—Y ése —preguntó la señora Healey—, ¿a qué familia pertenecía?
—No nos dio ningún nombre, señora —respondió Kurtz, replegando compungidamente su sonrisa bajo su bigote enmarañado y colgante—. Pero no tenemos razones para creer que tuviera alguna información sobre el asesinato del juez Healey. Sencillamente, estaba mal de la cabeza y también un poco bebido.
—Al parecer, sordo y mudo —añadió Savage.
—¿Por qué estaría tan desesperado como para tirarse, jefe Kurtz? —preguntó Richard Healey.
Ésa era una excelente pregunta, aunque Kurtz no quería admitirlo.
—No acabaría nunca de contarles a cuántos hombres encontramos en la calle que se creen perseguidos por los demonios y nos dan descripciones de sus perseguidores, cuernos incluidos.
La señora Healey se inclinó hacia delante y miró de través.
—Jefe Kurtz, ¿y su mozo?
Kurtz invitó a entrar a Rey, que permanecía en el vestíbulo.
—Señora, le presento al agente Nicholas Rey. Usted nos pidió que nos acompañara hoy, por lo del hombre que pereció durante el reconocimiento.
—¿Un agente de policía negro? —preguntó con visible incomodidad.
—En realidad, mulato —precisó Savage con orgullo—. El agente Rey es el primero del país. El primero en toda Nueva Inglaterra, dicen.
La señora Healey alargó la mano para que Rey se la estrechara. Luego se volvió y alzó el cuello lo suficiente para ver a placer al mulato.
—¿Es usted el agente que estaba a cargo del vagabundo, del que murió allí?
Rey asintió.
—Entonces, dígame, agente. ¿Qué cree usted que le hizo actuar de aquel modo?
El jefe Kurtz tosió nerviosamente en dirección a Rey.
—No puedo decírselo con precisión, señora —respondió Rey sinceramente—. No puedo decir qué creyó o si consideró que corría algún peligro su integridad física en aquel momento.
—¿Le habló a usted? —preguntó Roland.
—Sí, señor Healey. Al menos trató de hacerlo. Pero me temo que lo que susurró no podía entenderse.
—¡Ja! ¡Ustedes ni siquiera son capaces de descubrir la identidad de un vagabundo que se les muere en sus propias dependencias! ¡Creo que usted, jefe Kurtz, considera que mi marido tuvo el fin que merecía!
—¿Yo? —Kurtz se volvió y miró inerme a su subjefe—. ¡Señora!
—Yo soy una mujer enferma, a punto de comparecer ante Dios, ¡pero a mí no me engañan! ¡Usted cree que somos tontos y unos palurdos, y está deseando mandarnos a todos al diablo!
—¡Señora! —exclamó Savage haciendo eco al jefe.
—¡No le daré el placer de verme muerta, jefe Kurtz! ¡Usted y su desagradable policía negro! ¡Él hizo todo lo que sabía hacer y no tenemos que avergonzarnos de nada!
La compresa cayó al suelo cuando ella se hurgó el cuello con las uñas. Era una nueva convulsión, provocada por las costras recientes y las marcas rojas que cubrían su piel. Se rascó el cuello, ahondando en la carne y escarbando en un enjambre de insectos invisibles que aguardaban en los recovecos de su mente.
Sus hijos saltaron de sus asientos, pero sólo pudieron retroceder hacia la puerta. Kurtz y Savage habían hecho otro tanto, indefensos, como si a la viuda pudieran consumirla las llamas en cualquier instante.
Rey aguardó un momento más y luego, tranquilamente, dio un paso hacia un lado de la cama.
—Señora Healey. —Sus arañazos habían aflojado las cintas de su camisa de dormir. Rey se acercó y rebajó la llama de la lámpara hasta que sólo pudo distinguirse la silueta de la viuda—. Señora, quiero que sepa que su marido me ayudó en una ocasión.
Se había tranquilizado.
Kurtz y Savage intercambiaron miradas de sorpresa junto a la puerta. Rey habló demasiado bajo para que desde el otro lado de la habitación se oyeran todas las palabras, pero los otros estaban demasiado asustados para adelantarse y provocar un nuevo acceso en la viuda. Aun en la oscuridad pudieron percibir hasta qué punto se había tranquilizado, lo apaciguada y silenciosa que estaba salvo por su agitada respiración.
—Cuéntemelo, por favor —dijo.
—De niño me trajo a Boston una mujer de Virginia que viajó aquí con motivo de una festividad. Algunos abolicionistas me apartaron de su lado para hacerme comparecer ante el juez presidente. Éste dictaminó que un esclavo quedaba emancipado legalmente en cuanto cruzaba a un estado libre. Me puso al cuidado de un herrero negro, Rey, y de su familia.
