—¡No me hagas enfadar, Peaslee!
—Tenga cuidado —advirtió Peaslee, el mayor ladrón de cajas fuertes de Boston, sacudiéndose el polvo del chaleco—. El pedrusco vale ochocientos dólares, jefe, ¡y legítimamente adquirido!
Brotaron carcajadas por doquier; incluso por parte de algunos detectives. Kurtz no debió permitir que Langdon Peaslee le provocara; aquel día, no.
—Me da la impresión de que tuviste algo que ver con la serie de cajas reventadas el domingo pasado en la calle Commercial —dijo Kurtz—. Te voy a empapelar ahora mismo por quebrantar la ley sobre descanso dominical y podrás dormir en los calabozos junto con los rateros de poca monta.
Willard Burndy, unos puestos más allá de la fila, prorrumpió en risotadas.
—Bueno, yo le contaré algo sobre eso, mi querido jefe —dijo Peaslee, alzando la voz teatralmente, en atención a todos los reunidos en la sala (incluido el súbito arrebato que se produjo en los asientos de arriba)—. Seguro que, aquí, nuestro amigo el señor Burndy no sería capaz de hacer algo parecido a lo de la calle Commercial. ¿O es que esas cajas fuertes pertenecen a una asociación de damas?
Los brillantes ojos rosados de Burndy doblaron su tamaño mientras se abría paso en medio de los hombres a empujones, a zarpazos, en dirección a Langdon Peaslee, y a punto estuvo de encender un motín a su paso entre los malandrines más camorristas. Los muchachos harapientos de arriba lo vitoreaban y le lanzaban gritos. El espectáculo prosiguió y acabó sacando a la luz los secretos del hampa que operaba en las bodegas de North End, y a los que cobraban 25 centavos por una cabeza.
Mientras los agentes contenían a Burndy, un hombre desorientado fue empujado fuera de la fila. Dio un tremendo traspié, y Nicholas Rey lo agarró antes de que llegara a caer.
Tenía una complexión frágil y unos ojos oscuros, hermosos pero cansados, con expresión vacilante. El desconocido desplegó una dentadura como un tablero de ajedrez, con dientes inexistentes y carcomidos, y emitía una especie de silbido que desprendía olor a aguardiente de Medford. Ni siquiera se daba cuenta de que toda su ropa estaba manchada de huevos podridos, o eso no le preocupaba.
Kurtz avanzó hacia la reorganizada hilera de delincuentes y explicó de nuevo. Contó lo del hombre hallado desnudo en un campo cerca del río, con el cuerpo bullendo de moscas, avispas, larvas que se alimentaban bajo su piel y se empapaban en su sangre.
Uno de los presentes, les informó Kurtz, lo mató de un golpe en la cabeza, lo transportó allí y lo abandonó a los efectos de la intemperie. Mencionó otro extraño detalle: una bandera, blanca y andrajosa, plantada sobre el cadáver.
Rey paró la caída de su desorientado pupilo con los pies. La nariz y la boca del hombre eran rojas e irregulares, sobreponiéndose su fino bigote y a su barba. Era cojo de una pierna, resultado de un accidente o de una pelea olvidada desde hacía tiempo. Sus manos anchas se agitaron en gestos salvajes. El temblor del desconocido acentuaba con cada detalle aportado por el jefe de policía.
El subjefe Savage dijo:
—¡Oh, ese sujeto! ¿Quién lo ha traído? ¿Usted lo sabe, Rey? No quiso dar ningún nombre antes, cuando estaban fotografiando a 1os nuevos para la galería de retratos de delincuentes. ¡Silencioso como una esfinge egipcia!
El cuello de papel de la esfinge casi estaba oculto bajo su harapienta bufanda negra, que lo envolvía cayendo floja a un lado. Fijaba una mirada vacía y sacudía sus desproporcionadas manos en el aire describiendo aproximados círculos concéntricos.
—¿Tratas de dibujar algo? —preguntó Savage bromeando.
