—Quería hacerle una pregunta sobre la muerte de Barnaby y Fenton.
Otra pausa.
—¿Por qué subieron a la estación de esquí?
Una espera muy larga. Tom se sorprendió a sí mismo aguzando el oído, aun cuando creía que era una pérdida de tiempo.
—Sí, fue trágico —dijo Sally—. ¿Y adonde pensaban ir en ese viaje de pesca?
Un último silencio.
—Gracias.
Sally cerró despacio el móvil y miró a Tom. Este sintió un nudo en el estómago; ella se había quedado pálida.
—Subieron a la estación de esquí para investigar una denuncia de vandalismo. Resultó ser falsa. Al bajar les fallaron los frenos. Trataron de frenar rozando los quitamiedos, pero la carretera era demasiado pendiente. Cuando llegaron a la Curva de la Monja iban casi a ciento cuarenta por hora.
—Dios mío.
—No quedó gran cosa del coche después de la caída de ciento veinte metros y de la explosión. No hay sospechas de que fuera provocado. Fue especialmente trágico porque ocurrió el día antes de que Barnaby y Fenton emprendieran el viaje de su vida a pescar tarpón.
Tom tragó saliva y formuló la pregunta que no quería formular.
—¿Adonde?
—A Honduras. Un lugar llamado Laguna Brus.
Tom disminuyó la velocidad, miró por el retrovisor y, con un chirrido de neumáticos, manipulando los frenos y el acelerador al mismo tiempo, dio un giro de ciento ochenta grados.
—¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo?
—Ir al aeropuerto más próximo.
—¿Porqué?
—Porque quien ha matado a los agentes de policía podría matar a mis dos hermanos.
—¿Crees que alguien ha averiguado lo de la herencia escondida?
—Sin lugar a dudas. —Tom aceleró hacia el punto de fuga sobre el horizonte—. Parece ser que nos vamos a Honduras. Juntos.
Philip Broadbent cambió de postura tratando de ponerse cómodo en el suelo de la canoa y colocando debajo de él por cuarta y quinta vez varios de los fardos más blandos del equipo para hacer una especie de asiento. La embarcación se deslizaba río arriba entre dos silenciosos muros de vegetación verde, con el motor zumbando y la proa surcando las aguas negras y tranquilas. Era como viajar a través de una cueva verde y caliente, donde resonaban los espeluznantes alaridos, ululatos y silbidos de los animales de la selva. Los mosquitos formaban una permanente nube que zumbaba alrededor de la barca. El aire era pesado, bochornoso, pegajoso. Era como respirar sopa de mosquitos.
Sacó la pipa de su bolsillo, vació la cazoleta, la golpeó contra el costado de la barca y volvió a llenarla con la lata de tabaco Dunhill que llevaba en uno de los bolsillos de sus pantalones de safari Barbour. La encendió con calma, luego exhaló una bocanada de humo hacia la nube de mosquitos y observó cómo abría una brecha en la masa zumbadora que se cerró al instante al desvanecerse el humo. La Costa de los Mosquitos hacía honor a su nombre, y el repelente que se había aplicado sobre la piel y la ropa proporcionaba una protección menos que adecuada. Para colmo era aceitoso y olía fatal, y probablemente se mezclaba con su flujo sanguíneo y lo envenenaba.
Murmuró una maldición y dio otra calada a su pipa. «Padre y sus ridículas pruebas.»
Se rindió, incapaz de encontrar la postura. Hauser, que llevaba un discman, volvió de la proa de la canoa y se instaló a su lado. Olía a colonia en lugar de a repelente, y se le veía tan fresco y renovado como acalorado y pegajoso se sentía Philip. Se quitó los auriculares para hablar.
—Gonz lleva todo el día encontrando pistas de por dónde pasó Max. Sabremos más cuando lleguemos a Pito Solo mañana.
—¿Cómo pueden seguir un rastro por el río?
Hauser sonrió.
—Es un arte, Philip. Una trepadora cortada aquí, un lugar utilizado como desembarcadero allá, la huella de una pértiga en un banco de arena sumergido. El río corre tan despacio que las marcas perduran semanas en el fondo.
Philip dio una calada a su pipa, irritado. Soportaría esa última tortura de su padre y luego sería libre. Libre, por fin, para llevar la vida que quería sin que ese cabrón se entrometiera, criticara y repartiera mezquinamente el dinero como Tío Gilito. Quería a su padre y a cierto nivel lamentaba su cáncer y su muerte, pero eso no cambiaba lo que pensaba de ese plan. Su padre había hecho muchas necedades en su vida, pero esta se llevaba la palma. Un
beau geste
de despedida típico de Maxwell Broadbent.
Fumó y observó cómo los cuatro soldados sentados en la parte delantera de la barca jugaban con una grasienta baraja. La otra embarcación, con su tripulación de ocho soldados, iba cincuenta metros por delante de ellos, dejando una hedionda estela de humo azul por encima del agua. Gonz, el principal rastreador, estaba tumbado boca abajo en la proa, mirando el agua oscura y metiendo de vez en cuando un dedo en ella para probarla.
