Philip no respondió.
Hauser recordó que le había explicado que las esposas eran una poderosa arma psicológica para manejar a los soldados, una especie de calabozo portátil. Por supuesto, nunca las utilizaría.
—Ahora ya lo sabes —dijo—. Eran para ti.
—¿Por qué no me mata y acaba de una vez?
—Cada cosa a su tiempo. Uno no mata tan a la ligera al último de una familia.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Me encanta que me lo preguntes. En pocas palabras, me ocuparé de tus dos hermanos, que están detrás de nosotros en el pantano. Cuando se haya extinguido el último de los Broadbent, me haré con lo que es mío.
—Es usted un psicópata.
—Soy un ser humano racional que repara un gran agravio que una vez se cometió contra él, gracias.
—¿Cuál fue ese agravio?
—Tu padre y yo éramos socios. Él me privó de mi parte del botín desde su primer gran hallazgo.
—Eso fue hace cuarenta años.
—Lo que solo agrava el delito. Mientras yo bregaba durante cuarenta años para ganarme la vida, tu padre se rodeó de lujo.
Philip forcejeó, haciendo sonar sus cadenas.
—Es maravilloso ver cómo se han vuelto las tornas. Hace cuarenta años tu padre me arrebató una fortuna. Yo fui a un lugar encantador llamado Vietnam mientras él se hacía rico. Ahora yo voy a recuperarlo todo con creces. La ironía de ello es deliciosa. Y pensar que tú mismo me lo pusiste en bandeja de plata, Philip…
Philip no dijo nada.
Hauser volvió a aspirar. Le encantaba el calor y le encantaba el aire de la selva. En ningún lugar se sentía tan sano ni tan lleno de vida como en ella. Solo faltaba el débil olor a napalm. Se volvió hacia uno de los soldados.
—Ahora nos ocuparemos de Ocotal. Vamos, Philip, no te lo pierdas.
Las dos canoas ya estaban cargadas, y los soldados subieron a empujones a Ocotal y a Philip a una de ellas. Pusieron en marcha los motores y se internaron en el laberinto de charcos y ramales del otro extremo del lago. Hauser se quedó en la proa, vigilando.
—Por allí.
Las canoas siguieron avanzado hasta que llegaron a una charca de agua estancada que al bajar el nivel del agua se había separado del cauce principal. Las pirañas, sabía Hauser, se habían concentrado en ella al disminuir el agua. Hacía mucho que se habían comido toda la comida disponible y ahora se devoraban unas a otras. Pobre del animal que cometía el error de adentrarse en uno de esos charcos de agua estancada.
—Apaguen el motor. Tiren el ancla.
Los motores se apagaron con un chisporroteo y el silencio que siguió solo se vio interrumpido por el ruido de las dos anclas de piedra al caer al agua.
Hauser se volvió y miró a Ocotal. Iba a ser interesante.
—Levántenlo.
Los soldados pusieron a Ocotal de pie. Hauser dio un paso al frente y lo miró a la cara. El indio, vestido con camisa y pantalones cortos occidentales, estaba erguido y sereno. Sus ojos no revelaban miedo ni odio. Era un indio tawahka, pensó Hauser, había demostrado ser una de esas personas desafortunadas a las que les mueven las nociones anticuadas del honor y la lealtad. A Hauser no le gustaban esas personas. Eran inflexibles y poco de fiar. Max había resultado ser así.
—Bien, don Orlando —dijo Hauser, poniendo un énfasis irónico en el tratamiento—. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
El indio lo miró sin parpadear.
Hauser sacó su navaja.
—Sujétenlo bien.
Los soldados así lo hicieron. Tenía las manos atadas a la espalda y los pies sujetos con un nudo flojo.
