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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

El club Dante (3 page)

BOOK: El club Dante
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En el frío viciado de las dependencias del forense, Ednah Healey lo vio y supo en aquel instante lo que significaba ser viuda, el recelo atroz que inspiraba. Con una súbita torsión del brazo, agarró de un manotazo, de una repisa, la cizalla del forense, afilada como una navaja. Kurtz, acordándose del jarrón, retrocedió y se arrojó sobre el confuso forense, que soltó una maldición.

Ednah se arrodilló y, tiernamente, cortó un mechón de los revueltos cabellos de la coronilla del juez. De rodillas, con su voluminosa falda desparramada por todos los rincones de la pequeña habitación, una mujer menuda se inclinaba sobre un cuerpo frío y purpúreo, con una mano enfundada en un guante de gasa apretando las cuchillas y con la otra acariciando el mechón cortado, grueso y seco como pelo de caballo.

—Bueno, nunca había visto a un hombre tan comido por los gusanos —dijo Kurtz con una voz tenue, en el depósito de cadáveres, una vez que dos de sus hombres hubieron acompañado a Ednah Healey a su casa.

Barnicoat, el forense, tenía una cabeza informe y pequeña, cruelmente punteada por unos ojos de langosta. Las ventanas de su nariz estaban rellenas hasta el doble de su capacidad con bolas de algodón.

—Larvas —dijo Barnicoat, haciendo una mueca. Tomó una de las «alubias» blancas que se retorcían y que habían caído al suelo. Luchó contra la carnosa palma de la mano antes de que Barnicoat la lanzara al incinerador, donde produjo un sonido sibilante, se volvió negra y luego reventó convirtiéndose en humo—. No es corriente que los cadáveres se dejen pudrir en un campo. Pero es cierto que la muchedumbre alada que nuestro juez Healey atrajo sobre sí es más común en los cuerpos de ovejas y cabras abandonados a la intemperie.

Lo cierto era que la cantidad de larvas que habían criado en el interior de Healey durante los cuatro días que permaneció en su campo era asombrosa, pero Barnicoat no poseía suficientes conocimientos para admitirlo. Su nombramiento como forense obedecía a razones políticas, y el cargo no requería una especial pericia médica o científica; sólo soportar los cuerpos muertos.

—La criada que trasladó el cadáver a la casa —explicó Kurtz— trató de limpiar de insectos la herida, y creyó ver, no sé cómo decirlo…

Barnicoat tosió para que Kurtz recobrara el hilo.

—Ella oyó al juez Healey murmurar antes de morir —dijo Kurtz—. Eso es lo que dice, señor Barnicoat.

—¡Oh, es imposible! —replicó Barnicoat riendo despreocupadamente—. Las larvas de la mosca azul sólo pueden vivir en tejido muerto, jefe.

Por eso, explicó, las moscas hembra buscaban heridas en el ganado para anidar en ellas, o bien en la carne estropeada. Si se hallaban en la herida de un ser vivo que no era consciente de ellas o que era incapaz de quitarlas, las larvas podían ingerir solamente las partes muertas del tejido, lo que causaba pocos daños.

—Esta herida de la cabeza parece haber duplicado o triplicado su circunferencia, lo cual quiere decir que todo el tejido estaba muerto, o sea, que el juez presidente sin duda había fallecido cuando los insectos se dieron el festín.

—Pero el golpe en la cabeza que causó la herida original, ¿fue lo que lo mató? —preguntó Kurtz.

—Oh, es muy probable, jefe —dijo Barnicoat—. Y lo bastante fuerte como para que se le saltaran los dientes. ¿Dice usted que lo encontraron en su campo?

Kurtz asintió. Barnicoat pensó en la posibilidad de que la muerte no hubiera sido intencionada. Un asalto con el propósito de matar hubiera incluido algo que garantizara la empresa más allá de un golpe, como una pistola o un hacha.

—Incluso un puñal. No, parece más probable que se trate de un vulgar acto de fuerza. El delincuente golpea al juez presidente en la cabeza en su dormitorio; lo golpea hasta dejarlo inconsciente, luego lo saca afuera para quitarlo de en medio mientras él registra la casa en busca de objetos de valor, probablemente sin pensar ni por un momento que la herida de Healey fuera tan grave.

Lo dijo casi con simpatía hacia el equivocado ladrón. Kurtz dirigió a Barnicoat una mirada fija y torva.

—Pero no se llevaron nada de la casa. Ni eso. La ropa del juez presidente fue retirada y doblada cuidadosamente, incluso colocada en sus cajones. —Carraspeó para recobrar su voz natural, que antes había sonado apagada—. ¡Con su cartera, su cadena de oro y su reloj dejados en orden sobre su ropa!

Uno de los ojos de langosta se clavó muy abierto en Kurtz.

—¿Lo desnudaron? ¿Y no se llevaron nada?

—Una auténtica locura —dijo Kurtz, y el hecho le chocó de nuevo por tercera o cuarta vez.

—¡Sin duda! —exclamó Barnicoat, mirando en derredor como si buscara otros interlocutores.

