Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—No —exclamó Kollberg de repente—. Eso es absolutamente ridículo. Las coincidencias tienen un límite. ¿Intentas decirme que ese Malm se fue a su casa y bloqueó todas las grietas y los ventiladores, abrió el gas y se echó en una cama en la que alguien había colocado antes una bomba de relojería? ¿Y que se quitó la vida y estaba ya muerto cuando le asesinaron? ¿Y que la bomba incendió el gas que hizo explotar la casa donde otras tres personas murieron quemadas, delante de las narices del más estúpido detective de la historia de la criminología? ¿Quién estaba fuera mirando con la boca abierta? ¿Cómo puedes explicar todo eso?
—Eso no tiene nada que ver conmigo, en realidad —respondió Hjelm con un acaloramiento desacostumbrado en él—. Te estoy hablando sólo de hechos. Las explicaciones las dejo por completo en tus manos. Es lo que se espera de los policías, ¿no es cierto?
—Adiós —dijo Kollberg, colgando el auricular.
—¿De qué se trata? —preguntó Skacke—. ¿Se ha muerto alguien? Por cierto, Rönn no está...
—Cállate —ordenó Kollberg—. Y antes de abrir la puerta del despacho de un superior, llama. No olvides lo que le ocurrió a Stenström.
Se levantó y se encaminó hacia la puerta. Se puso el sombrero y el abrigo, y luego señaló a Skacke con su índice regordete y le dijo:
—Tengo una serie de encargos importantes para ti. Llama a jefatura y dile a Martin que acabe con esa reunión en el acto. Busca a Rönn y a Hammar y encuentra a Melander aunque tengas que echar abajo la puerta del retrete. Diles que tienen que llamar de inmediato a Hjelm, el superintendente del Instituto Forense. Di a Elk y a Strömren lo mismo, y también a cualquier otro estúpido que puedas encontrar de la división. Cuando hayas hecho todo eso, puedes ir a sentarte en tu oficina y llamar a Hjelm para preguntarle qué ocurre.
—¿Se marcha usted? —preguntó Skacke.
—Asuntos oficiales —dijo Kollberg mirando el reloj—. Te veré en Kumgshomsgatan dentro de dos horas.
Faltó poco para que le detuvieran por exceso de velocidad, justo al llegar a Västerberga Alle.
En su apartamento en Palandergatan, su mujer salió de la cocina, envuelta en una nube de vapores aromáticos.
—¡Dios mío, qué aspecto más raro tienes! —exclamó alegremente—. Disponemos de un cuarto de hora.
—No —dijo Kollberg, echando una mirada al dormitorio—. Allí no. El colchón podría explotar.
151.
Noche de los Tontos
o
Noche del Pescado de Abril
, equivalente al Día de los Inocentes
Ese mismo día, por la tarde, los esfuerzos realizados dieron resultado. Se encontró a Hammar y éste consiguió reunir a su equipo. El equipo, algo asombrado, estaba formado por Martin Beck, Frederick Melander, Lennart Kollberg y Einar Rönn.
Hammar tenía una expresión más severa que nunca. La primavera había llegado con sol y calor, y durante el desayuno había estado hablando con su mujer acerca de su jubilación y de pasar sus vacaciones en su casita de campo. En ese momento estaba convencido de que el asunto del incendio ya no le concernía para nada y casi lo había olvidado. De pronto, el detestable Hjelm había trastornado todos sus proyectos.
—¿Está Larsson todavía enfermo, fuera de servicio?
—Sí —dijo Kollberg—. Está descansando en sus laureles.
—Vuelve el lunes —informó Rönn, sonándose las narices.
Hammar se inclinó hacia atrás en la silla, se pasó los dedos entre el cabello y se rascó la cabeza.
