El círculo oscuro (43 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Fue entonces cuando sucedió, con la aceleración abominable y espasmódica de una pesadilla: horrorizado, Mayles vio cómo giraba la rueda que atrancaba la escotilla, y se aferró a ella intentando invertir su movimiento. Se oyó el ruido metálico de los ganchos al soltarse. Luego, el bote salvavidas salió disparado por la rampa, arrastrando a Mayles y a media docena de pasajeros. Se deslizaron sin control por los raíles engrasados, incapaces de frenar, hasta que, bruscamente, Mayles se vio en plena caída libre hacia las aguas negras y tumultuosas, con la cabeza por delante, haciendo una voltereta a cámara lenta.

Lo último que vio antes de caer al agua fue otro barco que surgía de la niebla, a proa del
Britannia
, y que se dirigía hacia ellos con rumbo de colisión.

Capítulo 71

Los ojos de LeSeur estaban clavados en las ventanas de proa del puente auxiliar. Hacía más viento, pero llovía menos, y se estaba levantando la niebla, lo que le permitía de vez en cuando tener una visión del mar y de la tormenta. El primer oficial forzaba tanto la vista, que se preguntó si vela visiones.

Pero no, ahí estaba: el
Grenfell
, surgía de una bolsa de niebla, con la proa bulbosa golpeando el mar. Iba directamente hacia ellos.

La aparición del
Grenfell
cortó la respiración a todos los que se encontraban en el puente auxiliar.

—Cuatrocientas veinte brazas.

El
Grenfell
inició la maniobra. Un burbujeo repentino de espuma blanca a lo largo del casco de popa estribor indicó la inversión de la hélice de estribor. Simultáneamente, un chorro de agua cerca de proa babor señaló la puesta en marcha de los propulsores de proa. El morro rojo del
Grenfell
empezó a virar hacia estribor, mientras ambos barcos seguían acercándose, el gigantesco
Britannia
a mucha más velocidad que la embarcación canadiense.

— ¡Prepárense! —gritó LeSeur, cogiéndose al borde de la mesa de navegación.

A la maniobra del
Grenfell
respondió casi enseguida un rugido en las entrañas del
Britannia
. Masón había desconectado el piloto automático, y reaccionaba con una rapidez alarmante. El barco empezó a vibrar como en un terremoto, y la cubierta empezó a ladearse.

— ¡Está encogiendo los estabilizadores! —exclamó LeSeur, con una mirada incrédula al tablero de control—. Y… madre mía… ¡ha rotado los módulos de popa noventa grados a estribor!

— ¡No puede ser! —vociferó el ingeniero jefe—. ¡Arrancará los módulos del casco!

LeSeur examinó los datos del motor, intentando desesperadamente entender qué hacía Masón.

—Está virando de lado… expresamente… para que nos embista el
Grenfell
por el flanco —dijo.

Entonces cruzó su pensamiento una imagen tan horrible como nítida: la del
Britannia
exponiendo su vulnerable parte central a un barco blindado contra el hielo como el
Grenfell
. Sin embargo, la embestida no sería frontal; el
Britannia
no tendría tiempo de girar tanto. Sería aún peor. El
Grenfell
lo acometería en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con lo que seccionaría en diagonal el bloque principal de camarotes y espacios públicos. Sería una matanza, un exterminio, una carnicería.

Tuvo claro inmediatamente que Masón había estudiado a fondo su respuesta. Sería tan eficaz como estampar el barco en las Carrion Rocks. Dando muestras de una gran capacidad de reacción, la segundo capitán había pillado la ocasión al vuelo.

— ¡
Grenfell
! —exclamó, rompiendo el silencio radiofónico—. ¡Inviertan la segunda hélice y los propulsores de proa! ¡Está virando hacia ustedes!

—Recibido —dijo la voz del capitán, con una tranquilidad pasmosa.

El
Grenfell
reaccionó enseguida, levantando espuma alrededor del casco. Pareció vacilar, mientras el poderoso cabeceo de su proa se hacía más lento y disminuía la velocidad de su avance frontal.

La vibración que sentía LeSeur bajo sus pies, acompañada de chirridos de metal, aumentó cuando Masón hizo girar al máximo las hélices de popa, cuarenta y tres mil kilovatios de potencia desplegados en un ángulo de noventa grados respecto al movimiento frontal del barco. Una maniobra descabellada. Sin los estabilizadores, y con un mar de costado, el
Britannia
guiñó a la vez que se escoraba aún más: cinco grados, diez grados, quince grados respecto a la vertical, mucho más de lo que habrían imaginado sus constructores en sus peores pesadillas. Los instrumentos de navegación, las tazas de café y los otros objetos sueltos del puente auxiliar resbalaron y cayeron al suelo, mientras los hombres se cogían a cualquier asidero para no hacer lo mismo.

— ¡Está inundando la cubierta, la muy zorra! —exclamó Haley, perdiendo pie.

