Otro trago.
—Déme otro día para pensar en ello.
—No puedo. Las cosas han llegado a un punto crítico. ¿Recuerda lo que dije de detenerlos antes de llegar a las montañas? Lewis, solo para tranquilizarle, ni siquiera voy a hacerlo yo. Tengo conmigo unos soldados hondureños, unos renegados, y apenas puedo controlarlos. Estos tipos están locos, son capaces de cualquier cosa. Estas cosas pasan continuamente aquí. Eh, si me diera media vuelta, estos soldados los matarían de todos modos. ¿Qué hago, Lewis? ¿Me deshago de ellos y le traigo el códice? ¿O doy media vuelta y me olvido de él? Tengo que irme. ¿Qué responde?
—¡Hágalo!
Hubo un zumbido de estática.
—Dígame, Lewis. Dígame qué es lo que quiere que haga.
—¡Hágalo! ¡Mátelos, maldita sea! ¡Mate a los Broadbent!
Dos días y medio después del ataque de la serpiente, mientras avanzaban con la pértiga por otro ramal interminable, Tom vio una luminosidad en el pantano, rayos de sol que se filtraban a través de los árboles, y con sorprendente brusquedad las dos canoas salieron del pantano Meambar. Fue como adentrarse en un mundo nuevo. Se encontraban en la orilla de un lago enorme de agua tan negra como la tinta. El sol de media tarde se abría paso entre las nubes, y Tom sintió una oleada de alivio al ver que por fin estaban al aire libre, fuera de la verde prisión del pantano. Una brisa fresca se llevó a toda prisa las moscas negras. Tom vio colinas azules en la otra orilla, y más allá de ellas, una difusa hilera de montañas que alcanzaban las nubes.
Don Alfonso se levantó en la proa de la canoa y extendió los brazos, con su pipa de mazorca en su puño arrugado, con todo el aspecto de un espantapájaros andrajoso.
—¡La Laguna Negra! —gritó—. ¡Hemos conseguido cruzar el pantano Meambar! ¡Yo, don Alfonso Boswas, les he guiado bien!
Chori y Pingo bajaron los motores al agua y los arrancaron, y las canoas se dirigieron hacia el otro extremo del lago. Tom se recostó contra el montón de provisiones y disfrutó del agradable aire que corría mientras su mono, Mamón Peludo, salía de su bolsillo y trepaba hasta su cabeza, con los ojos cerrados, chasqueando la lengua y parloteando satisfecho. Tom casi había olvidado la sensación de la brisa en la piel.
Acamparon en una playa de arena del otro lado de la laguna. Chon y Pingo salieron a cazar y volvieron una hora después con un ciervo destripado y descuartizado, los trozos sangrientos envueltos en hojas de palmera.
—¡Estupendo! —exclamó don Alfonso—. Tomás, esta noche comeremos costillas de ciervo y ahumaremos el resto para nuestro viaje por tierra.
Don Alfonso asó las chuletas de lomo sobre una hoguera mientras Pingo y Chon construían una parrilla para ahumar la carne sobre una segunda hoguera cercana. Tom observó con interés cómo cortaban con destreza largos trozos de carne con los machetes y los arrojaban a la parrilla, y cómo echaban madera húmeda al fuego, levantando olorosas nubes de humo.
Las costillas enseguida estuvieron listas y don Alfonso las sirvió. Mientras comían, Tom hizo la pregunta que había querido hacer.
—Don Alfonso, ¿adonde vamos ahora?
Don Alfonso arrojó un hueso a la oscuridad a sus espaldas.
—En la Laguna Negra desembocan cinco ríos. Debemos encontrar el que siguió su padre.
—¿Dónde nacen?
—En las cordilleras del interior. Algunos en la Cordillera Entre Ríos, otros en la Sierra Patuca y otros en la Sierra de las Neblinas. El río más largo es el Macaturi y nace en la Sierra Azul, que está a medio camino del océano Pacífico.
