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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (47 page)

BOOK: El círculo oscuro
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—Hola, jovencito —dijo, intentando parecer animada y hablar en un tono normal.

El niño se quedó mirándola. Ella le tendió una mano.

—Ven conmigo, ahora mismo te sacaré de aquí. Me llamo Emily.

El niño le cogió la mano. Tras ayudarle a levantarse, Emily se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. El pequeño temblaba de miedo. Ella lo rodeó con un brazo.

— ¿Dónde está tu familia?

—Mi mamá y mi papá —explicó él con acento inglés—. No les encuentro.

—Apóyate en mí, yo te ayudo. No tenemos mucho tiempo.

Otro sollozo ahogado. Emily se lo llevó del Gran Atrio. Cruzaron el centro comercial de Regent Street (vacío, con todas las persianas cerradas) y el pasillo lateral que llevaba a la cubierta exterior. Dahlberg se detuvo en un puesto de emergencia para coger dos chalecos salvavidas. Cuando los tuvieron puestos, fueron hacia la escotilla.

— ¿Adonde vamos? —preguntó el niño.

—Fuera, a cubierta. Estaremos más seguros.

Poco después de abrir la escotilla y ayudarle a salir, Emily se quedó empapada por la espuma que llevaba el viento. Vio varios aviones que, inútilmente, sobrevolaban el barco en círculos. Se acercó a la borda sin soltar la mano del niño, con la intención de ir hacia la popa. Los motores chirriaban, zarandeando el barco como un terrier a una rata.

Se volvió a mirar al niño.

—Vamos, que… —empezó a decir, pero se le apagó la voz en la garganta.

Acababa de ver sobre el hombro del niño, ante la proa del
Britannia
, una línea de olas blancas que se deshacían contra una hilera negrísima de rocas afiladas como colmillos. Sus labios dejaron escapar un grito. El niño se volvió y quedó hipnotizado. El mortífero muro se acercaba a gran velocidad. No tendrían tiempo de llegar a popa; apenas lo tendrían para prepararse para el impacto.

Los oídos de Emily recogieron el choque del oleaje en las rocas, una profunda vibración que parecía propagarse por todo su cuerpo. Cogió al niño entre sus brazos.

—Sabes, nos quedaremos aquí —dijo sin aliento—. Nos apoyaremos en la pared.

Se refugió en la superestructura, cogiendo en brazos al niño, que volvía a llorar. Se oyó un grito en lo alto, una nota solitaria como de gaviota extraviada.

Si tenía que morir, al menos que fuera dignamente, con otro ser humano en brazos. Le estrechó contra su pecho, cerró los ojos y empezó a rezar.

De repente, el ruido del motor cambió. El barco se escoró con un nuevo movimiento. Emily abrió los ojos, casi con miedo a tener esperanza, pero era verdad: el barco estaba empezando a virar. Se levantó y se llevó al niño cerca de la borda, sin dar crédito a lo que vela: la línea de las olas se acercaba, pero no tan deprisa como antes. El barco siguió dando guiñadas, a la vez que el mar, cada vez más picado, batía contra el casco; pero entre una y otra cortina de espuma, Emily vio que las rocas negras se deslizaban muy cerca de la proa (girando, girando sin cesar), hasta que empezaron a correr en paralelo, y la monstruosa línea de olas pasó junto al flanco de estribor, tan cerca que las rocas más próximas prácticamente rozaron el casco, que chocaba con las olas enhiestas.

Y de repente dejaron atrás el último colmillo, inmerso en su vorágine; el ruido de las olas perdió fuerza, y el barco siguió navegando a una velocidad significativamente menor. Por encima del lamento de los motores, y del fragor del oleaje, Emily reconoció otro sonido: aplausos.

—Bien—dijo, volviéndose hacia el niño—, ¿vamos a buscar a tus papas?

Mientras volvía a la escotilla, con las piernas temblorosas, Emily Dahlberg se permitió una pequeña sonrisa de alivio.

Capítulo 78

Scott Blackburn estaba sentado, cruzado de piernas, entre las ruinas del triplex Penhurst. El salón del camarote era la viva imagen de la destrucción: exquisitas porcelanas, cristales preciosos, óleos extraordinarios, esculturas de jade y mármol… todo reducido a escombros por el suelo, acumulado sin ton ni son al pie de una de las paredes.

Blackburn no le prestaba la menor atención. Durante la crisis se había refugiado en un armario junto a su más preciada y valiosa posesión, la única, a la que protegía de cualquier daño con sus brazos. Pero ahora que había pasado lo peor y que habían puesto rumbo a puerto (desenlace del que él jamás había dudado), dicha posesión volvía a estar colgada en la sala de estar, en el mismo gancho de oro.

Posesión… no, eso no era cierto; si había algún poseído, era él, por ella.

Se ciñó la túnica de monje alrededor de su cuerpo atlético, para sentarse en el suelo delante del Agoyzen, adoptando la posición del loto pero sin permitir que su vista recayese ni una sola vez en el mándala. Estaba solo, maravillosamente solo (que él supiera, su criada personal podía estar incluso muerta), y no habría nadie que interrumpiese su comunicación con lo interminable y lo infinito. Su cuerpo se estremeció de placer solo de pensar en lo que tenía por delante. Era como una droga (la más perfecta, extática y liberadora de ellas). Nunca le cansaba.

