Skiba oyó un golpe amortiguado, tan distorsionado por el codificador de voz que sonó como un grito prolongado. Hauser debía de haber desconectado el codificador de voz en ese preciso momento para grabar sus palabras con su propia voz. No habría modo de evitar pagar a Hauser sus cincuenta millones. Al contrario, tenía el presentimiento de que pagaría más, mucho más… el resto de su vida. Hauser lo tenía cogido. Qué maldito estúpido había sido, dejándose manipular a cada paso. Inconcebible.
—¿Ha oído eso? Es el bonito ruido de la dinamita. Mis hombres están volando una pirámide. Por desgracia la Ciudad Blanca es grande y está cubierta de vegetación, y Max podría estar enterrado en cualquier parte. De todos modos, le llamo para decirle que ha habido un cambio. Cuando encontremos la tumba y el códice, nos dirigiremos al oeste a través de las montañas, cruzando El Salvador hasta el Pacífico. A pie y luego por el río. Nos llevará un poco más de tiempo. Tendrá el códice dentro de un mes.
—Usted dijo…
—Sí, sí. Tenía previsto enviar el códice en helicóptero a San Pedro Sula. Pero ahora tenemos a un par de soldados hondureños muertos de los que responder. Y nunca se sabe cuándo un general fanfarrón va a expropiarte tus posesiones porque las considera patrimonio nacional. Los únicos helicópteros que tenemos pertenecen a los militares, y para salir volando de aquí tienes que cruzar el espacio aéreo militar. De modo que seguiremos hacia el oeste en una dirección inesperada, tranquila y discretamente. Confíe en mí, es lo mejor.
Skiba volvió a tragar saliva. ¿Soldados muertos? Le ponía enfermo hablar con Hauser. Quería preguntarle si lo había hecho, pero no se vio con fuerzas de pronunciar las palabras.
—En caso de que se lo esté preguntando, no he cumplido su orden. Los tres hijos de Broadbent siguen vivos. Cabrones tenaces. Pero no la he olvidado. Le prometo que lo haré.
Su orden. Volvía a formarse un nudo en la garganta de Skiba. Tragó saliva, solo para atragantarse con ella. Seguían vivos.
—He cambiado de opinión.
—¿Cómo dice?
—No lo haga.
—¿Que no haga qué?
—No los mate.
Se oyó una risita.
—Es demasiado tarde para eso.
—Por el amor de Dios, Hauser, no lo haga; le ordeno que no los mate, podemos buscar otra solución.
Pero la comunicación se había cortado. Oyó un ruido y se volvió, con la cara cubierta de sudor. En el umbral estaba su hijo con un pijama con bolsas en la rodilla, el pelo rubio en punta, la trompeta en una mano.
—¿Que no maten a quién, papá?
Esa noche Borabay sirvió una cena de tres platos: para empezar una sopa de pescado y verdura, seguida de filetes asados y un revoltillo de diminutos huevos hervidos con pajarillos dentro, y, de postre, una compota de fruta. Los instó a repetir una y otra vez, obligándolos a comer casi hasta sentirse enfermos. Cuando terminaron el último plato, sacaron las pipas para ahuyentar los insectos nocturnos. Era una noche despejada y por detrás de la oscura silueta de la Sierra Azul se elevaba una luna casi llena. Estaban sentados en un semicírculo alrededor del fuego, los tres hermanos y Sally; todos fumando en silencio, esperando a que Borabay hablara. El indio fumó un rato, luego dejó la pipa y miró alrededor. Sus ojos, brillantes a la luz del fuego, se clavaron en cada una de sus caras, por turnos. Habían empezado a croar las ranas nocturnas, mezclándose con los ruidos de la noche más misteriosos: aullidos, ululatos, tambores, chillidos.