—Usted y sus ayudantes deben considerar que esto es completamente confidencial, por orden del alcalde. Usted ya lo sabe, ¿verdad señor Barnicoat? ¡Ni una sola palabra fuera de estas paredes!

—Oh, muy bien, jefe Kurtz. —Barnicoat profirió una risa rápida, irresponsable, infantil—. Bien, el viejo Healey pudo haber sido un hombre terriblemente gordo, difícil de levantar. Al menos eso se han ahorrado.

Kurtz se rindió a la lógica y a la emoción cuando explicó, en Wild Oaks, por qué necesitaba tiempo para estudiar el asunto antes de hacer público lo sucedido. Pero Ednah Healey no le respondió mientras su doncella le arreglaba la ropa de cama en torno al cuerpo.

—Ya ve… Bueno, si se monta un circo a nuestra costa, si la prensa ataca ferozmente nuestros métodos, como suele hacer, ¿qué puede descubrirse?

Los ojos de ella, por lo general como dardos y dispuestos a juzgar, estaban tristemente inmóviles. Incluso las criadas, que temían su fiera mirada de censura, lloraban por su actual estado tanto como por la pérdida del juez Healey.

Kurtz retrocedió, casi dispuesto a rendirse. Se dio cuenta de que la señora Healey cerraba apretadamente los ojos cuando Nell Rannel entró en la habitación con el té.

—El señor Barnicoat, el forense, dice que la idea de su sirvienta de que el juez presidente estaba vivo cuando lo encontró, es sencillamente imposible, una alucinación. Barnicoat puede afirmar, por el número de larvas, que el juez presidente ya había fallecido.

Ednah Healey se volvió hacia Kurtz con una mirada abiertamente interrogadora.

—Cierto, señora Healey —continuó Kurtz con recobrado aplomo—. Las larvas de mosca, por su propia naturaleza, sólo se alimentan de
tejido muerto
, ¿sabe usted?

—Entonces, ¿no pudo haber sufrido mientras estaba allí? —preguntó la señora Healey en tono de súplica, con la voz rota.

Kurtz negó firmemente con la cabeza. Antes de que abandonara Wide Oaks, Ednah llamó a Nell Ranney y le prohibió repetir la parte más horrible de su relato.

—Pero, señora Healey, yo sé que… —protestó Nell con voz apagada, sacudiendo la cabeza.

—¡Nell Ranney! ¡Haz lo que te digo!

Luego, para contentar al jefe, la viuda se mostró de acuerdo en ocultar las circunstancias de la muerte de su marido.

—Pero debe hacerlo —le dijo, agarrándole la manga de la chaqueta—, debe jurarme que va a encontrar al asesino.

Kurtz asintió.

—Señora Healey, para empezar, el departamento está aportando todos nuestros recursos, y en nuestra situación actual…

—No. —Su mano pálida seguía agarrando, inmóvil, la chaqueta, como si cuando abandonara Kurtz la habitación aquella mano fuera a continuar colgando allí, impertérrita—. No, jefe Kurtz. Nada de empezar. Terminar. Encontrar. Júremelo.

Ella apenas le dejaba elección.

—Le juro que lo haremos, señora Healey. —No tenía intención de decir nada más, pero la torturante duda que albergaba lo impulsó a añadir—: De un modo u otro.

J. T. Fields, editor de poetas, estaba apoyado en el asiento junto a la ventana de su despacho en el New Corner, estudiando los cantos que Longfellow había seleccionado para la noche, cuando un oficinista joven apareció con un visitante. La delgada figura de Augustus Manning se materializó procedente del vestíbulo, aprisionado en una rígida levita. Entró en el despacho desorientado, como si no tuviese idea de cómo había llegado al segundo piso de la recién renovada mansión de la calle Tremont que ahora albergaba Ticknor, Fields y Compañía.

—Aquí hay mucho espacio, señor Fields, mucho. Pero para mí usted será siempre el socio joven instalado tras su cortina verde en el Old Corner, predicando a su reducida congregación de autores.

Fields, ahora socio principal y el editor de más éxito de Estados Unidos, sonrió y se dirigió a su mesa, extendiendo su pie suavemente hasta el tercero de cuatro pedales —A, B, C y D— que se alineaban bajo su silla. En una dependencia distante de la oficina, una campanilla marcada con una «C» emitió una ligera nota, llamando a un recadero. La campana «C» significaba que el editor debía ser interrumpido al cabo de veinticinco minutos; la campana «B», que en diez minutos; la «A», en cinco. Ticknor y Fields era el selecto editor oficial de los textos, folletos, memorias e historiales académicos de la Universidad de Harvard. Así que el doctor Augustus Manning, que manejaba el dinero de la institución, recibió aquel día la más generosa «C».

Manning se quitó el sombrero y se pasó la mano por el desnudo canal que se abría entre oleadas de cabello rizado que se derramaban desde ambos lados de la cabeza.

—Como tesorero de la corporación de Harvard —dijo—, debo plantearle a usted un posible problema que recientemente ha llamado nuestra atención, señor Fields. Usted comprende que una empresa editorial comprometida con la Universidad de Harvard debe gozar de una reputación impecable.