—Parece que tenemos que concentrarnos en ese Bertil Olofsson —dijo—. Malm sólo era un pez pequeño, un ser lastimoso, enfermo, alcohólico, perezoso y Dios sabe cuántas cosas más. Cuesta imaginar que alguien se tomara molestias para librarse de una persona como él. La única cosa clara acerca de Malm es que sin duda sabía algo sobre Olofsson, algo comprometedor. Y esto ya es decir algo más de lo que sabemos con certeza sobre él. Así que nos vamos a dedicar a investigar con más detalle sobre ese Olofsson.
—Sí —asintió Kollberg, cansado ya de tantas frases hechas.
—¿Qué sabemos de Olofsson? —preguntó Hammar inquisitivamente.
—Que no se le encuentra —contestó Rönn con tono pesimista.
—Fue sentenciado a un año de cárcel hace algunos años —dijo Martin Beck—. Por robo, creo. Tendremos que revisar los expedientes.
Melander se quitó la pipa de la boca y anunció:
—Dieciocho meses por robo y por falsificar documentos. Mil novecientos sesenta y dos. Cumplió su sentencia en Kumla.
Los demás le miraron con asombrada resignación.
—Conocíamos tu memoria, pero no sabíamos que también tuvieras en la cabeza todas las sentencias —dijo Kollberg.
—En realidad, el otro día repasé los informes de Olofsson —respondió Melander, imperturbable—. Pensé que sería interesante saber quién es.
—Y por casualidad, ¿no descubriste dónde está?
—No.
El silencio reinó en la habitación. Luego, Kollberg dijo:
—Bueno, ¿quién es?
Melander dio una chupada a su pipa y pareció meditar sobre el tema.
—Un tipo bastante corriente, diría yo. La sentencia que Martin mencionó no era la primera. Pero era la primera vez que recibía una sentencia de prisión incondicional. Anteriormente, se le había declarado culpable de tener depósitos ilegales de drogas, de robo de vehículos, multas por infracción de tráfico y otros asuntos menores. Estuvo en libertad condicional hasta hace dos años.
—Y probablemente se le buscó cuando Malm fue detenido en el coche de Olofsson —agregó Kollberg—. Por robo de coches, ¿o por qué fue?
—Sí, exactamente —dijo Martin Beck—. Me he enterado de eso. Fue la policía de Gustavberg la que descubrió que Olofsson tenía varios coches robados en su casa en Värmdö. Poseía una casa en el campo, que había heredado de su padre. La casa está muy escondida en el interior del bosque, y para llegar hasta ella se tiene que recorrer casi un kilómetro por una carretera estrecha de bosque. Por pura casualidad, un coche radio-patrulla de Gustavberg se dirigió hacia allí. De todos modos, no había nadie en la casa, pero en el patio trasero estaban tres coches, tipo sedán. Dentro del garaje hallaron otro coche recién pintado. Encontraron también pintura, sprays, materiales de pulir, números de matrículas, certificados de propiedad, y otras cosas más en el garaje. Tan pronto como se confirmó que los cuatro coches eran robados, se enviaron dos hombres a casa de Olofsson en Arsta para detenerlo. No estaba allí. Y todavía no se le ha vuelto a ver.
Martin Beck abrió la alacena que contenía la jarra y se sirvió un vaso de agua.
—¿Cuándo ocurrió todo eso? —preguntó Hammar.
—El doce de febrero —contestó Martin Beck—. Hace más de un mes.
Kollberg sacó su calendario de bolsillo y lo hojeó.
—Un lunes —dijo—. ¿Se habían hecho intentos anteriores para encontrar a Olofsson?
Martin Beck meneó la cabeza.
—No, excepto los habituales. Al principio creyeron que volvería tarde o temprano. Luego, cuando detuvieron a Malm, éste dijo que Olofsson se había ido al extranjero, así que siguieron esperando y vigilando su apartamento y la casa de campo.
—¿Crees que Olofsson se enteró de que los polis de Gustavberg habían descubierto lo que se traía entre manos y tuvo tiempo de desaparecer? —preguntó Rönn.