—Aquí estamos, hermanos —dijo Borabay, e hizo una pausa—. Yo comienzo historia desde el principio, hace cuarenta años, un año antes que yo nazco. Ese año hombre blanco viene solo subiendo río y cruzando montañas. Llega a pueblo tara casi muerto. El primer hombre blanco que alguien ve. Llevan a hombre a cabaña, dan de comer, devuelven la vida. El hombre vive con gente tara, aprende idioma. Ellos preguntan por qué viene. Él dice busca Ciudad Blanca, que nosotros llamamos Sukia Tara. Es ciudad de nuestros antepasados. Ahora nosotros enterramos muertos allí. Ellos llevan a hombre a Sukia Tara. No saben él quiere robar Sukia Tara.
»Ese hombre pronto toma mujer tara por esposa.
—Me lo imagino —dijo Philip con una risa sarcástica—. Padre nunca dejaba pasar una oportunidad.
Borabay lo miró fijamente.
—¿Quién está contando historia, hermano, tú o yo?
—Vale, vale, continúa. —Philip hizo un ademán.
—Este hombre, digo, toma mujer tara por esposa. Esa mujer es mi madre.
—¿Se casó con tu madre? —dijo Tom.
—Por supuesto que se casa con mi madre —dijo Borabay—. ¿Cómo si no somos hermanos, hermano?
Tom se quedó sin habla cuando asimiló el significado de las palabras. Se quedó mirando a Borabay, mirándolo realmente por primera vez. Abarcó con la mirada la cara pintada, los tatuajes, los dientes afilados, los discos en las orejas…, pero también los ojos verdes, la frente alta, el gesto obstinado de sus labios, los pómulos hermosamente marcados.
—Dios mío —dijo jadeando.
—¿Qué? —preguntó Vernon—. ¿Qué pasa, Tom?
Tom miró a Philip y vio que estaba igualmente estupefacto. Philip se levantó despacio, mirando a Borabay.
—Luego, después que padre se casa con mi madre, mi madre tiene a mí. Mi nombre Borabay, como padre.
—Borabay —murmuró Philip, luego añadió—: Broadbent.
Hubo un largo silencio.
—¿No lo entendéis? Borabay, Broadbent…, son el mismo nombre.
—¿Quieres decir que él es hermano nuestro? —preguntó Vernon fuera de sí, comprendiéndolo por fin.
Nadie respondió. Philip, de pie, dio un paso hacia Borabay y se inclinó para examinarlo de cerca, como si fuera una especie de bicho raro. Borabay cambió de postura, se sacó la pipa de los labios y soltó una risa nerviosa.
—¿Qué ves, hermano? ¿Fantasma?
—En cierto modo, sí. —Alargó una mano y le tocó la cara.
Borabay permaneció sentado con calma, sin moverse.
—Dios mío —susurró Philip—.
Eres
nuestro hermano. Eres mi hermano mayor. Santo cielo, yo no fui el primero. Soy el hijo segundo y nunca lo he sabido.
—¡Es lo que digo! Todos hermanos. ¿Qué crees que quiero decir con «hermano»? ¿Crees que bromeo?
—No pensamos que lo decías literalmente —dijo Tom.
—¿Por qué crees que yo salvo vuestras vidas?
—No lo sabíamos. Parecías un santo.
Borabay rió.
—¿Yo, santo? ¡Muy gracioso, hermano! Todos nosotros hermanos. Todos el mismo padre,
masseral
Borabay. Tú Borabay, yo Borabay, todos Borabay. —Se golpeó el pecho.
—Broadbent. El nombre es Broadbent —corrigió Philip.
—Borabeyn. Yo no hablo bien. Vosotros entendéis. Yo Borabay tanto tiempo que sigo Borabay.
La risa de Sally se elevó de pronto hacia el cielo. Se había puesto de pie y caminaba alrededor de la hoguera.
—¡Como si no tuviéramos suficientes Broadbent aquí! ¡Ahora hay otro! ¡Cuatro! ¿Está preparado el mundo?
Vernon, el último en comprender, fue el primero en recuperarse. Se levantó y se acercó a Borabay.