—Antes de que nos impusieran esa desdichada Ley de Esclavos Fugitivos. —Los párpados de la señora Healey se cerraron mientras suspiraba, y su boca se torció de una manera extraña—. Sé lo que piensan los amigos de su raza a propósito de aquel chico, Sims. Al juez presidente no le gustaba que yo acudiera a las vistas, pero fui. Había mucho que decir, entonces. Sims era como usted, un negro apuesto, pero tan oscuro como lo que mucha gente tiene dentro de la cabeza. El juez presidente nunca lo hubiera mandado de vuelta de no haberse visto obligado a hacerlo. No tuvo elección, compréndalo. Pero a usted le proporcionó una familia. Esa familia, ¿le hizo a usted feliz?
Él asintió.
—¿Por qué las equivocaciones sólo se subsanan después? ¿Acaso no pueden remediarse alguna vez con antelación? Eso produce mucho cansancio. Mucho cansancio.
Recobró en parte la lucidez, y ahora se dio cuenta de lo que había que hacer una vez los agentes se hubiesen marchado. Pero necesitaba una cosa más de Rey.
—Por favor, ¿le dijo algo a usted cuando era niño? Al juez Healey lo que más le gustaba era hablar con los niños.
Recordaba a Healey con sus propios hijos.
—Me preguntó si quería quedarme aquí, señora Healey, antes de poner por escrito sus conclusiones. Dijo que siempre estaría seguro en Boston, pero que era yo quien tenía que elegir ser un bostoniano, un hombre que cuidara de sí mismo y velara por la ciudad al mismo tiempo; de lo contrario sería siempre un marginal. Me dijo que, cuando un bostoniano alcanza las puertas del cielo, llega un ángel y le previene: «Aquí no estarás a gusto; esto no es Boston».
Percibió el susurro al tiempo que oía a la viuda de Healey caer dormida. Lo oyó en la desnudez de su gélida casa de huéspedes. Despertaba cada mañana con las palabras en la punta de la lengua. Podía saborearlas, podía oler el penetrante aroma que las arropaba, podía frotarse contra las híspidas barbas que las recitaban, pero cuando trataba de hablar él mismo en susurros, en ocasiones mientras conducía el carruaje, otras veces ante un espejo, aquello carecía de sentido. Se sentaba a todas horas con su pluma, gastando tinteros, pero la falta de sentido era peor por escrito que de palabra. Podía ver al hombre que susurraba, inquieto por aquel disparate, los ojos atónitos brillando ante él antes de que el cuerpo se lanzara a través del cristal. El hombre innominado había caído del cielo, desde un lugar lejano en el que Rey no podía pensar, a los brazos de Rey, desde donde había vuelto a caer. Se impuso apartarlo de su mente. Pero podía ver con toda claridad la caída a plomo por el patio, donde el hombre era todo sangre y hojas, una y otra vez; tan suave y constante como las imágenes de las transparencias de una linterna mágica. Debía detener la caída, maldita orden del jefe Kurtz. Debía encontrar algún sentido a las palabras que quedaron colgando en el aire muerto.
—No quisiera dejarlo ir —dijo Amelia Holmes, con un fruncimiento en su carita, mientras subía el cuello del abrigo de su marido para cubrir la bufanda—. Señor Fields, él no debería salir esta noche. Estoy preocupada por lo que pueda sucederle. Oiga cómo resuella a causa del asma. ¿Cuándo volverás a casa, Wendell?
El bien equipado carruaje de J. T. Fields se dirigió al 21 de la calle Charles. Aunque estaba a sólo dos manzanas de su casa, Fields nunca hacía caminar a Holmes. El doctor respiraba con dificultad en el escalón de la entrada, acusando el tiempo frío, como a menudo le ocurría también con el calor.
—Oh, no lo sé —respondió el doctor Holmes, algo fastidiado—. Me pongo en manos del señor Fields.
—Bien, señor Fields —dijo ella en tono grave—, ¿cuándo le permitirá regresar?
Fields consideró la pregunta con la mayor seriedad. El apoyo de una esposa era tan importante para él como el de un autor, y Amelia Holmes hacía poco que se había vuelto aprensiva.
—Quisiera que Wendell no publicara nada más, señor Fields —había dicho Amelia durante un almuerzo en casa de los Fields a principios de aquel mes, en la hermosa estancia que, a través de hojas y flores, daba al apacible río—. Lo único que consigue es regañar por las críticas de los periódicos, ¿y de qué sirve eso?
Fields abrió la boca para dejarle a ella descansar la mente, pero Holmes fue demasiado rápido. Cuando estaba agitado o asustado, nadie podía hablar tan aprisa, especialmente de sí mismo:
—¿Qué quieres decir, Melia? He escrito algo nuevo que no suscitará las quejas de los críticos. Se trata de la «Historia norteamericana». El señor Fields ha estado presionándome mucho tiempo para escribirla. ¿Sabes, querida?, será mejor que cualquier otra cosa que haya hecho.
—Oh, eso es lo que dices siempre, Wendell. —Agitó la mano tristemente—. Pero yo quiero que lo dejes.
Fields sabía que Amelia había reforzado la decepción de Holmes cuando la continuación de la serie el
Autocrat, The Professor at the Breakfast–Table
se consideró repetitiva, pese a las promesas de éxito hechas por Fields. Holmes planeó una tercera parte, que se titularía
The Poet at the Breakfast–Table
. Se sintió derrotado por los ataques de la crítica, y sólo obtuvo el modesto éxito de
Elsie Veneer
, su primera novela, que había escrito de un tirón y que publicó poco antes de la guerra.