Kollberg bostezó.
—¿Quieres decir que desapareció deliberadamente? —inquirió Martin Beck—. Lo dudo. No había en los alrededores de la casa un alma que pudiera ponerle sobre aviso de que la policía había estado por allí.
—¿Sabe alguien cuándo estuvo por última vez en su apartamento? —preguntó Melander—. ¿Se ha interrogado a los vecinos, por ejemplo?
—No lo creo —replicó Martin Beck—. Este asunto de la búsqueda de Olofsson se ha llevado de un modo muy rutinario.
—En otras palabras, con apatía —dijo Hammar. Seguidamente, se puso en pie, golpeó la mesa con la palma de las manos y dijo en voz alta—: De modo que pónganse inmediatamente en movimiento, señores. Pregunten a los vecinos y a todos los que puedan encontrar. A todos los que hayan tenido alguna relación con Olofsson. Y lean los informes judiciales y las fichas personales y todo lo que haya por leer sobre este maldito truhán, para que sepan a quién están buscando. Y, sobre todo, ¡encuéntrenle! ¡Ahora! ¡Inmediatamente! Si fue la persona que colocó ese chisme en el colchón de Malm, entonces no se dejará ver por ahora, naturalmente. Aun cuando no se hubiera ido antes. Si necesitan más hombres, ¡díganlo!
—¿Qué hombres? —quiso saber Kollberg—. ¿De dónde?
—Bueno —respondió Hammar, encogiéndose de hombros—, tú tienes a ese chico, Skacke, por ejemplo.
Kollberg ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta cuando oyó mencionar el nombre de Skacke. Se detuvo y abrió la boca para decir algo, pero Martin Beck le empujó hacia el pasillo y cerró la puerta tras él.
—Una endemoniada e interminable charla para nada —dijo Kollberg—. Si tuviéramos que seguir los consejos de Hammar, quizá Skacke tendría grandes posibilidades de llegar a jefe de policía —se estremeció y añadió—: Gracias a Dios, soy lo bastante viejo para no tener que pasar por esa experiencia.
El resto de la tarde lo dedicaron a reunir más información sobre Bertil Olofsson.
Martin Beck habló, entre otras personas, con el Departamento de Robos, donde estaban deseando atrapar a Olofsson, pero debido a la escasez de agentes habían suspendido la vigilancia de su apartamento y de la casa de campo en Värmdö.
De las fichas personales de Olofsson, se deducía, entre otras cosas, que tenía treinta y seis años, que había asistido a la escuela durante seis años y carecía de toda otra educación. Había desempeñado un gran número de trabajos de corta duración y de muy diversa naturaleza, y últimamente había estado la mayor parte del tiempo sin empleo. Su padre había muerto cuando él tenía cinco años y su madre se había vuelto a casar dos años después y seguía viviendo con su padrastro. Su único pariente era un hermanastro diez años menor que él, que ejercía como dentista en Göteborg. Su propio matrimonio, del que no había tenido hijos, había sido en general poco afortunado. Había quedado atrás, y Olofsson, a partir de su sentencia de prisión, había vivido intermitentemente con una mujer cinco años mayor que él.
Los policías le describían como una persona emocionalmente inestable y asocial. También inhibida. El oficial que le trató durante el periodo de libertad condicional dijo que su relación con Olofsson había sido muy difícil debido a su actitud hostil y a su falta de interés en colaborar.
Antes de separarse aquel día, Martin Beck asignó las tareas más urgentes. Einar Rönn tenía que ir a Legeltrop para hablar con la madre y el padrastro de Olofsson, en tanto que Melander debía intentar encontrar alguna información fiable sobre sus actividades a través de los contactos que había tenido con el mundo del hampa. Martin Beck tenía que conseguir los papeles judiciales necesarios, y, junto con Kollberg, inspeccionar el apartamento y la casita de campo.