En efecto, sus manos dibujaban una especie de mapa, algo que hubiera ayudado enormemente a la policía en las semanas que siguieron, pues habría sabido qué buscar. Aquel desconocido había sido durante mucho tiempo asiduo del escenario del asesinato de Healey pero no de los salones ricamente enmaderados de Beacon Hill. No; el hombre no estaba trazando en el aire una imagen terrenal, sino una lóbrega antecámara del inframundo. Porque fue allí, allí, tal como comprendió el hombre, donde la imagen de la muerte de Artemus Healey se filtraba en su mente y crecía con cada detalle; sí, allí se había descargado el castigo.
—Yo diría que es sordo y mudo —susurró el subjefe Savage a Rey, después de que varios meditados gestos con la mano resultaran infructuosos—. Y por el olor, todo un personaje. Le traeré un poco de pan y queso. No le quite ojo a ese Burndy, Rey.
Savage movió la cabeza en dirección al perturbador que se había destacado de los demás y que ahora se frotaba los ojos rosados con sus manos esposadas, fascinado pon las grotescas descripciones de Kurtz.
El subjefe separó con suavidad al hombre tembloroso de la custodia del agente Rey, y lo condujo a través de la estancia, pero el hombre se agitó, prorrumpió en llanto y luego, con lo que pareció un esfuerzo impremeditado, apartó a gritos al subjefe de policía, enviándolo de cabeza contra un banco.
Entonces el hombre saltó detrás de Rey, le echó el brazo izquierdo alrededor del cuello, con los dedos engarfiados bajo el codo derecho del agente, apartó con la otra mano su sombrero y se inmovilizó ante sus ojos. Torció la cabeza de Rey hacia él, para que la oreja del oficial quedara atrapada frente al aliento que salía de sus labios. El susurro del hombre era tan bajo, tan desesperado y gutural, tan parecido a una confesión, que sólo Rey pudo captar las palabras que pronunció.
Entre los hampones estalló un divertido caos.
De repente, el desconocido soltó a Rey y se agarró a una columna estriada. Se lanzó con fuerza, girando en torno a ella, catapultándose hacia delante. Las incomprensibles palabras que pronunciaba entre silbidos atrajeron la atención de Rey: era un código de sonidos sin sentido, tan estridente y enérgico como para sugerir un significado más allá de lo que Rey podía imaginar.
Dinanzi
. Rey luchó por recordar, por oír de nuevo el susurro, al tiempo que se esforzaba (
etterne etterno, etterne etterno
) a fin de no perder el equilibrio mientras jadeaba para atrapar al fugitivo, pero éste se había lanzado con tal impulso, que no hubiera podido detenerse de haberlo querido en aquel último instante de su vida.
Se estrelló contra el grueso cristal de una de las amplias ventanas. Un fragmento desprendido de cristal, con una perfecta forma de guadaña, giró en un movimiento de danza casi gracioso, alcanzando la bufanda negra y penetrando limpiamente en la tráquea. Un golpe hizo que el hombre inclinara hacia delante su lacia cabeza. Luego se lanzó con fuerza a través del cristal hecho añicos y cayó al patio.
Todo quedó en silencio. Los trozos de cristal, delicados como copos de nieve, cayeron bajo los zapatos de punteras desgastadas de Rey, mientras se aproximaba al marco de la ventana y miraba abajo. El hombre estaba tendido sobre un grueso colchón de hojas otoñales, los cristales rotos de la ventana fragmentaban el cuerpo y su lecho en un caleidoscopio de amarillo, negro y rojo pálido. Los golfillos harapientos, que fueron los primeros en bajar al patio, señalaban y vociferaban, danzando en torno al cadáver. Mientras descendía, Rey no podía olvidar las torpes palabras que el hombre había escogido, pon alguna razón, para legárselas a él como el último acto de su vida.
Voi Ch'intrate. Voi Ch'intrate
. Vosotros, los que entráis. Vosotros, los que entráis.
