—Grasias, grasias. ¿Comes sopa?
—Sí. Deliciosa.
—Borabay buen cocinero. ¡Come más!
—¿Dónde aprendiste a hablar inglés?
—Mi madre me enseña.
—Hablas bien.
—Hablo mal. Pero aprendo de vosotros y luego hablo más bien.
—Mejor —corrigió Sally.
—Grasias. Yo voy a América algún día con vosotros, hermano.
A Tom le asombró que en un lugar tan alejado de la civilización la gente siguiera queriendo ir a América.
Borabay miró a Mamón Peludo, que estaba en su sitio habitual en el bolsillo de Tom.
—Este mono llora y llora cuando tú estás enfermo. ¿Cómo llamas?
—Mamón Peludo —dijo Tom.
—¿Por qué no comes este mono cuando mueres de hambre?
—Bueno, le he cogido cariño —dijo Tom—. De todos modos no habría sido más que dos bocados.
—¿Y por qué llamas Mamón Peludo? ¿Qué es Mamón Peludo?
—Hummm, solo un apodo para un animal con pelo.
—Bien. Yo aprendo palabra nueva. Mamón Peludo. Yo quiero aprender el inglés.
—Quiero aprender inglés —corrigió Sally.
—¡Grasias! Quiero aprender inglés. —El indio alargó un dedo hacia el mono. Mamón Peludo lo cogió con una palma diminuta y levantó la vista hacia él, luego gritó y se escondió en el bolsillo de Tom.
Borabay rió.
—Mamón Peludo cree yo quiero comerle. Sabe que a nosotros tara nos gusta mono. Ahora yo hago comida. —Fue hasta donde había dejado caer la presa y la cogió junto con una cazuela. Se alejó del campamento y echó todo a la cazuela, vísceras y huesos incluidos. Tom se reunió con Sally junto al fuego.
—Sigo sintiéndome un poco confuso —dijo Tom—. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde ha salido Borabay?
—Sé lo mismo que tú. Borabay nos encontró a todos enfermos y moribundos debajo de ese tronco. Despejó la zona, construyó las cabañas, nos instaló en ellas, nos dio de comer, nos curó. Recogió un montón de hierbas y hasta unos insectos raros, los verás atados a las vigas de su cabaña, y los utilizó para hacer medicinas. Yo fui la primera en ponerme bien. Eso fue hace dos días, y le ayudé a cocinar y a cuidarlos. La fiebre que teníamos, esa tal
bisi,
parece ser breve pero intensa. No es malaria, gracias a Dios, y Borabay dice que no tiene efectos duraderos ni es recurrente. Si no mueres los primeros dos días, ha terminado. Parece ser que es lo que mató a don Alfonso…, dice que la gente mayor es más vulnerable.
Ante ese recordatorio de su compañero de viaje, Tom sintió una punzada de dolor.
—Lo sé —dijo Sally—. Yo también lo echo de menos.
—Nunca olvidaré al anciano y su original sabiduría. Cuesta creer que nos haya dejado.
Observaron cómo Borabay troceaba y descuartizaba al animal, y arrojaba los pedazos a la cazuela. Cantaba una especie de salmodia que se elevaba y caía con la brisa.
—¿Ha dicho algo de ese tal Hauser y de lo que está pasando en la Sierra Azul?
—No. No quiere hablar de ello. —Ella lo miró y vaciló—. Por un momento pensé que nos había llegado el fin.
—Sí.
—¿Recuerdas lo que te dije?
—Sí.
Ella se sonrojó profundamente.
—¿No lo querrás retirar? —preguntó Tom.
Ella sacudió la cabeza haciendo revolotear su melena rubia, luego lo miró con las mejillas encendidas.
—Jamás.
Tom sonrió.
—Estupendo. —Le cogió la mano.
Todo por lo que habían pasado había aumentado de algún modo su belleza, le había dado un aire espiritual, algo que no sabía explicar. Esa nota irritable y a la defensiva parecía haber desaparecido de su voz. Estar tan cerca de la muerte los había cambiado a todos.