Pronto el resto del mundo compartiría su necesidad.

Permaneció sentado sin moverse. En poco tiempo también se sosegaron los latidos de su corazón, y su inquietud mental. Finalmente, con una parsimonia a la vez deliciosa y exasperante, permitió que su cabeza se levantara, y que sus ojos contemplasen la maravilla y el misterio infinitos del Agoyzen.

Sin embargo, justo en ese momento, algo se inmiscuyó en su intimidad; un escalofrío inexplicable hizo temblar sus brazos y sus piernas por debajo de la seda. Se dio cuenta de que en la habitación empezaba a oler mal, como a hongos y a bosque tupido, un hedor que sepultaba por completo la suave fragancia de las velas de mantequilla. El asco ahuyentó los sentimientos de expectación y deseo. Era como si… pero no, eso era imposible.

Con un repentino temor, se volvió para mirar por encima del hombro; y cuál fue su horror, cuál su trascendental consternación, al ver que estaba ahí: no dando caza a su enemigo, sino acercándose a él con una avidez y un deseo que podían palparse. Se levantó deprisa, pero ya lo tenía encima, penetrándole, llenando tanto sus extremidades como sus pensamientos con su necesidad ardiente que todo lo consumía. Blackburn retrocedió con un grito ahogado. Una mesita le hizo tropezar y caer al suelo con todo su peso, aunque a esas alturas ya sentía que le estaban chupando toda la esencia vital, que se la estaban succionando sin tregua, por completo, llevándole hacia un vacío negro e inquieto, del que no había regreso posible…

Pronto la calma volvió al triplex Penhurst. Los gritos guturales, los sonidos de lucha, se perdieron en un aire que olía a humo y a sal. Pasó un minuto. Dos. Alguien abrió la puerta principal de la suite con una tarjeta maestra, y apareció el agente especial Pendergast, que se quedó en la entrada, observando con sus ojos claros la devastación. Después, saltando por encima del revoltijo de piezas artísticas rotas con la precisión de un gato, penetró en la sala de estar. Scott Blackburn estaba de bruces en la moqueta, inmóvil, con los brazos y las piernas encogidos y torcidos en ángulos grotescos, como si se lo hubieran chupado todo, los huesos, los tendones y las vísceras, dejando una bolsa flácida y vacía de piel. Pendergast apenas le dedicó una mirada.

Pasando por encima del cuerpo, se acercó al Agoyzen y extremó las precauciones para no mirarlo, a la vez que tendía una mano como quien se apresta a coger a una serpiente venenosa. Tras dejar caer el velo de seda sobre la pintura, palpó los bordes con cuidado para asegurarse de que estuviera tapada hasta el último centímetro. Solo entonces se volvió hacia ella para levantarla de su gancho de oro, enrollarla con cuidado y ponérsela debajo del brazo. Después se retiró con sigilo y rapidez de la suite.

Capítulo 79

Patrick Kemper, jefe de seguridad del
Britannia
, estaba en el puente, viendo pasar la torre Cabot sobre el acantilado, a la entrada del puerto de St. John's. Se oía el rumor de palas del enésimo helicóptero de urgencias médicas que despegaba del castillo de proa cargado de pasajeros con heridas graves. Los vuelos eran continuos desde el final de la tormenta y desde que el barco se había puesto a tiro de la costa. El sonido de las palas cambió de tono cuando el helicóptero subió, cruzó fugazmente el campo visual del puente y dio media vuelta para desaparecer en las alturas. El barco era como zona de guerra, y Kemper se sentía como un soldado traumatizado que regresa del frente.

El gran barco cruzó los Narrows y siguió reduciendo la velocidad, mientras las dos hélices temblaban en sus módulos. LeSeur y el piloto del puerto de St. John's se esforzaban por no perder el control del barco, que ahora era muy difícil de manejar: sin los módulos giratorios de propulsión, el
Britannia
era tan maniobrable como la carcasa flotante de una ballena. El único atracadero de St. John's con capacidad para acoger el barco estaba en el puerto de contenedores. A medida que dos remolcadores empujaban el buque hacia estribor, fue haciéndose visible la larga y herrumbrosa plataforma, rodeada por un cúmulo de grúas gigantes para contenedores. Un superpetrolero se había apresurado a dejarla libre, y ahora estaba anclado en el puerto.

Mientras el
Britannia
seguía virando hacia el atracadero, Lemper vio que el muelle parecía salido de una película de catástrofes. Había decenas de vehículos de emergencia, ambulancias, camiones de bomberos, furgones del depósito de cadáveres y coches patrulla listos para recibir muertos y heridos, en un mar de luces parpadeantes y sirenas lejanas.