—¿Son navegables?
—Dicen que las partes más bajas lo son.
—¿Dicen? —preguntó Tom—. ¿No ha estado en ellas?
—Nadie de mi pueblo ha estado en ellas. Esa región es muy peligrosa.
—¿En qué sentido? —preguntó Sally.
—Los animales no tienen miedo de la gente. Hay terremotos, volcanes y malos espíritus. Hay una ciudad de demonios de la que nadie regresa.
—¿Una ciudad de demonios? —preguntó Vernon, repentinamente interesado.
—Sí. La Ciudad Blanca.
—¿Qué clase de ciudad es?
—La construyeron los dioses hace mucho tiempo y se encuentra en ruinas.
Vernon mordisqueó un hueso y lo arrojó al fuego.
—Esa es la respuesta —dijo con toda naturalidad.
—¿La respuesta a qué?
—Allí es donde fue padre.
Tom lo miró fijamente.
—Eso es mucho decir. ¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Pero es la clase de lugar adonde iría padre. Le encantaría una historia así. Seguro que la comprobaría. Y estas historias a menudo están basadas en la realidad. Apuesto a que encontró allí una ciudad perdida, grandes ruinas viejas.
—Pero se supone que en estas montañas no hay ruinas.
—¿Quién lo dice? —Vernon cogió otra costilla asada de las frondas de palmera y la comió con apetito.
Tom recordó a Derek Dunn de cara roja y su alegre afirmación de que las anacondas no mataban a la gente. Se volvió hacia don Alfonso.
—¿Todo el mundo conoce la existencia de esa Ciudad Blanca?
Don Alfonso asintió despacio, su cara contraída en una máscara de arrugas.
—Se habla de ella.
—¿Dónde está?
Don Alfonso sacudió la cabeza.
—No tiene una situación fija, sino que se mueve por las cumbres más altas de la Sierra Azul, que no cesan de cambiar y ocultarse en las brumas de la montaña.
—Entonces es un mito. —Tom miró a Vernon.
—Oh, no, Tomás, existe de verdad. Dicen que solo se puede acceder a ella cruzando un cañón sin fondo. Los que resbalan y caen se mueren del susto, y sus cuerpos siguen cayendo hasta que se convierten en huesos, y los huesos siguen cayendo hasta que se desintegran. Al final no queda nada más que una nube de polvo de huesos que caerá en la oscuridad durante toda la eternidad.
Don Alfonso puso un leño en el fuego. Tom observó cómo se elevaba humo de él y a continuación prendía, y cómo las llamas devoraban los lados. La Ciudad Blanca.
—No existe ninguna ciudad perdida en la actualidad —dijo Tom.
—En esto te equivocas —dijo Sally—. Hay montones, tal vez hasta cientos de ellas, en lugares como Camboya, Birmania, el desierto de Gobi…, y sobre todo aquí, en Centroamérica. Como el Yacimiento Q.
—¿El Yacimiento Q?
—Hace treinta años que tiene lugar el saqueo del Yacimiento Q y ha vuelto locos a los arqueólogos. Saben que debe de tratarse de una gran ciudad maya, probablemente en alguna parte de las tierras bajas guatemaltecas, pero no logran dar con ella. Mientras tanto los saqueadores la están desmontando piedra por piedra y vendiéndola en el mercado negro.
—Padre frecuentaba los bares —dijo Vernon—, invitaba a rondas a indios, leñadores, buscadores de oro y escuchaba los rumores sobre las ruinas y las ciudades perdidas. Hasta aprendió un poco el lenguaje de los indios. ¿Recuerdas, Tom, cómo se ponía a hablarlo en las fiestas?
—Siempre pensé que se lo inventaba.
—Mira —dijo Vernon—, piensa en ello. Padre no construiría una tumba desde cero para enterrarse en ella. Sencillamente volvería a utilizar una de las tumbas que saqueó hace mucho tiempo.