James Russell Lowell se sentía como sir Launfal, el héroe en busca del Grial de su poema más popular, mientras atravesaba al galope la cancela de hierro del patio de Harvard. Pon supuesto, el poeta hubiera podido considerar que representaba el papel de caballero galante cuando entró aquel día, alto en su blanco corcel, perfilado por los vivos colores del otoño, de no haber sido por sus peculiares preferencias en materia de imagen: su barba estaba cortada en forma cuadrada, dos o tres pulgadas por debajo del mentón, pero su bigote crecía más largo, dejándolo colgar. Algunos de sus detractores, y muchos amigos, señalaban en privado que ésa no era quizá la elección más adecuada para su rostro, por lo demás gallardo. La opinión de Lowell era que debía llevarse barba, puesto que Dios la había dado aunque no especificaba si aquel peculiar estilo era lo requerido teológicamente.
Su caballerosidad imaginada era sentida con una pasión más fuerte aquellos días, cuando la universidad se presentaba como una ciudadela crecientemente hostil. Unas pocas semanas antes, la corporación intentó convencer al profesor Lowell para que adoptara una propuesta de reformas que eliminaría muchos de los obstáculos a los que su departamento se enfrentaba (por ejemplo, que los estudiantes recibieran la mitad de créditos por matricularse en una lengua extranjera moderna en lugar de hacerlo en una clásica). En contrapartida, la corporación garantizaría la aprobación final de todas las clases de Lowell, el cual rechazó de plano la oferta. Si querían imponer su propuesta, deberían seguir el largo procedimiento de someterla a la Mesa de Supervisores de Harvard, la hidra de veinte cabezas.
Una tarde, el presidente le dio a Lowell un consejo que le hizo comprender que recurrir a la Mesa para la aprobación de todas sus clases era un despropósito.
—Lowell, al menos cancele ese seminario suyo sobre Dante, y Manning puede mejorarle a usted las cosas —le dijo el presidente, tomándolo del codo confidencialmente.
Lowell entornó los ojos.
¿De eso se trata? ¡Andan detrás de eso! —Se volvió, indignado—. ¡A mí no me engatusarán para que me incline ante ellos! Se libraron de Ticknor y vive Dios que dieron motivos a Longfellow para que se sintiera ofendido. Creo que todo hombre que se tenga por un caballero debe estar en contra de ellos; todo hombre, claro, que no haya obtenido su doctorado mediante apaños.
—Usted me considera un cero a la izquierda, profesor Lowell, porque no controlo la corporación más que usted mismo, y las más de las veces dirigirse a sus miembros es como hablar a la pared. Ah, y eso a pesar de que yo presido esta universidad —añadió, riendo entre dientes. En efecto, Thomas Hill era el presidente de Harvard, y nuevo en el cargo, el tercero en una década, una muestra de que los miembros de la corporación acumulaban mucho más poder del que él poseía—. Ellos creen que Dante es un tema inadecuado dentro de las actividades de su departamento, eso está claro. Le darán un escarmiento, Lowell. ¡Manning convertirá eso en un escarmiento! —advirtió, y agarró de nuevo el brazo de Lowell, como si en determinado momento hubiera que apartar al poeta de algún peligro.
Lowell manifestó que no toleraría que los miembros de la corporación sometieran a juicio una literatura sobre la que no sabían nada. Y Hill ni siquiera trató de discutir este punto. Era una cuestión de principios para el claustro de Harvard ignorarlo todo en materia de lenguas vivas.
La siguiente ocasión en que Lowell vio a Hill, el presidente iba provisto de un trozo de papel azul con una anotación manuscrita de un poeta británico recientemente fallecido, acerca de algún aspecto del poema de Dante. «¡Qué odio hacia la entera raza humana! ¡Qué exaltación y qué gozo ante los sufrimientos eternos cuyo rigor no disminuye! Contenemos el aliento mientras leemos y nos tapamos lo oídos. ¿Alguien reunió con anterioridad tan ofensivos olores, suciedades, excrementos, sangre, cuerpos mutilados, alaridos y monstruos míticos como castigo? A la vista de ello, no puedo dejar de considerar este libro como el más inmoral e impío jamás escrito». Sonrió satisfecho, como si aquello lo hubiera escrito él mismo. Lowell se echó a reír.