Borabay volvió con unos trozos crudos de carne envueltos en una hoja.
—¡Mamón Peludo! —gritó, e hizo un ruido succionador con los dientes que sonó extrañamente como el del mono. Este asomó la cabeza del bolsillo de Tom. Borabay alargó la mano, y Mamón Peludo, después de inquietarse y gritar un poco, alargó la suya, cogió un pequeño trozo de carne y se lo llevó a la boca. Luego cogió otro, y otro, atracándose con las dos manos, los gritos de placer amortiguados por la comida.
—Mamón Peludo y yo ahora amigos —dijo Borabay sonriendo.
Vernon dejó de tener fiebre esa noche. A la mañana siguiente se despertó, lúcido pero débil. Borabay estuvo revoloteando a su alrededor, obligándole a tomar una variedad de infusiones de hierbas y otros brebajes. Pasaron el día descansando en el campamento mientras Borabay salía a buscar comida. Regresó por la tarde con un saco hecho de hojas de palmera, de la que sacó raíces, bayas, frutos secos y pescado fresco. Se pasó el resto del día asando, ahumando y salando la comida, y envolviéndola en hierba seca y hojas.
—¿Vamos a alguna parte? —preguntó Tom.
—Sí.
—¿Adonde?
—Hablamos después —dijo Borabay.
Philip salió cojeando de su cabaña, con los pies todavía vendados, la pipa de brezo en la boca.
—Una tarde espléndida —dijo. Se acercó al fuego y se sentó. Se sirvió una taza de la infusión que Borabay había hecho y dijo—: Ese indio debería salir en la cubierta de
National Geographic.
Vernon se unió a ellos, acomodándose en el tronco inestable.
—¡Vernon, come! —Borabay le llenó inmediatamente un bol de guiso y se lo ofreció.
Vernon lo cogió con manos temblorosas, murmuró un gracias.
—Bienvenido al reino de los vivos —dijo Philip.
Vernon se secó la frente y no dijo nada. Estaba pálido y delgado. Se llevó otra cucharada a la boca.
—Bueno, aquí estamos —dijo Philip—. Mis tres hijos.
En la voz de Philip había de pronto una nota sarcástica que Tom percibió con intranquilidad. Un tronco crepitó en el fuego.
—Y en qué lío nos hemos metido —dijo Philip—. Gracias a nuestro querido padre. —Alzó su copa en un brindis burlón—. Por ti, querido padre. —Apuró su infusión.
Tom lo miró con más detenimiento. Se había recuperado asombrosamente bien. Sus ojos por fin brillaban…, brillaban de cólera.
Philip miró alrededor.
—¿Ahora qué, hermanos míos?
Vernon se encogió de hombros. Tenía la cara pálida, chupada, con profundas ojeras. Se llevó otra cucharada a la boca.
—¿Regresamos con el rabo entre las piernas y dejamos que el tal Hauser se quede con los Lippi, los Braque, los Monet y todo lo demás? —Hizo una pausa—. ¿O subimos a la Sierra Azul y acabamos tal vez con las entrañas colgadas de los matorrales? —Encendió de nuevo su pipa—. Estas son las opciones que tenemos.
Nadie respondió mientras Philip los miraba fijamente uno a uno.
—¿Y bien? —dijo—. Lo pregunto en serio: ¿vamos a dejar que ese Cortés corpulento venga aquí tan campante y nos arrebate nuestra herencia?
Vernon levantó la vista. Todavía tenía la cara demacrada de la enfermedad y su voz sonó débil.
—Responde tú la pregunta. Tú fuiste quien trajo aquí a Hauser.
Philip se volvió hacia Vernon con una expresión glacial.
—Creía que había pasado la hora de las recriminaciones.
—Por lo que a mí se refiere, acaba de empezar.
—Este no es el lugar ni el momento —dijo Tom.
Vernon se volvió hacia Tom.