—Es un placer tenerte como hermano —dijo, y dio a Borabay un abrazo. Borabay pareció un poco sorprendido y luego dio a Vernon otros dos abrazos, al estilo indio.
A continuación Vernon se hizo a un lado mientras Tom se acercaba y le tendía la mano. Borabay la miró confundido.
—¿Qué problema tienes con mano, hermano?
Es mi hermano y no sabe ni dar un apretón de manos, pensó Tom. Con una sonrisa abrazó a Borabay, y el indio respondió con sus abrazos rituales. Tom retrocedió, mirando a su hermano a la cara, y de pronto se vio a sí mismo en esa cara. A sí mismo, a su padre, a sus hermanos.
Lo siguió Philip, quien le tendió una mano.
—Borabay, no soy muy dado a los abrazos y los besos. Lo que hacemos los
gringos
es estrecharnos la mano. Te enseñaré. Alarga una mano.
Borabay así lo hizo. Philip la cogió y le dio un fuerte apretón. El brazo de Borabay se sacudió, y cuando Philip le soltó la mano, Borabay la retiró y la examinó para comprobar si había desperfectos.
—Bueno, Borabay —dijo Philip—, bienvenido al club. El club de los hijos jodidos de Maxwell Broadbent. La lista de socios aumenta a diario.
—¿Qué quiere decir eso, club de jodidos?
Philip le restó importancia con un ademán.
—No importa.
Sally también abrazó a Borabay.
—Yo no soy Broadbent —dijo con otra sonrisa—, gracias a Dios.
Se sentaron de nuevo alrededor del fuego y se produjo un silencio incómodo.
—Menuda reunión familiar —dijo Philip sacudiendo la cabeza asombrado—. Nuestro querido padre, lleno de sorpresas aun después de muerto.
—Pero eso es lo que quiero decir —dijo Borabay—. Padre
no
muerto.
Se había hecho de noche, pero no cambió nada en las profundidades de la tumba donde durante un millar de años no había llegado la luz. Marcus Hauser se acercó al destrozado dintel del fondo e inhaló el frío polvo de siglos. Por extraño que pareciera era un olor a limpio, fresco, sin rastro de descomposición o putrefacción. Apuntó el intenso haz halógeno alrededor, haciendo destellar el oro y el jade esparcidos y mezclados con huesos marrones y polvo. En una plataforma funeraria de piedra con jeroglíficos tallados yacía el esqueleto, que en otro tiempo había estado suntuosamente engalanado.
Se acercó y cogió un anillo de oro, sacudiendo el hueso del dedo que seguía rodeando. Era magnífico, con un trozo de jade tallado en forma de cabeza de jaguar. Se lo guardó en el bolsillo y examinó los otros objetos dejados en el cuerpo: un collar de oro, unos pendientes de jade, otro anillo. Se guardó los objetos de oro y jade más pequeños mientras daba la vuelta despacio por la cámara funeraria.
En el otro extremo de la plataforma estaba el cráneo. En algún momento en el transcurso de los siglos la mandíbula se había aflojado y caído, dando a la calavera una expresión de perplejidad, como si no pudiera creer del todo que estaba muerta. Casi toda la carne había desaparecido, pero de la parte superior del cráneo caía suelta una maraña de pelo trenzado. Se agachó para recoger el cráneo. La mandíbula se abrió, pendida de hilos de cartílago disecados. Los dientes delanteros estaban afilados.
«Ah, pobre Yorick.»
Iluminó con la linterna las paredes. En ellas había pintados unos frescos, oscurecidos por la cal y el moho. En una esquina había vasijas llenas de polvo, amontonadas unas sobre otras y rotas durante algún terremoto antiguo. Unas raíces pequeñas habían penetrado el techo y colgaban enmarañadas en el aire viciado.
Se volvió hacia el teniente.
—¿Es la única tumba que hay aquí dentro? —preguntó.
—En este lado de la pirámide. Todavía tenemos que explorar el otro lado. Si es simétrica es posible que haya otra como esta.