Nadie habló durante unos momentos, luego Tom dijo:
—Vernon, eso es brillante.
—Y consiguió que los indios de aquí lo ayudaran.
El fuego crepitó. Se hizo un silencio absoluto.
—Pero padre nunca mencionó una Ciudad Blanca —dijo Tom.
Vernon sonrió.
—Precisamente. ¿Sabes por qué nunca la mencionó? Porque es allí donde hizo su gran hallazgo, el que lo inició en su profesión. Llegó allí sin blanca, y volvió con un barco lleno de tesoros con los que montó su negocio de galerista.
—Tiene sentido.
—Ya lo creo que lo tiene. ¡Apuesto lo que quieras a que es allí donde regresó para que lo enterraran! Es un plan perfecto. Debe de haber unas cuantas tumbas ya construidas en la llamada Ciudad Blanca. Padre sabía dónde estaban porque él mismo las había saqueado. Todo lo que tenía que hacer era volver e instalarse en una de ellas, con ayuda de los indios de la región. Esta Ciudad Blanca existe, Tom.
—Estoy convencida —dijo Sally.
—Hasta sé cómo compró padre la ayuda de los indios —dijo Vernon con una sonrisa cada vez mayor.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas esos recibos que encontró el policía de Santa Fe en la casa de padre de todos esos buenos utensilios de cocina franceses y alemanes que encargó antes de marcharse? Así es como pagó a los indígenas: con cazuelas.
Don Alfonso carraspeó ruidosamente y con ostentación. Cuando tuvo la atención de todos, dijo:
—Toda esta conversación es una tontería.
—¿Por qué?
—Porque nadie puede ir a la Ciudad Blanca. Es imposible que su padre la encontrara. Aunque lo hiciera, está habitada por demonios que lo matarían y le robarían el alma. Hay vientos que lo harían retroceder, hay brumas que confundirían sus ojos y su mente, hay un manantial de agua que le borraría la memoria. —Sacudió la cabeza con vigor—. No, es imposible.
—¿Qué río te lleva a ella?
Don Alfonso frunció el entrecejo. Sus ojos grandes detrás de las gafas sucias tenían una expresión muy desdichada.
—¿Por qué quiere saber esa información inútil? Le estoy diciendo que es imposible.
—No es imposible y allí es donde vamos.
Don Alfonso miró a Tom con fijeza un largo minuto. Luego suspiró y dijo:
—El Macaturi lo llevará parte del camino, pero no podrá continuar más allá de las Cascadas. La Sierra Azul está a muchos días de las Cascadas, más allá de las montañas y de valles y más montañas. Es un viaje imposible. Su padre no puede haberlo hecho.
—Don Alfonso, usted no conoce a nuestro padre.
Don Alfonso se llenó la pipa, sus ojos afligidos clavados en el fuego. Sudaba. Le temblaba la mano con que sostenía la pipa.
—Mañana —dijo Tom— seguiremos el Macaturi y nos dirigiremos a la Sierra Azul.
Don Alfonso siguió mirando fijamente el fuego.
—¿Vendrá con nosotros, don Alfonso?
—Mi destino es acompañarlo, Tomás —susurró—. Por supuesto, todos moriremos antes de llegar a la Sierra Azul. Yo soy un hombre viejo y estoy preparado para morir y reunirme con san Pedro. Pero será triste ver morir a Chori y Pingo, y a Vernon, y a la
curandera,
que es tan guapa que tiene muchos años por delante para hacer el amor. Y será triste verlo morir a usted, Tomás, porque ahora es mi amigo.
Tom no podía conciliar el sueño pensando en la Ciudad Blanca. Vernon tenía razón. Todo encajaba a la perfección. Era tan obvio que se preguntaba cómo no se le había ocurrido antes.
