—Cablegrafíelo a Nueva York.
—¿Para que se imprima la semana próxima? —Osgood creyó haber oído mal.
—¡Sí, sí! —Fields levantó las manos. El editor raras veces se ponía nervioso—. ¡Y le aviso de que habrá que tener listo otro texto para la semana siguiente!
Osgood se volvió con cautela cuando se dirigía a la puerta.
—Señor Fields, ¿qué ha traído aquí esta tarde al doctor Manning, si puedo preguntarlo?
—Nada por lo que haya que preocuparse.
Fields emitió un suspiro contenido que desmentía sus palabras. Regresó al abultado montón de originales que se apilaban en su asiento junto a la ventana. Abajo se veía el Boston Common, donde los peatones seguían fieles a sus ropas veraniegas de lino y algunos incluso se tocaban con sombreros de paja. Cuando Osgood se disponía a marcharse, Fields sintió el deseo de explicarse.
—Si seguimos adelante con el Dante de Longfellow, Augustus Manning hará que se cancelen todos los contratos de edición entre Harvard y Ticknor y Fields.
—¡Pero eso representa miles de dólares; decenas de miles, si pensamos en los próximos años! —dijo Osgood, alarmado.
Fields asintió pacientemente.
—Hummm… ¿Sabe usted, Osgood, por qué no publicamos a Whitman cuando nos trajo
Hojas de hierba
? —No aguardó la respuesta—. Porque Bill Ticknor no quiso crearle problemas a la casa debido a los pasajes carnales.
—¿Puedo preguntarle si ahora lo lamenta, señor Fields?
Se sintió complacido por la pregunta. Moduló el tono de su voz, que pasó de la propia del patrón a la del mentor.
—No, mi querido Osgood. Whitman pertenece a Nueva York, como perteneció Poe. —Este nombre lo pronunció con más amargura, por razones que todavía permanecían latentes—. Y les dejaré conservar lo poco que tienen. Pero ante la verdadera literatura no debemos retroceder. En Boston, no. Y ahora no lo haremos.
Quiso decir «ahora que Ticknor nos ha dejado». No es que el difunto William D. Ticknor no tuviera sentido de la literatura. De hecho, podía decirse que los Ticknor llevaban la literatura en la sangre, o al menos en algún órgano vital, y su primo George Ticknor había sido en otro tiempo una autoridad en materia de literatura en Boston, como predecesor de Longfellow y de Lowell en la cátedra Smith de Harvard. Pero William D. Ticknor había empezado en Boston en el campo complejo de las finanzas, y había trasladado a la edición, que por aquel tiempo era poco más que vender libros, la mentalidad de un sutil banquero. Era Fields quien reconocía el genio en los manuscritos y las monografías a medio terminar, y era Fields quien había alimentado amistades entre los grandes autores de Nueva Inglaterra, cuando otros editores echaban el cierre por falta de beneficios o porque dedicaban mucho tiempo a la venta al por menor.
Cuando Fields era un joven empleado se decía que mostraba capacidades sobrenaturales (o «muy extrañas», como puntualizaban los demás asalariados): podía predecir, por el porte y apariencia de un cliente, qué libro desearía. Al principio eso se lo reservaba, pero cuando los otros empleados descubrieron su don, se convirtió en fuente de frecuentes apuestas, y los que apostaban contra Fields siempre acababan mal el día. Poco después Fields transformaría la industria al convencer a William Ticknor para que retribuyera a los autores en lugar de engañarlos, y le hizo darse cuenta de que la publicidad podía convertir a los poetas en personalidades notorias. Como socio, Fields adquirió
The Atlantic Monthly
y
The North American Review
como tribunas para sus autores.
Osgood nunca sería un hombre de letras como Fields, un literato, y por eso dudaba al comparar ideas en materia de verdadera literatura.
—¿Por qué Augustus Manning habría de amenazar con semejante medida? Eso es extorsión, ni más ni menos —dijo, indignado.
Al oír esto, Fields sonrió para sus adentros, pensando cuánto le quedaba aún por aprender a Osgood.
—Nosotros extorsionamos a todos los que conocemos, Osgood; de lo contrario no se haría nada. La poesía de Dante es extranjera y desconocida. La corporación vela por la reputación de Harvard controlando toda palabra que se permita atravesar las puertas de la universidad, Osgood: cualquier cosa desconocida o que no se pueda conocer los atemoriza sobremanera. —Fields tomó la edición de bolsillo de la
Divina Commedia
de Dante que había encontrado en Roma—. Entre estas dos cubiertas hay suficiente rebelión para desenmarañarlo todo. La mentalidad de nuestro país está cambiando con la velocidad de un telégrafo, Osgood, y nuestras grandes instituciones van por detrás, a paso de diligencia.
—Pero ¿por qué habría de verse afectado su buen nombre en este asunto? Nunca han impugnado una traducción de Longfellow.
El editor fingió indignación.
—Así es, pero ellos siguen asociando ese texto con algo de lo más temible, algo que difícilmente puede ser eliminado.