Kemper estaba absolutamente exhausto. Le palpitaba la cabeza, y vela borroso por la falta de sueño y el estrés prolongado. Ahora que el suplicio había llegado a su fin, sus preguntas se centraban en las tristes repercusiones: demandas judiciales, curiosidad morbosa de la prensa, cruce de acusaciones… Porque lo primero en el orden del día sería buscar a los culpables, y Kemper sabía perfectamente que él, como jefe de seguridad, y LeSeur (una de las personas más cabales con las que había trabajado en toda su vida) cargarían con el muerto. Tendrían suerte si se libraban de una acusación penal, sobre todo LeSeur. Cutter había sobrevivido, y sería un enemigo implacable.

Echó un vistazo al primer oficial, inclinado hacia el ECDIS junto al piloto del puerto, y se preguntó qué estaría pensando. ¿Era consciente de lo que se avecinaba? Por supuesto. Tonto no era.

En esos momentos, el
Britannia
se movía exclusivamente a remolque. Lo estaban arrimando al muelle. Al otro lado del puerto, por encima de la torre, Kemper vio los helicópteros de los informativos; no les estaba permitido acceder al espacio aéreo del barco, pero estaban consiguiendo muchas fotos a distancia. Seguro que en ese mismo instante el maltrecho perfil del
Britannia
estaba siendo transmitido en directo a millones de telespectadores. Era uno de los peores desastres marítimos de la historia, o como mínimo el más extraño.

Tragó saliva. Más valía empezar a acostumbrarse, porque en adelante su vida sería así: Patrick Kemper, jefe de seguridad durante el viaje inaugural del
Britannia
. Sería conocido por eso hasta mucho después de su muerte. Aquellos eran sus dudosos argumentos para hacerse famoso.

Para intentar no pensar en esas cosas se concentró en las pantallas de seguridad del barco. Al menos se habían estabilizado todos los sistemas, que era más de lo que podía decirse del barco en sí. No se imaginaba la vista desde el muelle: los ojos de buey y los balcones inferiores de babor abollados por las olas, el lado de estribor de la cubierta 6 abierto como una lata de sardinas por el ala del puente del
Grenfell
… Y dentro aún era peor. Mientras el barco iba renqueante hacia St. John's, Kemper había hecho una inspección de seguridad de las cubiertas inferiores. En el flanco de babor, debajo de la cubierta 4, no había ni un solo cristal por el que no hubiera entrado el agua: ojos de buey, ventanas de cristal blindado, halconeras… El agua había penetrado en las tiendas, restaurantes, casinos y pasillos con la fuerza de una riada, destruyéndolo todo, acumulando los escombros en los rincones y dejando a su paso unos destrozos dignos de un huracán. Las cubiertas inferiores apestaban a agua de mar, comida rancia y cadáveres. A Kemper le había horrorizado la cantidad de víctimas de la inundación; los cadáveres mutilados aparecían por doquier, muchos de ellos embutidos de la manera más horrorosa entre los escombros, y algunos colgando de las lámparas y los apliques. En total habían perdido la vida más de ciento cincuenta personas, entre pasajeros y tripulantes, y los heridos ascendían casi a mil.

Los remolcadores pusieron lentamente el barco en posición. Kemper oyó cómo se filtraba por las ventanas del puente un rumor de sirenas y bocinas. Eran los equipos de emergencia, que se aprestaban a recibir a los centenares de pasajeros y tripulantes heridos que seguían a bordo del barco.

Después de pasarse una mano por la cara, miró una vez más los paneles de los sistemas de seguridad. Tenía que concentrarse en el milagro de que la mayoría había conservado la vida, el milagro ocurrido en el puente justo delante de las Carrion Rocks; aquel milagro para el que no tenía explicación, ni la tendría jamás.

El barco empezó a atracar muy despacio. Varias brigadas de estibadores echaban al muelle gruesos cabos, maniobrándolos con grandes norayes. LeSeur se apartó del radar.

—Señor Kemper —dijo, con una voz que era la quintaesencia del agotamiento—, atracaremos dentro de diez minutos. Por favor, anuncie el procedimiento de evacuación que habíamos decidido.

Kemper asintió con la cabeza y activó el sistema de megafonía para hablar por el micrófono del puente.

«Se ruega atención a todos los pasajeros y a la tripulación. El barco atracará dentro de diez minutos. Los heridos graves serán evacuados en primer lugar. Repito: los heridos graves serán evacuados en primer lugar. Los demás, que permanezcan en sus camarotes o en el teatro Belgravia en espera de instrucciones. Gracias.»

Oyó resonar su propia voz en el puente por el sistema de megafonía, pero le costó reconocerla. Parecía la de un muerto.

Capítulo 80

Bajo la llovizna que caía del cielo al amanecer, LeSeur se apoyó en la baranda de teca de la proa del
Britannia
y contempló el enorme barco. Vela grupos oscuros de pasajeros que circulaban por las cubiertas. Oía sus quejas, mezcladas con la lluvia, mientras se situaban frente a la pasarela, todos igual de impacientes por salir del barco. Casi ya no quedaba ningún vehículo de emergencia. Ahora les tocaba desembarcar a los pasajeros que no estaban heridos. A espaldas de LeSeur había varias hileras de autobuses esperando en el muelle para llevar a la gente a los hoteles de la zona, y a las casas de los habitantes de Terranova que se habían ofrecido voluntarios.

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