—Philip trajo a ese psicópata hasta aquí y debe responder por ello.
—Lo hice de buena fe. No tenía ni idea de que ese Hauser se convertiría en un monstruo. Y ya he pagado por ello, Vernon. Mírame.
Vernon sacudió la cabeza.
—El verdadero culpable aquí —continuó Philip—, ya que nadie más parece inclinado a reconocerlo, es padre. ¿Ninguno de los presentes está un poco enfadado con él por lo que nos ha hecho? Por poco nos mata.
—Quiso desafiarnos —dijo Tom.
—Espero que no lo estés defendiendo.
—Trato de comprenderlo.
—Yo le comprendo muy bien. Este estúpido juego de Tom Raider solo es un desafío más de una larga lista. ¿Recuerdas los profesores de deporte, los instructores de esquí, las lecciones de historia de arte y las clases de equitación, música y ajedrez, las exhortaciones, los discursos y las amenazas? ¿Recuerdas el día de las notas? Cree que somos unos fracasados, Tom. Siempre lo ha creído. Y puede que sea verdad. Mírame, con treinta y siete años y todavía profesor adjunto en Gobshite Júnior College…, y tú, curando caballos indios en Hayseed, Utah…, y Vernon, en la flor de la vida salmodiando con su gurú swami. Somos unos fracasados. —Soltó una áspera carcajada.
Borabay se levantó. Fue un acto sencillo, pero lo hizo con tal parsimonia que los hizo callar.
—Esta conversación no es buena.
—Esto no tiene nada que ver contigo, Borabay —dijo Philip.
—Basta de conversación mala.
Philip lo ignoró y se dirigió a Tom.
—Padre podría habernos dejado su dinero como cualquier otra persona normal. O podría haberlo regalado. De acuerdo. Eso podría haberlo aceptado. Era su dinero. Pero no, tuvo que concebir un plan con el que
torturarnos.
Borabay lo miró furioso.
—Calla, hermano.
Philip se volvió contra él.
—Me da igual si nos salvaste la vida, no te metas en nuestros asuntos familiares. —Se le marcó una vena en la frente; Tom pocas veces lo había visto tan furioso.
—Escúchame, hermanito, o te doy patada en el culo —dijo Borabay desafiante, irguiéndose el metro y medio que era, con los puños cerrados.
Hubo una breve pausa, luego Philip se echó a reír sacudiendo la cabeza. Relajó el cuerpo.
—¿De qué va este tío?
—Todos estamos un poco estresados —dijo Tom—. Pero Borabay tiene razón. Este no es lugar para discutir.
—Esta noche hablamos —dijo Borabay—, muy importante.
—¿Sobre qué? —preguntó Philip.
Borabay se volvió hacia la cazuela y empezó a revolver, su rostro pintado impenetrable.
—Ya veréis.
Lewis Skiba se recostó en el sillón de cuero de su estudio revestido de paneles y buscó el editorial del
Journal.
Trató de leer, pero los lejanos aullidos y gimoteos de los ejercicios de trompeta de su hijo le impedían concentrarse. Habían transcurrido casi dos semanas desde la última llamada de Hauser. Era evidente que ese hombre estaba jugando con él, manteniéndolo en suspense. ¿O había ocurrido algo? ¿Lo había… hecho?
Clavó los ojos en el editorial en un intento de sofocar la oleada de autoacusación, pero las palabras se arremolinaban en su cabeza sin que trascendiera su significado. El interior selvático de Honduras era un lugar peligroso. Era bastante posible que Hauser hubiera metido la pata en alguna parte, cometido un error, calculado algo mal, contraído una fiebre… Le podían haber sucedido un montón de cosas. El hecho era que había desaparecido. Dos semanas era mucho tiempo. Tal vez había tratado de matar a los Broadbent y estos habían resultado ser demasiado buenos para él y lo habían matado.