La relación de Fields con Harvard era la de editor de la universidad. Los demás eruditos tenían lazos más estrechos: Longfellow había sido su más famoso profesor hasta que se retiró, unos diez años antes, para dedicarse plenamente a su poesía; Oliver Wendell Holmes, James Russell Lowell y George Washington Greene eran ex alumnos; y Holmes y Lowell, profesores prestigiosos: Holmes, titular de la cátedra Parkman en la facultad de Medicina, y Lowell encabezaba la sección de lenguas modernas y literatura en Harvard, que había sido el anterior puesto desempeñado por Longfellow.
—Esto se considerará una obra maestra surgida del corazón de Boston y del alma de Harvard, querido Osgood. Incluso Augustus Manning no está tan ciego como para no tenerlo en cuenta.
El doctor Oliver Wendell Holmes, profesor de medicina y poeta, se apresuraba por los senderos despejados del Boston Common, en dirección al despacho de su editor, como si lo estuvieran persiguiendo (aunque se detuvo dos veces para firmar unos autógrafos). Si uno pasaba cerca del doctor Holmes o fuera uno de aquellos paseantes que esgrimían la pluma en demanda de una firma en un libro, se le podía oír canturrear en tono resuelto. En el bolsillo de su chaleco de moaré ardía el doblado rectángulo de papel que impulsaba al pequeño doctor al Corner (o sea, al despacho de su editor) y que le producía temor.
Cuando se encontraba con sus admiradores, los animaba a que nombraran a sus favoritos. «Oh, eso. Dicen que el presidente Lincoln recitaba ese poema de memoria. Bien, verdaderamente, él mismo dijo…» La forma del rostro juvenil de Holmes, la boca pequeña apretada contra la mandíbula floja, le hacían parecer que realizaba un esfuerzo para mantener la boca cerrada por un período de tiempo apreciable.
Después de dejar atrás a los demandantes de autógrafos, se detuvo una sola vez, vacilante, en la librería Dutton y Cía, donde contó tres novelas y cuatro volúmenes de poesía completamente nuevos y (con toda probabilidad) de jóvenes autores de Nueva York. Todas las semanas, las noticias literarias anunciaban que acababa de publicarse el libro más extraordinario de la época. «Profunda originalidad» se había convertido en algo común que, en caso de no saber más, uno podía considerar el producto nacional más corriente. Unos pocos años antes de la guerra, parecía que el único libro del mundo era su
Autocrat of the Breakfast–Table
(El autócrata de la mesa del desayuno), el ensayo seriado con el que Holmes sobrepasó todas las expectativas al inventar una nueva actitud hacia la literatura, hecha de observación personal.
Holmes irrumpió en la amplia sala de exposiciones de Ticknor y Fields. Como los antiguos judíos recordaban ante el Segundo Templo las glorias que éste había reemplazado, el doctor Holmes no podía resistir la brillantez aceitada y pulida ni dejar que se filtraran en sus evocaciones sensoriales los rancios locales de la librería Old Corner, en las calles Washington y School, en las que la editorial y sus autores estuvieron apretujándose durante décadas. Los autores de Fields llamaban al nuevo palacete, en la esquina de la calle Tremont y la plaza Hamilton, Corner o el New Corner, en parte por costumbre pero también como una afilada nostalgia de sus comienzos.
—Buenas tardes, doctor Holmes. ¿Viene usted a ver al señor Fields?
La señorita Cecilia Emory, la agradable joven de recepción, tocada con un sombrero azul, recibió al doctor Holmes con una nube de perfume y con una cálida sonrisa. Fields había tomado a varias mujeres como secretarias cuando se inauguró el Corner, un mes antes, a pesar de que un coro de críticos condenaba esa práctica en un edificio repleto de hombres. La idea, casi con certeza, tuvo su origen en la esposa de Fields, Annie, voluntariosa y bella (cualidades que por lo general son aliadas).
—Sí, querida —dijo Holmes inclinándose—. ¿Está?
—Ah, ¿es que el gran autócrata de la mesa del desayuno desciende a presentarse ante nosotros?
Samuel Ticknor, uno de los empleados, se despidió de Cecilia Emory con un gesto demasiado prolongado mientras se ponía los guantes. No era el típico empleado de editorial, y poco después sería bienvenido por su esposa y sus sirvientes en uno de los rincones más deseables de Back Bay.
Holmes estrechó su mano.
—New Corner es un gran pequeño lugar, ¿no es así, mi querido señor Ticknor? —Se rió—. Estoy algo sorprendido de que el señor Fields no se haya perdido aquí todavía.
—No se ha perdido.
Samuel Ticknor se alejó murmurando en tono serio, a lo que siguió una ligera risita o gruñido.