De pronto se alzó un grito de uno de los soldados sentados en la parte delantera de su canoa. Se había levantado y señalaba emocionado algo que nadaba en el agua. Hauser guiñó un ojo a Philip y se levantó de un salto, desenfundando el machete que llevaba en la cintura, y se acercó con dificultad a la proa. La barca se dirigió hacia el animal mientras Hauser se colocaba con las piernas abiertas en la proa. Cuando la barca se deslizó a lo largo del animal, que nadaba desesperado, clavó el machete en el agua y sacó una especie de rata de más de medio metro de largo. Casi lo había decapitado con el golpe y la cabeza le colgaba de un trozo de piel. Dio una sacudida convulsiva y se quedó inmóvil.
Con una vaga sensación de horror Philip vio cómo Hauser le arrojaba el animal muerto. Aterrizó con ruido sordo en el suelo, y la cabeza se desprendió y rodó hasta detenerse junto a los pies de Philip, con la boca abierta, los dientes de rata brillando amarillos, la sangre todavía manando.
Hauser limpió el machete en el río, volvió a metérselo en el cinturón y regresó al lado de Philip, pasando por encima del animal muerto. Sonrió.
—¿Has comido alguna vez agutí?
—No y no estoy seguro de si quiero empezar ahora.
—Despellejado, destripado, abierto y asado a las brasas, era uno de los platos favoritos de Maxwell. Sabe un poco a pollo.
Philip no dijo nada. Eso es lo que decía Hauser de toda la carne repugnante que se habían visto obligados a comer: que sabía a pollo.
—¡Oh! —exclamó Hauser, mirando la camisa de Philip—. Lo siento.
Philip bajó la vista. Le había caído una gota de sangre que empapaba la tela. Trató de limpiarla, y solo logró extenderla.
—Le agradecería que tuviera un poco más de cuidado arrojando animales decapitados por ahí —dijo, sumergiendo su pañuelo en el agua y frotando la mancha.
—Es tan difícil mantener la higiene personal en la selva… —dijo Hauser.
Philip frotó un poco más y se rindió. Deseó que Hauser lo dejara en paz. Ese hombre empezaba a ponerle los pelos de punta.
Hauser sacó de su bolsillo un par de discos compactos.
—Y ahora, para aislarnos del creciente salvajismo que nos rodea, ¿te gustaría escuchar algo de Bach o de Beethoven?
Tom Broadbent estaba arrellanado en un mullido sofá de la «suite para ejecutivos» del Sheraton Royale de San Pedro Sula, estudiando un mapa del país. Maxwell había volado con todo su cargamento a la ciudad Laguna Brus, en la Costa de los Mosquitos, en la desembocadura del río Patuca. Una vez allí, había desaparecido. Decían que se había dirigido río arriba, que era la única ruta que conducía al vasto, montañoso e inexplorado interior del sur de Honduras.
Recorrió con el dedo la sinuosa línea azul del río en el mapa, a través de pantanos, colinas y mesetas, hasta que desaparecía en una red de afluentes que nacían en una escarpada hilera de cordilleras paralelas. En el mapa no se veían carreteras ni ciudades; era realmente un mundo perdido.
Tom había averiguado que llevaban por lo menos una semana de retraso con respecto a Philip y casi dos con respecto a Vernon. Estaba profundamente preocupado por sus hermanos. Se necesitaba tenerlos bien puestos para matar a dos policías, y hacerlo tan deprisa y con éxito. Saltaba a la vista que quien lo había hecho era un asesino profesional. Seguramente sus dos hermanos eran los siguientes en su lista.
Sally, envuelta en una toalla, salió del cuarto de baño tarareando para sí y cruzó la sala de estar, con su brillante pelo mojado cayéndole por la espalda. Tom la siguió con la mirada mientras desaparecía en su dormitorio. Era aún más alta que Sarah…
Apartó ese pensamiento de su mente.
Al cabo de diez minutos ella volvió, con unos pantalones caqui ligeros, una camisa de manga larga, un sombrero de lona con una mosquitera desenrollada alrededor de la cara y un par de guantes resistentes, todo comprado esa mañana en una visita a las tiendas.
—¿Qué tal estoy? —preguntó, dándose la vuelta.
—Parece que estés en cuarentena.
Ella enrolló la mosquitera y se quitó el sombrero.
—Así está mejor.
Arrojó el sombrero y los guantes a la cama.
—He de reconocer que tu padre me tiene muy intrigada. Debió de ser un auténtico excéntrico.
—Lo era.
—¿Cómo era? Si no te importa que te lo pregunte.
Tom suspiró.
—Cuando entraba en una habitación, todas las cabezas se volvían. Irradiaba algo…, autoridad, poder, confianza en sí mismo. No estoy seguro de qué era. La gente se sentía intimidada por él, aun cuando no sabían quién era.
—Conozco esa clase de persona.