Mientras daba vueltas en la hamaca, Mamón Peludo gritó irritado, y finalmente se subió al palo de la hamaca y se durmió en las varillas sobre la cabeza de Tom. Hacia las cuatro de la madrugada Tom se rindió. Se levantó, encendió un fuego sobre las cenizas apagadas y puso a hervir un cazo. Mamón Peludo bajó, todavía enfadado, se metió en su bolsillo y ladeó la cabeza para que le rascara debajo de la barbilla. Don Alfonso también apareció, se sentó y aceptó una taza de café. Permanecieron sentados largo rato en la oscuridad de la selva antes de hablar.
—Hay algo que me he estado preguntando —dijo Tom—. Cuando nos fuimos de Pito Solo, usted dijo que nunca regresaría allí. ¿Por qué?
Don Alfonso bebió un sorbo de café, y en sus gafas se reflejó el resplandor del fuego.
—Tomasito, cuando llegue el momento, sabrás la respuesta a esta pregunta y muchas otras.
—¿Por qué emprendió este viaje?
—Había sido profetizado.
—No es una buena razón.
Don Alfonso se volvió hacia Tom.
—El destino no es una razón. Es una explicación. No hablemos más de esto.
El Macaturi era el río más ancho de los cinco que desembocaban en la Laguna Negra. Era más navegable que el Patuca, profundo y limpio, sin bancos de arena ni trampas ocultas. Mientras avanzaban con el motor el sol salió sobre las colinas lejanas, tiñéndolas de un dorado verdoso. Don Alfonso había ocupado su habitual trono sobre el montón de suministros, pero su estado de ánimo era distinto. Ya no ofrecía reflexiones filosóficas sobre la vida, ni hablaba de sexo, ni se quejaba de sus hijos desagradecidos, ni les decía los nombres de los pájaros y los animales. Se limitaba a fumar, mirando al frente con expresión preocupada.
Las dos embarcaciones continuaron avanzando en silencio río arriba durante varias horas. Al llegar a una curva, apareció un gran árbol que cruzaba el río de lado a lado, impidiéndoles pasar. Había caído hacía poco y seguía teniendo las hojas verdes.
—Qué extraño —murmuró don Alfonso. Llamó a Chori, y aminoraron la velocidad para dejar que la canoa de Pingo, que iba detrás, pasara por su lado y los adelantara. Vernon estaba en el centro de la canoa, apoyado contra el lateral, tomando el sol. Los saludó con la mano al pasar.
Pingo se dirigió hacia el otro extremo del río, donde el árbol caído era más delgado y más fácil, por lo tanto, de cortar.
De pronto don Alfonso se precipitó hacia la barra del timón y la llevó al máximo hacia la derecha. La canoa viró y escoró casi hasta el punto de volcarse.
—¡Agáchense! —gritó—. ¡Al suelo!
En ese mismo instante llegó de la selva una ráfaga de disparos de arma automática.
Tom se abalanzó sobre Sally y la tiró al suelo mientras las balas alcanzaban el costado de la canoa, arrojando astillas sobre ellos. Oyó cómo las balas barrían el agua que los rodeaba y los gritos de los que los atacaban. Volvió la cabeza y vio a don Alfonso acuclillado en la proa, con la mano todavía en la palanca del motor, dirigiendo la canoa a un terraplén que sobresalía para ponerla a cubierto.
Detrás de ellos se elevó un grito como de otro mundo. Habían alcanzado a alguien.
Tom siguió tumbado sobre Sally. No veía nada más que su mata de pelo rubio y el arañado suelo de madera debajo de ellos. En la otra canoa seguía oyéndose el grito, un gemido inhumano de terror y dolor. Es Vernon, pensó Tom. Lo han herido. Los disparos continuaron, pero esta vez parecieron pasar por encima de sus cabezas. La canoa rozaba el fondo una y otra vez, y la hélice chirriaba contra las rocas.
Los disparos y los gritos cesaron al mismo tiempo. El terraplén los protegía.
Don Alfonso se levantó tambaleante y miró hacia atrás. Tom lo oyó gritar algo en tawahka, pero no obtuvo respuesta.