Hauser sacudió la cabeza. No encontraría a Max en esa pirámide. Era demasiado obvio. Se había enterrado como el faraón Tut, en un lugar poco evidente. Así era como actuaría Max.
—
Teniente,
reúna a los hombres. Quiero hablar con ellos. Vamos a registrar esta ciudad de este a oeste.
—Sí, señor.
Hauser se encontró a sí mismo con el cráneo todavía en las manos. Le echó un último vistazo y lo tiró a un lado. Aterrizó con un ruido hueco en el suelo de piedra, haciéndose añicos como si hubiera sido de yeso. La mandíbula inferior rodó, dando unas cuantas vueltas frenéticas antes de descansar en el polvo.
Un registro brutal de la ciudad con dinamita, templo por templo. Hauser sacudió la cabeza. Deseó que regresara el hombre que había enviado a averiguar la situación de los Broadbent. Había una forma mejor de hacer eso, una forma mucho mejor.
—¿Padre sigue
vivo
? —gritó Philip.
—Sí.
—¿Quieres decir que aún no lo han enterrado?
—Primero termino la historia, por favor. Después de que padre vive con gente tara un año, mi madre tiene a mí. Pero padre habla de la Ciudad Blanca, sube allí unos días, tal vez semanas seguidas. Jefe dice que está prohibido, pero padre no escucha. Él excava en busca de oro. Luego encuentra lugar de tumbas, abre tumba de antiguo rey tara y roba. Con ayuda de hombres taras malos escapa río abajo con tesoro y desaparece.
—Dejando a tu madre descalza con un bebé —dijo Philip con sarcasmo—, exactamente como hizo con sus otras mujeres.
Borabay se volvió y miró a Philip.
—Yo cuento historia, hermano. ¡Tú y tu lengua descansad un rato!
Tom tuvo estupefacto una sensación de
déjà vu.
«Tú y tu lengua descansad un rato» era un maxwellismo puro, una de las expresiones favoritas de su padre, y había salido de la boca de ese estrafalario indio medio desnudo, con los lóbulos de la oreja agrandados y cubierto de tatuajes. La cabeza le dio vueltas. Había ido hasta los confines de la tierra ¿y qué había encontrado? Un hermano.
—Yo no vuelvo a ver a padre… hasta ahora. Madre muere hace dos años. Luego, hace poco, padre vuelve. Gran sorpresa. Yo muy contento de conocerlo. Él dice que está muriendo. Pide perdón. Dice trae de vuelta el tesoro robado al pueblo tara. A cambio quiere enterrarse en tumba de rey tara con tesoro del hombre blanco. Habla con Cah, jefe tara. Cah dice sí, nosotros te enterramos en tumba. Tú vuelve con tesoro y nosotros te enterramos en tumba como rey antiguo. De modo que padre marcha y vuelve más adelante con muchas cajas. Cah envía hombres a costa para subir tesoro.
—¿Se acordaba padre de ti? —preguntó Tom.
—Oh, sí. El muy contento. Vamos juntos a pescar.
—¿En serio? —dijo Philip, irritado—. ¿A pescar? ¿Y quién pescó el pez más grande?
—Yo —dijo Borabay orgulloso—. Con lanza.
—Bravo.
—Philip… —empezó a decir Tom.
—Si padre hubiera pasado más tiempo con Borabay —dijo Philip—, habría acabado odiándolo como nos odia a nosotros.
—Philip, sabes que padre no nos odiaba —dijo Tom.
—He estado a punto de morir aquí. He sido torturado. ¿Sabes qué se siente al saber que te vas a morir? Esto es lo que me ha dejado padre en herencia. Y ahora de pronto tenemos como hermano mayor a este indio pintado que va a pescar con padre mientras nosotros nos morimos en la selva.
—¿Terminas de estar enfadado, hermano? —dijo Borabay.
—Nunca terminaré de estar enfadado.
—Padre también hombre enfadado.