—¿Mandan los ingleses en lo que tenemos en nuestros anaqueles? ¿Por qué no entregamos Lexington a los casacas rojas y ahorramos al general Washington el inconveniente de la guerra? —Lowell advirtió algo en la mirada de Hill, algo que vio a veces en la expresión inexperta de un estudiante, que lo indujo a pensar que el presidente podría llegar a comprender—. Mientras Estados Unidos no aprenda a amar la literatura no como una diversión, no como unas simples coplillas para aprendérselas de memoria en un aula universitaria, sino para alimentar su energía humanizadora y ennoblecedora mi querido y reverendo presidente, no habrá alcanzado ese alto designio que consiste en hacer de un pueblo una nación. Y eso se logra, transformando un nombre muerto en una fuerza viva.
Hill se esforzó en no apartarse de su propósito.
—Esa idea de viajar por el más allá, de enumerar los castigos del infierno, eso es una absoluta crueldad, Lowell. ¡Y una obra como ésa es muy impropio titularla «Comedia»! Es medieval, escolástica y…
—Católica —esta palabra tapó la boca a Hill—. ¿Es eso lo que quiere usted decir, reverendo presidente? ¿Que es demasiado italiana demasiado católica para la Universidad de Harvard?
Hill levantó una de sus blancas cejas con gesto socarrón.
—Usted mismo debería saber que esas aterradoras ideas sobre Dios no pueden soportarlas nuestros oídos protestantes.
La verdad era que Lowell experimentaba tan poca simpatía como su colega de Harvard por los papistas irlandeses que se amontonaban a lo largo de los muelles y en los distantes suburbios de Boston. Pero la idea de que el poema era una especie de edicto del Vaticano…
—Sí, nosotros más bien condenamos a la gente para la eternidad sin la cortesía de informarla. Y Dante llama a su obra
commedia
, querido señor, porque está escrita en su rústica lengua italiana en lugar de en latín y porque termina felizmente, con el poeta elevándose a los cielos, en oposición a la tragedia. En lugar de esforzarse en crear un gran poema sobre algo ajeno y artificioso, deja que el poema brote por sí mismo de él.
A Lowell le gustó advertir que el presidente estaba exasperado.
—Por favor, profesor, ¿no cree usted que es fruto del rencor, que es algo malévolo por parte de alguien infligir torturas inmisericordes a todos los que practican una lista de pecados en concreto? ¡Imagine a un hombre público de nuestros días asignando a sus enemigos lugares en el infierno! —replicó Hill.
—Mi querido y reverendo presidente, lo imagino incluso mientras hablamos. Y no me malinterprete. Dante también manda a sus amigos allá abajo. Puede usted decirle esto a Augustus Manning. La piedad sin rigor sería egoísmo cobarde, mero sentimentalismo.
Los miembros de la corporación de Harvard, el presidente y seis piadosos hombres de negocios escogidos fuera del claustro universitario, se mostraban firmes en su defensa de un currículo de larga duración que a ellos les había servido bien —griego, latín, hebreo, historia antigua, matemáticas y ciencias— y afirmaban, como corolario de lo anterior, que las lenguas y literaturas modernas, inferiores, se quedarían como una novedad, como algo para engordar sus catálogos. Longfellow había abierto algún camino tras la partida del profesor Ticknor, incluido un seminario de iniciación a Dante, y contrató a un brillante exiliado italiano llamado Pietro Bachi como profesor de su lengua. El seminario sobre Dante fue, con mucho, el menos popular debido a la falta de interés por el tema y por el idioma. Aun así, el poeta gozó del entusiasmo de unas pocas mentes que siguieron aquel curso. Uno de los entusiastas fue James Russell Lowell.