—Fuera donde fuese, hiciera lo que hiciese, los periodistas lo seguían. A veces había paparazzi esperando fuera de la verja de nuestra casa. Quiero decir que allí estábamos nosotros yendo al colegio y los malditos paparazzi nos perseguían por la vieja ruta de Santa Fe como si fuéramos la princesa Diana o algo parecido. Era ridículo.
—Qué carga para ti.
—No siempre era una carga. A veces era hasta divertido. Los matrimonios de mi padre siempre eran una gran noticia; cuando te enterabas, sacudías la cabeza, y chasqueabas la lengua. Se casó con mujeres increíblemente guapas que nadie había visto antes…, no quería saber nada de modelos ni actrices. Mi madre, antes de que él la conociera, era recepcionista en una clínica dental. A él le encantaba ser el centro de atención. De vez en cuando, solo para divertirse, pegaba un puñetazo a uno de los paparazzi y tenía que pagar los daños. Se sentía orgulloso de sí mismo. Era como Onassis, una persona que se sale de lo corriente.
—¿Qué fue de tu madre?
—Murió cuando yo tenía cuatro años. Un caso raro y repentino de meningitis. Fue la única de sus mujeres de la que no se divorció…, no le dio tiempo, supongo.
—Lo siento.
—Casi no la recuerdo, salvo, bueno, como sensaciones. Calor y cariño, esa clase de cosas.
Ella sacudió la cabeza.
—Sigo sin entenderlo. ¿Cómo pudo tu padre hacer esto a sus hijos?
Tom bajó la mirada hacia el mapa.
—Todo lo que hacía y todo lo que poseía tenía que ser extraordinario. Eso también se aplicaba a nosotros. Pero nosotros no éramos como él quería. Huir y enterrarse con su dinero fue su último intento de obligarnos a hacer algo que pasara a la historia. Algo que le hiciera sentirse orgulloso. —Se rió con amargura—. Si la prensa se enterara de esto, sería increíble. Colosal. Un tesoro de quinientos millones de dólares, enterrado en una tumba escondida en alguna parte de Honduras. El mundo entero vendría aquí a buscarlo.
—Debió de ser difícil tener un padre así.
—Lo fue. No sé cuántos partidos de tenis jugué en los que él se marchó antes de tiempo porque no quería verme perder. Era un jugador de ajedrez despiadado, pero si se daba cuenta de que iba a ganarnos, dejaba la partida. No podía soportar vernos perder, ni siquiera contra él. Cuando llegaban los boletines de notas nunca decía nada, pero veías la decepción en su mirada. Si no eran todo sobresalientes significaba una catástrofe tal que no era capaz de hablar de ello.
—¿Sacaste alguna vez todo sobresalientes?
—Una. Me puso una mano en el hombro y me dio un apretón afectuoso. Eso fue todo. Pero dijo muchísimo.
—Lo siento. Qué horrible.
—Cada uno de nosotros nos refugiamos en algo. Yo lo hice en los fósiles, quería ser paleontólogo, y luego en los animales. Ellos no te juzgan. No te piden que seas otra persona. Un caballo te acepta tal como eres.
Guardó silencio. Era asombroso lo mucho que le dolía pensar en su niñez, aun a sus treinta y tres años.
—Lo siento —dijo Sally—. No era mi intención entrometerme.
Tom le restó importancia con un ademán.
—No quiero cargármelo. Fue un buen padre a su manera. Tal vez nos quería demasiado.
—Bueno —dijo Sally al cabo de un momento, levantándose—. En este momento necesitamos encontrar un guía que nos lleve al río Patuca, y no tengo ni idea de por dónde empezar. —Cogió la guía telefónica y empezó a hojearla—. Nunca he hecho esta clase de cosa. Me pregunto si hay una lista aquí debajo de «Viajes de aventura» o algo por el estilo.
—Se me ocurre una idea mejor. Necesitamos encontrar el abrevadero de los periodistas extranjeros. Son los viajeros más inteligentes del mundo.
—Apúntate un tanto.
Ella se inclinó, sacó unos pantalones y se los tiró junto con una camisa, unos calcetines y un par de zapatos ligeros para caminar. Todo terminó en un montón frente a él.
—Ahora puedes quitarte esas botas de cowboy macho.
Tom recogió la ropa y fue a su habitación a cambiarse. Parecía no tener más que bolsillos. Cuando salió, Sally lo miró de reojo y dijo:
—Después de unos días en la selva puede que dejes de tener ese aspecto tan ridículo.
—Gracias. —Tom se dirigió al teléfono y llamó a la recepción.
Al parecer los periodistas frecuentaban un bar llamado Los Charcos.
—Déjame hablar a mí —dijo Sally—. Mi español es mejor que el tuyo.
—También eres más guapa.
Sally frunció el entrecejo.
—Las bromas sexistas no me hacen gracia.
Se sentaron a la barra.
—Hola —dijo Sally alegremente al camarero, un hombre de párpados caídos—. Estoy buscando al corresponsal del
New York Times.
—¿El señor Sewell? No le he visto desde el huracán,
señorita.
—¿Qué me dice del reportero del
Wall Street Journal
?
—No tenemos ningún reportero del
Wall Street Journal
aquí. Somos un país pobre.