Hasta nuevas órdenes, Benny Skacke quedaba excluido de la caza de Olofsson.
No eran todavía las ocho de la mañana del jueves, cuando Kollberg se presentó en busca de Martin Beck. Este último no se había vestido aún, y estaba sentado en la cocina en bata, hablando con su hija Ingrid; ésta tenía la mañana libre y, por una vez, disponía de tiempo para tomar un desayuno decente antes de irse a la escuela. Martin estaba bebiendo simplemente una taza de té, pero la joven mojaba vigorosamente su bocadillo de queso y pan tostado en su cacao, mientras charlaba sobre la reunión de protesta contra la guerra de Vietnam a la que había asistido la noche anterior.
Cuando sonó el timbre, Martin se apretó el nudo del cinturón de la bata y dejó el cigarrillo, aunque sospechaba que Ingrid, tan pronto como él desapareciese, le robaría una chupada. Luego fue a abrir la puerta.
—¿Todavía no estás vestido? —exclamó Kollberg en tono de reproche.
—¿No dijimos a las ocho en punto? —protestó Martin Beck.
Siguió adelante y entró en la cocina.
—Faltan dos minutos —dijo Kollberg—. Hola, Ingrid.
—Buenos días —murmuró Ingrid, tratando de hacer desaparecer la nube de humo que rodeaba su cabeza, con aire culpable.
Kollberg se sentó en la silla de Martin Beck y examinó la mesa del desayuno. Acababa de consumir un desayuno sustancioso, pero sin embargo se sentía muy capaz de probar otro. Martin Beck sacó otra taza y le sirvió té, mientras Ingrid le acercaba la bandeja de la mantequilla, el queso y la cesta del pan.
—Estaré contigo dentro de un momento —dijo Martin Beck, y se fue a su habitación.
Mientras se vestía, oyó, a través de la puerta entreabierta de la cocina, que Ingrid preguntaba a Kollberg por su hija de siete meses, Bodil, y que Kollberg pregonaba sus virtudes con mal disimulado orgullo paternal. Cuando Martin Beck entró en la cocina un momento después, afeitado y vestido, Kollberg dijo:
—He encontrado otra canguro.
—Sí, le he prometido cuidar a Bodil la próxima vez que necesiten a alguien. Puedo hacerlo, ¿verdad? ¡Los bebés son tan divertidos!
—Hace un año decías que eran lo más desagradable del mundo —observó Martin Beck.
—¡Ah, eso era entonces! Yo era muy infantil en aquel momento.
Martin Beck le guiñó el ojo a Kollberg y dijo en tono respetuoso:
—Desde luego, lo siento. Ahora eres una mujer madura, ¿no es cierto?
—No seas tonto —dijo Ingrid—. No seré nunca una mujer madura. Seré una jovencita y luego seré una señora vieja.
Hincó el dedo en el diafragma de su padre y salió disparada hacia su habitación. Cuando Martin Beck y Kollberg salieron al vestíbulo para ponerse los abrigos, a través de su puerta sonaba ruidosamente una música «pop».
—Los Beatles —dijo Martin Beck—. Es un milagro que sus oídos lo aguanten.
—Los Rolling Stones —objetó Kollberg.
Martin Beck le miró sorprendido.
—¿Cómo puedes notar la diferencia?
—¡Oh, hay una gran diferencia! —repuso Kollberg, empezando a bajar las escaleras.
A aquella hora de la mañana, el tráfico de la ciudad era ya denso, pero Kollberg, a quien todo el mundo, excepto él, consideraba como un conductor nervioso y no muy bueno, sabía sin embargo moverse a través de Estocolmo, y condujo por calles laterales y carreteras completamente desconocidas para Martin Beck, por barrios residenciales y zonas de altos edificios de oficinas y de apartamentos. Aparcó el coche frente a un edificio relativamente nuevo, en Sandfjärdsgatan, Arsta.