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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (46 page)

BOOK: El círculo oscuro
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—Ya has estudiado los textos, y has puesto en práctica las enseñanzas. Las tulpas son cosas de las que uno no se puede fiar.

Pendergast no contestó enseguida.

—Se pueden invocar para un objetivo concreto, pero una vez invocadas tienden a desviarse y a formarse un pensamiento propio. Es una de las razones por las que pueden ser tan altamente peligrosas si se usan… ¿cómo te lo diría?… irresponsablemente. Lo cual podría redundar en tu provecho.

—No estoy seguro de entenderte.

— ¿Tengo que explicártelo con pelos y señales, prafer? Ya te lo he dicho: puedes someter a una tulpa a tu voluntad. Basta con modificar sus intenciones.

—Yo no estoy en estado de modificar nada. Ya he luchado contra ella; lo he hecho con todas mis fuerzas, y he salido derrotado.

Diógenes se sonrió.

—Muy propio de ti, Aloysius; estás tan acostumbrado a obtenerlo todo con tanta facilidad, que a la primera dificultad te plantas como un niño caprichoso.

—Han absorbido de mí todo lo que me hacía único, como el tuétano de un hueso. No queda nada.

—Te equivocas. Lo único que te han arrancado es el caparazón externo, esa supuesta invencible arma intelectual de la que te habías pertrechado hacía poco tiempo. Queda el meollo de tu ser, al menos de momento. Si te lo hubieran quitado del todo, lo sabrías… y no estaríamos hablando.

— ¿Qué hago? Ya no puedo resistir.

—Claro, ese es el problema, lo planteas de forma errónea. ¿Ya no te acuerdas de nada de lo que te enseñaron?

Al principio, Pendergast miró a su hermano sin entender nada. Después lo comprendió de golpe.

—El lama —musitó.

Diógenes sonrió.

—Bravo.

— ¿Cómo…? —Pendergast se quedó bastante rato callado—. ¿Cómo sabes todo eso?

—Tú también lo sabes; lo que ocurre es que durante unos momentos has estado demasiado… alterado para verlo. Y ahora vete y no vuelvas a pecar.

Apartando la vista de su hermano, miró las franjas de luz dorada que se filtraban por la puerta, y se dio cuenta con cierta sorpresa de que tenía miedo; de que lo último que le apetecía era cruzar aquella puerta.

Respiró hondo y la abrió con un gran esfuerzo de voluntad.

Nuevamente le engulló una oscuridad abismal y apasionada; apareció otra vez la cosa ávida y envolvente; Pendergast sintió otra vez en su interior aquello tan atrozmente ajeno que penetraba por igual sus pensamientos y sus extremidades, insinuándose en sus más primitivas emociones, en una violación más íntima, voraz e insaciable de lo que jamás había imaginado. Sentía una soledad absoluta, imposible, más allá de cualquier compasión o socorro; y que, de alguna manera, le pareció peor que cualquier sufrimiento.

Respiró una vez más, invocando sus últimas reservas de energía física y emocional. Sabía que solo tendría una oportunidad. Después se perdería para siempre, consumido absolutamente.

Vaciando su mente lo mejor que pudo, se olvidó de la cosa voraz y recordó las enseñanzas del lama acerca del deseo. Se imaginó dentro de un lago bastante salobre, exactamente a la temperatura corporal, y de un color indeterminado. Se imaginó que flotaba en sus aguas, en una inmovilidad perfecta. Después llegó lo más difícil: dejar de resistirse, lentamente.

«¿Temes la aniquilación?», se preguntó a sí mismo.

Una pausa. «No.»

«¿Te importa ser absorbido en el vacío?»

Otra pausa. «No.»

«¿Estás dispuesto a renunciar a todo?»

«Sí.»

«¿A entregarte completamente a ello?»

Más rápido esta vez: «Sí.»

«Pues entonces estás preparado.»

Tras un largo estremecimiento, sus brazos y sus piernas se relajaron. Pendergast sintió en todo su ser mental y físico (en cada músculo, en cada neurona) que la tulpa vacilaba. Hubo un momento extraño, inefable, en el que todo quedó estático. Después la cosa redujo lentamente su presión.

En ese momento, Pendergast dejó que se formase en su mente una imagen nueva, única, poderosa e inexorable.

Oyó otra vez la voz de su hermano, como viniendo de muy lejos: «
Vale, frafer
».

Por unos instantes, Diógenes se hizo visible. Después empezó a difuminarse con la misma rapidez.

—Espera —dijo Pendergast—, no te vayas.

—No puedo quedarme.

—Tengo que saber una cosa. ¿Estás muerto de verdad?

Diógenes no respondió.

— ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué me has ayudado?

—No lo he hecho por ti —contestó Diógenes—. Lo he hecho por mi hijo.

Y se borró en la omnipresente oscuridad, con una leve y enigmática sonrisa.

