguntó.
Borabay tradujo. El hombre respondió enfadado, gesticulando con una lanza cerca de la cara de Tom.
Borabay habló.
—Dice: ¿Quiénes son? ¿Por qué vienen a tierra tara sin invitación? Tú dices con voz enfadada vienes a salvar a tu padre. Gritas.
Tom obedeció, elevando la voz, dando otro paso hacia el guerrero y gritándole a un palmo de la cara. El hombre respondió con voz aún más enfadada, sacudiendo su lanza frente a la nariz de Tom. Al verlo, muchos de los guerreros volvieron a levantar los arcos.
—Él dice padre causa muchos problemas a gente tara y él muy enfadado. Hermano, tú pones muy enfadado ahora. Dices bajar los arcos. Dices tú no hablas si ellos no apartan flechas. Dices es un gran insulto.
Tom, sudando ahora, trató de dejar a un lado el pánico que sentía y fingió estar furioso.
—¿Cómo te atreves a amenazarnos? —gritó—. ¡Hemos venido a tu tierra en son de paz y nos ofreces guerra! ¿Es así como la gente tara tratan a sus huéspedes? ¿Sois animales o personas?
Vio un atisbo de aprobación en Borabay mientras traducía, sin duda añadiendo sus propios matices.
Bajaron los arcos y esta vez guardaron las flechas en sus aljabas.
—Ahora sonríes. Sonrisa breve, no gran sonrisa.
Tom esbozó una sonrisa, luego volvió a poner expresión severa.
Borabay habló largamente, luego se volvió hacia Tom.
—Tú abrazas y besas a ese guerrero según costumbre tara.
Tom dio al hombre un abrazo torpe y un par de besos en el cuello, como tantas veces se los había dado Borabay. Terminó con pintura roja y amarilla en la cara y los labios. El guerrero le devolvió la cortesía, embadurnándolo con más pintura.
—Bien —dijo Borabay, casi mareado del alivio—. ¡Ahora todo bien! Nosotros vamos al pueblo tara.
El pueblo consistía en una plaza al aire libre de tierra apisonada, rodeada por dos círculos irregulares de chozas de paja semejantes a aquellas donde habían dormido hacía un par de noches. Las cabañas no tenían ventanas, solo un agujero en la punta del techo. Frente a muchas de ellas ardían fuegos atendidos por mujeres que, según advirtió Tom, cocinaban en grandes cazuelas francesas, sartenes de cobre y cubertería Meissen de acero inoxidable que Maxwell Broadbent les había traído. Mientras seguía al grupo de guerreros hasta el centro de la plaza, las puertas de paja se abrieron y varias personas salieron y se quedaron mirándolos perplejos. Los niños pequeños iban totalmente desnudos; los mayores, con pantalones cortos o taparrabos. Las mujeres llevaban una tela sujeta alrededor de la cintura e iban desnudas de la cintura para arriba, con los pechos pintados de rojo. Muchas tenían discos en los labios y las orejas. Solo los hombres llevaban plumas.