Hauser abrió el pequeño cuchillo y afiló rápidamente la hoja con una piedra. La probó con el pulgar y sonrió. Luego alargó la mano hacia el pecho de Ocotal y le hizo un largo corte que traspasó la tela de la camisa hasta alcanzar la piel de debajo. No era un corte profundo, pero empezó a brotar sangre que dejó la tela caqui negra.
El indio no parpadeó.
Le hizo un segundo corte poco profundo en los hombros, y dos cortes más en los brazos y la espalda. El indio siguió sin revelar sus emociones. Hauser quedó impresionado. No había visto tanto aguante desde los tiempos en que interrogaban a los vietcong capturados.
—Esperaremos a que sangre un poco —dijo.
Esperaron. La camisa se oscureció de sangre. Un pájaro chilló en las profundidades de la selva.
—Tírenlo al agua.
Los tres soldados lo empujaron por la borda. Después del ruido al caer hubo un momento de calma, y a continuación el agua empezó a arremolinarse, despacio al principio, luego de forma más agitada, hasta que todo el charco borboteó. En el agua marrón se veían destellos plateados, como monedas dando vueltas, hasta que se elevó una nube roja que dejó el agua opaca. Salieron a la superficie trozos de tela caqui y pedazos de carne rosa que cabecearon en el agua agitada.
Continuó el borboteo unos cinco minutos enteros antes de que por fin cesara. Hauser se sintió satisfecho. Se volvió para ver la reacción de Philip y quedó complacido.
De hecho, muy complacido.
Durante tres días Tom y su grupo siguieron viajando a través del corazón del pantano a lo largo de una red de ramales que se comunicaban entre sí, acampando en islas de barro apenas un poco más altas que el nivel del agua, cocinando judías y arroz sobre fuegos humeantes de leña mojada porque Chori no conseguía cazar nada. A pesar de la lluvia incesante el agua había ido descendiendo, dejando a la vista troncos empapados que era preciso talar para continuar. Los acompañaba una permanente y maligna nube de moscas negras zumbantes.
—Creo que aceptaré esa pipa —dijo Sally—. Prefiero morir de cáncer que soportar esto.
Con una sonrisa de triunfo don Alfonso la sacó de su bolsillo.
—Ya verá cómo fumar le proporcionará una vida larga y feliz. Yo llevo fumando más de cien años.
Llegó de la selva un ruido profundo y resonante, como una tos humana pero más fuerte y más lenta.
—¿Qué es eso?
—Un jaguar. Y hambriento.
—Es asombroso cómo conoce la selva —observó Sally.
—Sí. —Don Alfonso suspiró—. Pero hoy día nadie quiere aprender nada de ella. A mis nietos y bisnietos lo único que les interesa es el fútbol y esas gruesas zapatillas blancas que te pudren los pies, las que tienen el pájaro a los lados y que hacen en esas fábricas de San Pedro Sula. —Señaló con una mueca los zapatos de Tom.
—¿Nikes?
—Sí. Cerca de San Pedro Sula hay pueblos enteros llenos de chicos a los que se les han podrido los pies y se les han caído a pedazos por llevarlas. Ahora tienen que caminar sobre palos.
—Eso no es cierto.
Don Alfonso sacudió la cabeza riendo con desaprobación. La canoa seguía avanzando a través de las cortinas de lianas que Pingo cortaba. Tom alcanzó a ver más adelante una porción de luz de sol, un rayo que caía de lo alto, y a medida que avanzaban vio un árbol gigante que había caído recientemente dejando un boquete en el dosel. El tronco cruzaba de lado a lado el cauce, impidiéndoles pasar. Era el árbol más grande que se habían encontrado hasta entonces.
Don Alfonso murmuró una maldición. Chori cogió su Pulashi y bajó de un salto de la proa y se subió al tronco. Asiéndose a la resbaladiza superficie con sus pies descalzos, empezó a cortarla, haciendo saltar las astillas. Al cabo de media hora había hecho en el tronco un tajo lo bastante profundo para que pasaran las barcas.