La vibración se convirtió en rugido, mientras el flanco de babor del trasatlántico se acercaba paulatinamente al agua, y la cubierta inferior se hundía por debajo de la línea de flotación. La superestructura sufrió el impacto de unas olas que llegaban hasta los camarotes y balcones más bajos de babor. LeSeur oyó un eco de cristales rotos, un rumor de agua corriendo por las cubiertas de pasajeros, y la sorda sinfonía de mil objetos cayendo y rodando. Se imaginó el terror y el caos que debían de reinar entre los pasajeros al caer hacia babor junto con todo el contenido de sus camarotes, y todo lo que había en el barco.

El tremendo esfuerzo de los motores sacudía todo el puente. Las ventanas temblaban, y hasta el propio esqueleto del barco emitía un gruñido de protesta. Al otro lado del castillo de proa, el
Grenfell
se acercaba velozmente; seguía guiñando mucho hacia babor, pero LeSeur vio que era demasiado tarde. Con su asombrosa maniobrabilidad, el
Britannia
se había colocado en diagonal a él, de tal modo que el patrullero les golpearía en el flanco: dos mil quinientas toneladas chocando contra dieciséis mil a una velocidad combinada de más de cuarenta y cinco millas por hora. Cortaría el
Britannia
en diagonal como un arpón seccionaría un pez.

Empezó a rezar.

Capítulo 72

Emily Dahlberg se paró a tomar aliento en el pasillo por el que se salía de la cubierta de botes salvavidas de babor. Oía a sus espaldas los chillidos de la turba (porque no era más que eso, una turba, y de las más primitivas y asesinas), mezclándose con el rugido del viento y del agua que penetraba por las escotillas abiertas. La idea de ir hacia los botes se le había ocurrido a mucha más gente, y por eso se cruzaba con ella un flujo constante de pasajeros, que pasaban corriendo sin reparar en su presencia.

Dahlberg ya había visto lo suficiente para saber con seguridad que cualquier tentativa de usar los botes salvavidas a aquella velocidad sería un suicidio. De hecho había sido testigo presencial de ello. Ahora tenía el encargo de transmitir aquella información crucial al puente auxiliar. Gavin Bruce y Niles Welch habían sacrificado sus vidas (sin contar el otro bote lleno de pasajeros) para obtener aquella información. Dahlberg estaba decidida a transmitirla.

Justo cuando se ponía otra vez en movimiento e intentaba orientarse, llegó por el pasillo un hombre corpulento, con la cara congestionada y los ojos saltones, que exclamó:

— ¡A los botes salvavidas!

Intentó esquivarle, pero no fue lo bastante rápida. El hombre la hizo caer sobre la moqueta. Cuando Dahlberg se levantó, ya no había ni rastro de él.

Se apoyó en la pared para recuperar el aliento y apartarse de aquella corriente humana que, sucumbiendo al pánico, corría hacia la cubierta de los botes salvavidas. Le sorprendía la tendencia de la gente a esas muestras ostentosas y grotescas de egoísmo, incluso entre los privilegiados (o particularmente entre ellos). No había visto que la tripulación y el personal perdiera los papeles de ese modo y empezara a correr sin ton ni son, pegando gritos. Inevitablemente, pensó en el contraste con el final de los pasajeros del
Titanic
, tan digno y contenido. Ciertamente, el mundo había cambiado.

Cuando volvió a recuperar las fuerzas, siguió adelante por el pasillo, sin apartarse mucho de la pared. El puente auxiliar se encontraba en la proa del barco, justo debajo del puente principal; cubierta 13 o 14, si no recordaba mal. De momento estaba en la 7, de modo que había que subir.

Pasó al lado de tiendas y bares vacíos, siguiendo las indicaciones para ir hacia el Gran Atrio, donde estaba segura de poder orientarse mejor. En cuestión de minutos cruzó un arco y llegó a una baranda semicircular desde la que se dominaba el gran espacio hexagonal. Incluso en aquella situación tan crítica, le impresionó: ocho niveles de altura, con ascensores de vidrio en dos lados, y un sinfín de balconcillos y parapetos cubiertos de pasionaria.

Echó un vistazo general al Atrio, firmemente cogida a la baranda. Era algo espeluznante. El King's Arms (el restaurante elegante que se encontraba cinco pisos más abajo) estaba casi irreconocible, con toda la cubertería por el suelo, y sembrado de restos de comida, flores pisoteadas y cristales rotos. Ni que hubiera pasado un tornado, pensó. Había gente por todas partes, corriendo por el Atrio, deambulando sin rumbo fijo o cogiendo botellas de vino y licor. Subieron hasta sus oídos varios gritos.

Los ascensores de vidrio todavía funcionaban. Se dirigió hacia el más próximo, pero justo entonces todo retumbó, con un gruñido profundo que salía de las mismísimas entrañas del barco.

Y de pronto empezó a ladearse el Atrio.

Al principio creyó que eran imaginaciones suyas, pero no; se fijó en la gran araña del techo y vio que estaba inclinada. El ruido fue ganando intensidad, hasta que la lámpara empezó a temblar con un sonoro zarandeo de cristales. Dahlberg se refugió deprisa bajo un arco, casi en el preciso instante en el que empezaban a llover trozos de cristal tallado que rebotaban en las mesas, las sillas y las barandas, como granizo.