Esperaba contra toda esperanza que fuera eso lo que había ocurrido. ¿Había dicho realmente a Hauser que los matara? ¿En qué había estado pensando? Soltó un gemido sin querer. Ojalá Hauser estuviera muerto. Skiba sabía ahora, demasiado tarde, que prefería perderlo todo antes de ser culpable de asesinato. Era un asesino. Lo había dicho: «Mátalos». Se preguntó por qué había insistido tanto Hauser en que lo dijera. Dios mío. ¿Cómo era posible que él, Lewis Skiba, estrella de rugby en el instituto, licenciado en Stanford y en Wharton, becado Fullbright, director general de una de las quinientas empresas con más beneficios de Estados Unidos, cómo era posible que hubiera permitido que un delincuente de poliéster barato lo acorralara, intimidara y dominara? Skiba siempre se había considerado un hombre de peso intelectual y moral, un hombre ético, un buen hombre. Era un buen padre. No engañaba a su mujer. Iba a la iglesia. Asistía a las juntas y daba una buena parte de sus ganancias a sociedades benéficas. Y sin embargo un sabueso de tres al cuarto que se peinaba el pelo hacia delante para disimular su calva había logrado de algún modo llevarle la delantera, arrancarle la máscara y mostrarle lo que era en realidad. Eso era lo que nunca olvidaría ni perdonaría Skiba. Ni a sí mismo ni a Hauser.
Evocó una vez más los veranos de su infancia en el lago, la casa de madera, el embarcadero torcido que se hundía en el agua estancada, el olor a humo de madera y pino. Si pudiera dar marcha atrás, volver a uno de esos largos veranos y empezar una nueva vida. Cuánto daría por tener de nuevo todo eso.
Con un gemido angustiado se obligó a apartar de la mente esos pensamientos y bebió un sorbo del vaso de whisky que tenía a su lado. Todo había quedado atrás. Tenía que dejar de pensar en ello. Lo hecho, hecho estaba. No era posible dar marcha atrás. Conseguirían el códice, tal vez habría un nuevo comienzo para Lampe y nadie se enteraría nunca. O Hauser moriría y no conseguirían el códice, pero tampoco se enteraría nadie. Nadie lo sabría. Podría vivir con ello.
Tenía
que hacerlo. Pero
él
lo sabría. Sabría que era un hombre capaz de asesinar.
Furioso, sacudió el periódico y empezó a leer el editorial de nuevo.
En ese momento sonó el teléfono. Era el teléfono de la compañía, la línea de seguridad. Dobló el periódico, se acercó y contestó.
Oyó una voz hablar desde un lugar muy lejano, y sin embargo tan clara como un timbre.
« ¡Hazlo! ¡Mátalos, maldita sea! ¡Mata a los Broadbent!»
Skiba sintió como si lo hubieran golpeado. Se le vaciaron los pulmones de golpe; no podía respirar. Hubo un siseo y luego la voz repitió, como un fantasma del pasado:
« ¡Hazlo! ¡Mátalos, maldita sea! ¡Mata a los Broadbent!»
A continuación se oyó la voz de Hauser, el codificador de voz de nuevo en marcha.
—¿Has oído eso, Skiba?
Skiba tragó saliva, jadeó, trató de hacer trabajar a los pulmones.
—¿Hola?
—No vuelva a llamarme a casa —logró decir Skiba con voz ronca.
—Nunca me lo ha dicho.
—¿Cómo ha conseguido mi número?
—Soy detective privado, ¿recuerda?
Skiba tragó saliva. Era inútil responder. Ahora sabía por qué Hauser había insistido tanto en que lo dijera. Le había tendido una trampa.
—Ya hemos llegado. Estamos en la Ciudad Blanca.
Skiba esperó.
—Sabemos que es aquí donde fue Broadbent. Hizo que un puñado de indios lo enterraran aquí arriba en una tumba que él había saqueado hace cuarenta años. Probablemente la misma tumba donde encontró el códice. ¿No es una ironía? Estamos aquí ahora, en la ciudad perdida, y todo lo que tenemos que hacer es encontrar la tumba.