J. R. Osgood acudió para guiar a Holmes arriba.
—No haga usted caso, doctor Holmes —dijo Osgood sorbiendo por la nariz y mirando al sujeto en cuestión salir a la calle Tremont y lanzar al aire una moneda destinada al vendedor de palomitas de la esquina, como si fuese un pordiosero—. Me atrevería a decir que el joven Ticknor cree que puede adoptar en el Common las mismas actitudes que su difunto padre, sólo por llevar el nombre que lleva. Y pretende que todo el mundo se entere.
El doctor Holmes no tenía tiempo para el cotilleo, al menos aquel día.
Osgood informó de que Fields estaba reunido, así que Holmes sufrió el purgatorio de la Sala de Autores, una estancia lujosa para la comodidad y placer de los escritores de la casa. Un día corriente, Holmes hubiera podido pasar el tiempo allí admirando los recuerdos literarios y los autógrafos que colgaban de la pared, entre los cuales se contaba su nombre. En lugar de eso, su atención se volvió hacia el cheque que sacó de su bolsillo con gesto vacilante. En el insultante número escrito con mano descuidada, Holmes vio sus propios fallos. Veía en los divagantes puntos de tinta su vida como poeta, agitada por los acontecimientos de los últimos años, incapaz de igualar los logros del pasado. Se sentó en silencio y se frotó la mejilla con rudeza, entre el índice y el pulgar, como Aladino pudo hacerlo con su vieja lámpara. Holmes imaginaba a todos los autores audaces y llenos de frescura a los que Fields estaba cortejando, convenciendo y dando forma.
Salió en dos ocasiones de la Sala de Autores y se dirigió al despacho de Fields, que encontró cerrado. Pero antes de que se retirara la segunda vez, se dejó oír la voz de James Russell Lowell, poeta y redactor. Lowell hablaba alto (como siempre), incluso dramáticamente, y el doctor Holmes, en lugar de llamar o de marcharse, optó por enterarse de la conversación, pues creía que casi con seguridad tenía algo que ver con él.
Entornando los ojos, como si pudiera trasladar la capacidad de éstos a los oídos, Holmes acababa de captar una palabra que le intrigaba, cuando algo lo golpeó y lo tiró al suelo.
El joven que se había detenido de repente frente al hombre que escuchaba furtivamente, agitó las manos en un gesto de estúpido arrepentimiento.
—La culpa es toda mía, querido muchacho —dijo el poeta, riendo—. Soy el doctor Holmes, y usted es…
—Teal, doctor, señor…
El joven tembloroso era un mozo de la tienda, que logró presentarse antes de volverse amarillo y desaparecer.
—Veo que ha conocido a Daniel Teal —dijo Osgood, el jefe administrativo, que apareció procedente del vestíbulo—. No podría regentar un hotel, pero es de lo más trabajador que tenemos.
Holmes bromeó con Osgood: pobre chico, ¡un novato en la firma y casi se topa de cabeza con Oliver Wendell Holmes! Esta recuperación de su importancia hizo sonreír al poeta.
—¿Quiere usted que compruebe si el señor Fields está libre? —preguntó Osgood.
Entonces la puerta se abrió desde dentro. James Russell Lowel majestuosamente desaliñado, con sus penetrantes ojos grises que apartaban la atención de su cabello ensortijado y de la barba que se alisaba con dos dedos, echó una mirada desde el umbral. Estaba en el despacho de Fields solo, con el periódico del día.
Holmes imaginó lo que diría si trataba de hacerle partícipe de su inquietud: Es el momento de concentrar todas las energías en Longfellow y en Dante, Holmes, no en nuestras mezquinas vanidades…
—¡Venga, venga, Wendell! —lo invitó Lowell, que se dispuso a prepararle una bebida.
—¿Por qué, Lowell —preguntó Holmes—, creí oír voces aquí hace un instante? ¿Fantasmas?
—Cuando a Coleridge le preguntaron si creía en fantasmas, respondió negativamente, explicando que ya había visto demasiados. —Se echó a reír y sacudió el extremo ardiente de su cigarro—. Oh, el club Dante celebrará reunión esta noche. Yo estaba leyendo esto en voz alta para comprobar cómo sonaba, ¿sabe?
Lowell señaló el periódico que había sobre la mesa. Explicó que Fields había bajado al café.
—Dígame, Lowell, ¿sabe usted si
The Atlantic
ha cambiado su política de pagos? Quiero decir que no he oído si envió usted versos para el último número. Claro que bastante ocupado está con
The Review
.
Los dedos de Holmes se enredaban con el cheque que llevaba en el bolsillo. Lowell no le escuchaba.
—¡Holmes, debe echar un vistazo a esto! Fields se ha superado a sí mismo. Aquí, mire.
Holmes asintió con gesto de conspirador y observó cuidadosamente. El periódico estaba doblado en la página literaria y olía como el cigarro de Lowell.
—Pero lo que quiero saber, querido Lowell —insistió Holmes, apartando el periódico—, es si recientemente… Oh, gracias —dijo, al tiempo que aceptaba un brandy con agua.
Fields regresó, sonriendo ampliamente, atusándose su barba rizada. Se mostraba tan inexplicablemente animoso y complaciente como Lowell.