A la nueva tropa de críticos bohemios de Nueva York le gustaba atacar la estructura establecida de Boston, y Holmes representaba a su orgullosa ciudad mejor que nadie; él, después de todo, había llamado a Boston el Eje del Universo y denominado a su propia clase social los brahmanes de Boston, inspirándose en tierras más exóticas. Ahora, los rufianes que se llamaban a sí mismos la Joven América y habitaban las tabernas subterráneas de Manhattan, a lo largo de Broadway, habían declarado irrelevante para la próxima era el prolongado dominio de los Poetas junto a la Chimenea patrocinados por Fields. ¿Qué había hecho para evitar la guerra civil la camarilla de Longfellow, con sus rimas anticuadas y sus estampas aldeanas?, preguntaban. Holmes, por su parte, años antes de la guerra había abogado por el compromiso e incluso firmó, junto con Artemus Healey, un manifiesto en apoyo de la Ley de Esclavos Fugitivos, que propugnaba la devolución a sus amos de los esclavos huidos, como una esperanzadora medida para evitar el conflicto.
—Pero es que no lo entiendes, Amelia —continuaba Holmes a la mesa del desayuno—. Eso me dará dinero, lo cual nunca está de más. —De pronto dirigió la mirada a Fields—. Si me ocurriera algo antes de que tuviera la historia terminada, no vendría a reclamarle el dinero a la viuda, ¿verdad?
Todos se echaron a reír. Ahora, sentados juntos en el carruaje, Fields miraba el cielo de colores cómo si pudiera darle la respuesta que Amelia seguía esperando.
—Alrededor de las doce —dijo—. ¿Qué le parece las doce, mi querida señora Holmes?
La miró con sus amables ojos castaños, aunque sabía que más bien sería a las dos de la madrugada. El poeta tomó del brazo al editor.
—Eso está muy bien para una noche dedicada a Dante, Melia. El señor Fields cuidará de mí. Uno de los mayores cumplidos que un hombre ha dedicado nunca a otro es mi visita a Longfellow esta noche, después de todo lo que he hecho últimamente, entre mis clases y mi novela y los almuerzos elegantes. ¿Por qué no debería ir esta noche?
Fields decidió no dar por oído este último comentario, aunque fuera pronunciado con despreocupación.
Era una leyenda popular en Cambridge, en 1865, que Henry Wadsworth Longfellow decidiría divinamente cuándo mostrarse fuera de su mansión colonial de color amarillo sol, para saludar a quienes llegaban, tanto si se trataba de huéspedes largamente esperados como de imprevistos peticionarios. Por supuesto que las leyendas a menudo decepcionan, y por lo general uno de los sirvientes del poeta atendía la maciza puerta de la casa Craigie, así llamada por sus anteriores dueños. En años recientes hubo ocasiones en que Henry Longfellow optó sencillamente por no recibir a nadie en absoluto.
Pero aquella tarde, confiando lo suficiente en la sabiduría popular aldeana, Longfellow permanecía en el escalón de entrada cuando los caballos de Fields remolcaron su carga por el camino para carruajes de la casa Craigie. Holmes, asomándose a la ventanilla, percibió desde lejos la figura antes de que el seto cubierto de blancura se partiera en dos y describiera una curva. Su agradable visión de Longfellow de pie, serenamente, bajo la luz de la lámpara en la nieve blanda, con el peso de su leonina barba flotante y su levita de impecable hechura, se ajustaba a la representación que del poeta se hacía el público. La imagen había cristalizado en la estela de la pérdida irreparable de Fanny Longfellow, y el mundo parecía intentar consagrar al poeta (como si el muerto hubiera sido él, en lugar de su mujer) cual una divina aparición enviada para responder a la raza humana, cuando sus admiradores trataran de esculpir su efigie en una permanente alegoría de genio y sufrimiento.
Las tres niñas Longfellow llegaron corriendo de jugar con la nieve inesperada, haciendo una pausa lo bastante larga a la entrada del vestíbulo como para sacudirse los chanclos antes de trepar por las escaleras bruscamente angulosas.
Desde mi estudio veo a la luz de la lámpara
descender la amplia escalera del vestíbulo
a la grave Alice y a la reidora Allegra,
y a Edith con su cabello dorado.
Holmes acababa de pasar ante esa amplia escalera, y ahora estaba de pie junto a Longfellow en aquel estudio, donde la luz de la lámpara iluminaba el escritorio del poeta. Mientras tanto, las tres niñas desaparecieron de la vista. Todavía camina a través de un poema vivo. Holmes sonrió para sí y tomó la pata del perrito ladrador de Longfellow, que mostraba todos sus dientes y sacudía su cuerpo porcino.
Luego Holmes saludó al lánguido erudito de barba caprina que se sentaba, inclinado, en una butaca junto a la chimenea, con la mirada perdida en un enorme infolio.
—¿Cómo va el George Washington más vivo de la colección de Longfellow, mi querido Greene?