Constance estaba sentada junto a Pendergast, en el sillón de orejas. Había levantado la pistola una docena de veces para apuntar al corazón de su tutor, y otras tantas había vacilado. Prácticamente no se había dado cuenta de que el barco volvía bruscamente a la horizontalidad y recuperaba la velocidad. Para ella ya no existía.

No podía esperar más. Era una crueldad dejar que siguiera sufriendo. Pendergast siempre la había tratado bien, y debía respetar lo que, según creía Constance, habría sido su deseo. Apretó la culata y levantó la pistola, por fin decidida.

El cuerpo de Pendergast sufrió una fuerte convulsión. Al cabo de un momento sus ojos se abrieron.

— ¿Aloysius? —preguntó Constance.

Al principio, Pendergast no se movió. Después asintió con un gesto imperceptible de la cabeza.

De repente, Constance reparó en el fantasma de humo. Se había materializado en el hombro del agente. Tras un momento de inmovilidad, flotó hacia un lado y hacia el otro. Casi parecía un perro buscando un rastro. Poco después empezó a alejarse.

—No intervengas —susurró Pendergast.

Por unos instantes, Constance temió que persistiera el espantoso cambio, pero el agente abrió otra vez los ojos, y su mirada despejó inmediatamente cualquier duda.

—Has vuelto.

Él asintió.

— ¿Cómo? —susurró ella.

La respuesta fue un murmullo.

—Lo que asimilé al contemplar el Agoyzen se ha consumido durante la lucha, un poco como el vaciado de una escultura de metal con el procedimiento de la cera perdida. Ahora solo queda el… original.

Levantó una mano sin fuerzas. Constance se arrodilló a su lado y se la apretó sin decir nada más.

—Déjame descansar —susurró él—. Solo dos minutos. Después tendremos que irnos.

Constance asintió, mirando el reloj de la chimenea. Por encima de su hombro, la tulpa se alejaba flotando. Cuando Constance se volvió para mirarla, pasó por encima del cuerpo inmóvil de Marya —todavía inconsciente—, atravesó la puerta de la suite y (lenta pero implacable) se fue hacia el misterio.

Capítulo 76

En el puente auxiliar, LeSeur miraba fijamente por las ventanas. La proa del barco surcaba a gran velocidad el encrespado mar, golpeando las olas con el casco, y lanzando cortinas de agua verde sobre el castillo de proa. La niebla se estaba despejando. Casi ya no llovía, y la visibilidad había aumentado más de un kilómetro.

Nadie decía nada. LeSeur se había estrujado la cabeza en busca de una escapatoria, pero no había ninguna. Lo único que podían hacer era mirar los instrumentos electrónicos, sobre los que no tenían ningún poder. Según el chartplotter, las Carrion Rocks estaban dos millas náuticas a proa. Sintió que le caían gotas de sudor y sangre sobre los ojos, irritándolos.

—Tiempo estimado para las Carrion Rocks, cuatro minutos —dijo el tercer oficial.

El vigía estaba en la ventana, con los prismáticos en alto y los nudillos blancos.

—Señor, creo que debería ordenar al personal del puente que adopte una postura de defensa contra… la inminente colisión.

LeSeur asintió con un nudo en el estómago. Después se volvió y pidió atención por señas.

—Oficiales y personal del puente —dijo—, quiero que todos ustedes se echen al suelo en posición fetal, con los pies por delante y las manos detrás de la cabeza. La colisión puede durar, así que no se levanten hasta que estén muy seguros de que el barco está parado.

— ¿Yo también, señor? —preguntó el vigía.

—Usted también.

Se echaron todos en el suelo, con reticencia y poca naturalidad, y adoptaron la postura defensiva.

— ¿Señor? —dijo Kemper a LeSeur—. No podemos permitirnos un capitán herido en el momento crítico.

—Un minuto.

LeSeur echó un último vistazo al monitor que recibía la señal del puente de mando. Masón seguía impertérrita al timón, como si fuera la más rutinaria de las travesías, con una mano tranquilamente apoyada sobre la rueda mientras con la otra se acariciaba un mechón de pelo que había escapado de la gorra.

Con el rabillo del ojo, LeSeur distinguió algo al otro lado de las ventanas del puente. Enfocó la vista en aquel punto.

Justo a proa, a algo más de una milla, vio emerger de la niebla una mancha de color claro que se convirtió en pocos instantes en una línea blanca, bajo el borroso horizonte. Supo que se trataba del violento oleaje que rompía en el borde exterior de las Carrion Rocks. Fascinado de horror, contempló la división de la línea blanca en una sucesión enfurecida de grandes olas que surgían en torno a los arrecifes exteriores, estallaban por encima de las rocas y creaban géiseres de la altura de un pequeño rascacielos. Tras la espumosa agua blanca, vio elevarse una serie de volúmenes rocosos, como negras torres en ruinas de un lúgubre castillo submarino.

Nunca había visto nada tan aterrador en todos sus años de marino.

— ¡Al suelo, señor! —exclamó Kemper, que ya se había echado.