«Dios mío —pensó—, ¿qué ocurre?»

La inclinación se hizo más pronunciada. Emily se aferró a la baranda de latón clavada a uno de los pilares del arco. En el restaurante de abajo empezaron a resbalar las sillas y las mesas por el suelo, primero despacio y después más deprisa, rechinando. Poco después oyó un ruido de cristales rotos: acababa de caer la pared de botellas del elegante bar situado en un lado del restaurante.

Se cogió a la baranda sin poder apartar la vista de la carnicería que se estaba produciendo abajo. Lo siguiente que se movió fue el gran Steinway de cola del centro del Atrio, que se deslizó sobre las ruedas hasta estamparse contra la enorme estatua de
Britannia
, desmenuzándola en pedacitos de mármol.

Era como si la mano de un gigante estuviera estrujando el barco, forzándolo a escorarse a pesar de la sonora protesta de los motores. Dahlberg, que notaba cómo aumentaba la inclinación, se aferró a la baranda, bajo una lluvia de objetos de lo más variopintos (sillas, jarrones, mesas, manteles, cristalería, cámaras, zapatos, bolsos…) que caían desde los balcones y aterrizaban en el Atrio en un staccato estrepitoso. De pronto, por encima de los gritos, oyó un alarido particularmente agudo, que llegaba de arriba. Poco después, desde uno de los balcones superiores, cayó dando tumbos una mujer baja, gruesa, rubia, con el pelo muy rizado y con uniforme de supervisora, que se estrelló gritando contra el piano. En medio de un horrible estrépito, saltaron las teclas de marfil, y las cuerdas, al romperse, crearon una extraña sinfonía de notas agudas y graves.

El ascensor que estaba más cerca de Emily tembló en su cajón vertical con un chirrido metálico. A continuación (con un crujido de cristal que se oyó en todo el Atrio) se partió todo el tubo y empezó a caer a cámara lenta, como una reluciente cortina de vidrio. Una sacudida desalojó de su canal los restos del ascensor (reducido a un armazón de acero), que se quedaron colgando del cable. Dahlberg vio que llevaba a dos ocupantes, que gritaron, asiéndose a las barras de latón del interior de la jaula. Presenció horrorizada el momento en el que la estructura del ascensor se columpió por el gran interior del Atrio, dando vueltas al mismo tiempo, y chocó al otro lado con una hilera de balcones. Sus ocupantes salieron despedidos y, tras una larga caída, se perdieron en el caos de muebles y accesorios acumulado en la pared inferior del King's Arms.

Dahlberg se agarró con todas sus fuerzas a la baranda de latón, mientras el suelo se inclinaba más y más. De repente, bajo sus pies surgió un ruido nuevo, con la fuerza de una gran cascada, acompañado por una ráfaga de aire frío y salobre tan brusca que casi la arrancó de su asidero. A continuación, un agua blanca empezó a inundar el nivel más bajo del Atrio y fue ganando altura, como un maligno manantial, un hervidero en el que giraban muebles pulverizados, accesorios y cuerpos desmembrados. Al mismo tiempo, la enorme araña acabó por soltarse, con un crujido de acero y yeso; la gigantesca y reluciente masa se desplomó en ángulo, y tras romperse en el parapeto situado justo enfrente de Emily, rodó por un lado del Atrio, dejando un rastro de grandes trozos de cristal brillante, como hielo en polvo.

Su olfato se llenó con el olor frío y muerto del mar. Lentamente (como si lo viera desde la distancia) empezó a comprender que, pese a la espantosa destrucción que vela a su alrededor, no parecía que el barco se estuviera hundiendo. Al menos de momento. Lo que hacía era escorarse y llenarse de agua. Los motores seguían rugiendo, y el barco no dejaba de avanzar.

Haciendo un esfuerzo de concentración, trató de aislarse del ruido de cristales rotos, agua y gritos. Por mucho que quisiera, no podía ayudar a nadie. Lo que sí podía, y debía, era informar al puente de que la opción de los botes salvavidas estaba descartada mientras el barco se moviera. Al mirar a su alrededor, vio una escalera. Cogiendo la baranda con cuidado, caminó (o se arrastró) hasta el primer escalón, inclinado en un ángulo estrambótico. Asiendo con todas sus fuerzas la baranda, empezó a subir a pulso, un peldaño tras otro, hacia el puente auxiliar.

Capítulo 73

El agente especial Pendergast contempló la extraña cosa de niebla y oscuridad que le envolvía. Al mismo tiempo, notó que el camarote temblaba y se inclinaba. Una profunda y poderosa vibración golpeaba el suelo. Algo violento le estaba ocurriendo al barco. Se cayó hacia atrás, tropezó con una silla y chocó con una estantería. Cuando el barco se inclinó todavía más, Pendergast oyó una sonora furia de destrucción y desesperación: gritos, alaridos, cosas rompiéndose, el profundo latido del agua por el casco… El camarote adoptó un ángulo demencial que hizo que los libros llovieran a sus pies.

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