—Doctor Manning, me atrevería a afirmar que no hay ninguna empresa que nos aventaje en reputación.

Manning juntó sus dedos ganchudos dirigiéndolos hacia arriba y dejó escapar un largo y estridente suspiro o golpe de tos; Fields no hubiera podido decir de qué se trataba.

—Hemos sabido de una nueva traducción literaria que tiene usted intención de publicar, señor Fields, realizada por el señor Longfellow. Por supuesto que apreciamos los años de colaboración del señor Longfellow con nuestra universidad, y sus poemas poseen el mayor mérito, sin duda. Pero hemos oído algo sobre ese proyecto, sobre ese tema, y abrigamos alguna preocupación acerca de esa bobada…

Fields le dirigió una fría mirada, ante la que los dedos levantados de Manning se deslizaron hasta separarse. El editor oprimió con el tacón el cuarto y más urgente llamador.

—Usted sabe bien, mi querido doctor Manning, hasta qué punto la sociedad valora la obra de mis poetas: Longfellow, Lowell, Holmes…

Aquel triunvirato reforzaba su postura.

—Señor Fields, precisamente estoy hablando en nombre de la sociedad. Sus autores dependen de usted. Aconséjeles adecuadamente. Si lo desea no mencione esta visita, y yo tampoco lo haré. Sé que usted desea que su empresa siga gozando de estima, y sin duda considerará todas las repercusiones de su publicación.

—Gracias por su lealtad, doctor Manning. —Fields respiró profundamente, luchando por conservar su famosa diplomacia—. He considerado muy bien las repercusiones y las he previsto. Si no desea usted seguir adelante con las publicaciones pendientes de la universidad, con mucho gusto le devolveré de inmediato los clisés sin cargo alguno. Espero que comprenda que me sentiría ofendido ante cualquier alusión desconsiderada hecha en público a propósito de mis autores. Ah, señor Osgood…

El jefe administrativo de Fields, J. R. Osgood, se coló en el despacho y Fields dispuso que el doctor Manning visitara las nuevas oficinas.

—No es necesario. —La palabra se filtró a través de la tiesa barba patricia de Manning, que iba a durar tanto como el siglo, mientras se ponía de pie—. Espero que disfrute de días placenteros en este lugar, señor Fields —dijo, lanzando una fría mirada al reluciente enmaderado de nogal negro—. Recuerde que vendrán tiempos en los que no podrá usted proteger a sus autores de sus propias ambiciones.

Se inclinó con extremada cortesía y dirigió la mirada al hueco de la escalera.

—Osgood —dijo Fields, cerrando la puerta—, coloque un poco de chismorreo en el
New York Tribune
a propósito de la traducción.

—Ah, ¿no lo ha hecho ya el señor Longfellow? —preguntó vivamente Osgood.

Fields frunció sus gruesos y arrogantes labios.

—¿Sabía usted, señor Osgood, que Napoleón le disparó a un vendedor de libros por ser demasiado agresivo?

Osgood se quedó pensativo.

—No, nunca lo había oído, señor Fields.

—La gran ventaja de una democracia es que somos libres para exagerar sobre nuestros libros todo lo que queramos, y quedar perfectamente a salvo de cualquier perjuicio. Quiero que ninguna familia respetable duerma tranquila cuando mandemos el libro al encuadernador. —Y cualquiera que en una milla a la redonda hubiera podido oír su voz, habría creído que se saldría con la suya—. Al señor Greeley, de Nueva York, para su inmediata inclusión en la sección «Boston literario».

Los dedos de Fields punteaban y rasgaban el aire, como un músico que tocara un piano imaginario. Su muñeca le producía calambres al escribir, de modo que Osgood era la mano sustituta para la mayor parte de los escritos del editor, incluidos sus versos.

Llegó a su mente en una forma casi definitiva:

—«QUÉ ESTÁN HACIENDO LOS HOMBRES DE LETRAS EN BOSTON.
Se rumorea que una nueva traducción está en las prensas de Ticknor, Fields y Compañía, la cual atraerá considerable atención en muchos ámbitos. Se dice que el autor es un caballero de nuestra ciudad, cuya poesía ha conquistado desde hace muchos años al público de ambas orillas del Atlántico. Nos consta además que dicho caballero ha contado con la ayuda de los más finos talentos literarios de Boston…» Alto, Osgood. Sustituya «de Boston» por «de Nueva Inglaterra». No queremos que el viejo Greene ponga una sonrisita tonta, ¿verdad?

—Desde luego que no, señor —consiguió responder Osgood mientras garabateaba.

—«… los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra para llevar a cabo la tarea de revisar y completar su nueva y elaborada traducción poética. El contenido del trabajo de momento se desconoce, pero podemos afirmar que nunca se había leído en nuestro país, y que transformará el panorama literario». Etcétera. Que Greeley ponga «Fuente anónima». ¿Ha tomado usted nota de todo?

—Mañana por la mañana lo enviaré con el primer correo —dijo Osgood.

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