Pero LeSeur no podía. Era incapaz de apartar la vista de lo que se erguía ante sus ojos. Muy pocos seres humanos habían visto el infierno, y para él aquella vorágine de agua y rocas puntiagudas eran el mismísimo infierno, algo mucho peor que simple fuego y azufre; un infierno frío y negro de agua.

¿A quién pretendían engañar? No habría supervivientes. Ni uno solo.

«Por favor, Dios, al menos que sea rápido.»

Justo entonces vio que algo se movía en el monitor de circuito cerrado. También Masón había visto las rocas. Inclinada, ansiosa, parecía propulsar el barco con la ayuda de su pura voluntad, para materializar su anhelo de hundirlo en las profundidades. Pero de repente pasó algo extraño: la capitán dio un respingo y se volvió para clavar la vista en algo que no aparecía en la pantalla. Después retrocedió y se apartó del timón con una mirada de absoluto terror. Sus pasos la llevaron fuera del campo de visión del monitor. Por un momento no sucedió nada. Después, la pantalla recogió un extraño estallido de estática, como una nube de humo, que cruzaba el campo visual en la dirección en la que se había ido Masón. LeSeur dio un golpe al monitor, dando por supuesto que era un error técnico, pero entonces sus auriculares, que estaban sintonizados en la frecuencia del puente, transmitieron un grito espeluznante: Masón. La capitán reapareció; avanzaba dando tumbos. La nube (era como humo, efectivamente) giró a su alrededor. Masón la inhaló, mientras se clavaba los dedos en el pecho y en la garganta. Se le cayó de la cabeza su gorra de capitán y su pelo empezó a zarandearse en todos los sentidos. Sus brazos y sus piernas sufrieron una serie de espasmos de lo más insólitos, como si se estuviera peleando con su propio cuerpo. A LeSeur se le pusieron los pelos de punta, porque le hicieron pensar en una marioneta resistiéndose al marionetista. Masón se acercó al tablero con los mismos movimientos espasmódicos. Sus extremidades, envueltas en humo, se agitaron con fuerza renovada. Después, LeSeur vio que tendía una mano (involuntariamente, al parecer) y pulsaba un botón. A continuación pareció que la nube se metiera aún más dentro de ella, lanzándose por su garganta, mientras la capitán daba zarpazos en el aire, y sus brazos y piernas sufrían lo que era ya una agonía. Cayó de rodillas, haciendo una caricatura de rezo con las manos. Al final rodó por el suelo chillando, donde no llegaba la cámara.

LeSeur contempló la pantalla durante un segundo, sin moverse, con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Después cogió la radio y marcó la frecuencia de los vigilantes apostados fuera del puente.

—LeSeur a seguridad del puente. ¿Qué demonios está ocurriendo ahí?

—No lo sé, señor —fue la respuesta—, pero se ha cancelado la alerta de código 3, y acaban de abrirse los cierres de seguridad de la escotilla del puente.

— ¿Y a qué cono esperan? —vociferó LeSeur—. ¡Entre y gire a babor! ¡A babor, hijo de puta! ¡Ahora mismo!

Capítulo 77

Emily Dahlberg había salido del puente auxiliar, y seguía la orden de volver a su camarote. Al parecer el barco mantenía su máxima velocidad. Bajó por una escalera a la cubierta 9, y al final de un pasillo llegó a un balcón con vistas al nivel más alto del Gran Atrio.

Lo que vieron sus ojos la dejó de piedra. El agua se había filtrado en las cubiertas inferiores, dejando un rastro de muebles empapados y rotos, alambres, algas, paneles de madera, trozos de moqueta, cristales rotos y algún que otro cuerpo inmóvil. Olía desagradablemente a agua de mar.

Sabía que tenía que ir a su camarote y prepararse para el choque; había oído la discusión en el puente auxiliar, y el anuncio por el sistema de megafonía, pero llegó a la conclusión de que su suite, situada en aquella misma cubierta, la 9, quizá no fuera un lugar tan seguro. Se le ocurrió que podía ser mejor salir a una de las cubiertas inferiores, cerca de la popa, lo más lejos posible del punto de impacto. Tal vez desde allí podría saltar al agua cuando ya hubiera pasado todo; patética esperanza, por supuesto, pero al menos parecía un riesgo preferible a quedarse encerrada en un camarote cuarenta metros por encima del agua.

Bajó corriendo ocho niveles, cruzó un arco y se dirigió hacia la popa, sorteando los escombros mojados que abarrotaban el suelo del Gran Atrio. El elegante papel de pared del King's Arms estaba manchado con una línea oscura que indicaba el nivel máximo al que había llegado el agua. Al pasar junto a los restos del piano, rehuyó la visión de una pierna aplastada que salía de la caja de resonancia.

Ahora que todo el mundo estaba en el interior de los camarotes, el
Britannia
, silencioso y desierto, parecía un barco fantasma. Pero se oía algo: un llanto. Al volverse vio a un niño de unos once años sin camisa, empapado, en cuclillas entre los escombros, y se le llenó el corazón de compasión.

Se acercó a él.

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