Se bajaron todos y empezaron a empujar. Al otro lado del tronco el agua era más profunda. Tom caminó por ella, y al ver que le llegaba a la altura de la cintura, trató de no pensar en el pez palillo, las pirañas y todas las enfermedades que se agazapaban en esa agua semejante a sopa.
Tenía a Vernon frente a él, asido a la borda y empujando la canoa, cuando vio a su derecha una lenta ondulación en el agua oscura. Oyó al mismo tiempo el grito desgarrador de don Alfonso:
—¡Anaconda!
Se subió con dificultad a la canoa, pero Vernon fue una fracción de segundo demasiado lento. Hubo un remolino en el agua, una elevación repentina, y con un grito —que se detuvo en seco— Vernon desapareció en el agua marrón. El brillante lomo de la serpiente pasó por el lado de la embarcación, dejando ver brevemente un cuerpo del grosor de un tronco pequeño antes de hundirse y desaparecer.
—
Ehi!
¡Se ha llevado a Vernito!
Tom se sacó el machete del cinturón y se zambulló en el agua. Moviendo los pies, se sumergió todo lo que pudo. No veía más allá de un palmo en el resplandor lodoso y marrón. Avanzó hacia el centro dando patadas con movimiento de tijera, buscando a tientas con su mano libre la serpiente. Tocó algo frío y resbaladizo, y le hizo un tajo antes de darse cuenta de que solo era un tronco hundido. Asiéndose a él, se dio impulso hacia delante, buscando desesperado la serpiente o a su hermano. Le iban a reventar los pulmones. Salió disparado a la superficie y volvió a sumergirse, avanzando a tientas. ¿Dónde estaba la serpiente? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Un minuto? ¿Dos? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir Vernon? La desesperación lo impulsaba a seguir avanzando y continuó su enloquecida búsqueda, tanteando entre los viscosos troncos hundidos.
Uno de los troncos se dobló de golpe bajo su mano. Era un tubo musculoso, duro como madera de caoba, pero sintió cómo la piel se movía y cómo se contraían los músculos.
Hundió hasta el fondo el machete en la blanda panza. Durante un segundo no pasó nada; luego la serpiente se sacudió con un movimiento semejante a un látigo que lo arrojó hacia atrás en el agua, haciéndole soltar el aire en una violenta explosión de burbujas. Logró salir a la superficie para tomar más aire. La superficie bullía con las sacudidas de la serpiente. Se dio cuenta de que ya no tenía el machete en la mano. De pronto emergieron pliegues de la serpiente enroscada en un arco brillante, y por un momento apareció la mano de Vernon, con el puño cerrado, seguida de su cabeza. Un grito ahogado y desapareció.
—¡Otro machete!
Pingo le arrojó uno con la empuñadura por delante. Tom lo cogió al vuelo y empezó a clavarlo en los pliegues que azotaban la superficie del agua.
—¡La cabeza! —gritó don Alfonso desde el bote—. ¡Busque la cabeza!
¿Dónde estaba la cabeza en esa masa de serpiente? Tom tuvo una idea repentina y clavó el machete en la serpiente una, dos veces, haciéndola encolerizar; y de pronto salió del agua la cabeza de la bestia, fea y pequeña, con una boca blindada y ojos como rendijas, buscando la causa de su tormento. Se abalanzó con la boca abierta sobre Tom, quien introdujo el machete en la cavidad rosa y lo clavó en la garganta del monstruo. Este se sacudió, se retorció y cerró la mandíbula, pero Tom, que asía la empuñadura, no la soltó ni al sentir los mordiscos en el brazo, y retorció el machete una y otra vez. Sintió cómo cedía la carne de dentro, y el repentino chorro de fría sangre del reptil; la cabeza empezó a sacudirse de un lado para otro, casi arrancándole el brazo de cuajo. Aunando las pocas fuerzas que le quedaban Tom retorció el machete una vez más, y la hoja salió por detrás de la cabeza de la serpiente. Volvió a retorcerlo y sintió en las fauces de la serpiente un temblor espasmódico al decapitarla desde dentro. Le abrió la boca haciendo palanca con la otra mano e introdujo el brazo, buscando frenético a su hermano en medio del agua que seguía bullendo.
Vernon salió de pronto a la superficie, boca abajo. Tom le dio la vuelta. Tenía la cara roja, los ojos cerrados. Parecía muerto. Lo arrastró a través del agua hasta la canoa, y Pingo y Sally lo subieron. Tom cayó dentro detrás de él y perdió el conocimiento.
Sally estaba inclinada sobre él cuando volvió en sí; su pelo rubio se balanceaba sobre él como una cascada mientras le limpiaba las marcas de los dientes del brazo, frotándolas con algodón empapado en alcohol. Le habían rasgado la camisa por encima del codo y tenía profundas marcas en el brazo, de las que brotaba sangre.
—¿Vernon…?
—Está bien —dijo Sally—. Don Alfonso lo está atendiendo. Solo ha tragado agua y tiene una fea mordedura en el muslo.
Él trató de incorporarse. Le ardía el brazo. Las moscas negras se arremolinaban más que nunca alrededor de él y las inhalaba cada vez que respiraba. Ella lo empujó con suavidad hacia atrás con una mano en el pecho.
—No te muevas. —Dio una calada a su pipa y exhaló el humo alrededor de él, ahuyentando las moscas negras—. Por suerte para ti las anacondas tienen los dientes pequeños. —Siguió frotándolo.
—Ay. —Tom se recostó y levantó la mirada hacia el dosel que se deslizaba sobre sus cabezas. No se veía ni una pizca de cielo azul por ninguna parte. Las hojas lo cubrían todo.
Tom pasó esa tarde tumbado en su hamaca, con el brazo vendado contra el pecho. Vernon se había recuperado bien y ayudaba alegremente a don Alfonso a hervir un ave desconocida que Chori había cazado para cenar. En el interior de la cabaña el aire era asfixiante, aun con los lados enrollados.
Solo habían transcurrido treinta días desde que Tom se había marchado de Bluff, pero parecía una eternidad. Sus caballos, las aisladas colinas de arenisca roja que se recortaban contra el cielo azul, el sol abrasador y las águilas que sobrevolaban San Juan… Todo parecía haberle ocurrido a otra persona. Era extraño… Se había ido a vivir a Bluff con Sarah, su prometida. A ella le gustaban los caballos y la naturaleza tanto como a él, pero Bluff había resultado demasiado tranquilo para ella, y un día había metido sus cosas en su coche y se había marchado. Él acababa de pedir un importante préstamo al banco para montar su consulta veterinaria y no podía marcharse. No es que quisiera hacerlo. Cuando ella se fue, se dio cuenta de que si tenía que escoger entre Bluff y ella, se quedaba con Bluff. Eso había sido hacía dos años y desde entonces no había tenido ninguna relación sentimental. Se decía a sí mismo que no la necesitaba. Se decía que de momento le bastaba con una vida tranquila y la belleza del paisaje. La consulta veterinaria había resultado extenuante, el trabajo agotador, la compensación casi nula. Le parecía gratificante, pero no acababa de sacudirse su anhelo de estudiar paleontología, el sueño de su niñez de descubrir los huesos de los grandes dinosaurios enterrados en la roca. Tal vez su padre tenía razón: era una ambición que debería haber dejado atrás al cumplir los doce años.
Se volvió en su hamaca, sintiendo palpitar el brazo, y miró a Sally. La lona divisoria estaba levantada para que corriera el aire, y ella estaba tumbada en su hamaca leyendo uno de los libros que había traído Vernon, un thriller titulado
Utopía.
Utopía. Eso era lo que había creído que encontraría en Bluff. Pero lo que había hecho en realidad era huir de algo… como su padre.