Alguien gritó de sorpresa. Blandiendo el cuchillo, se volvió hacia el ruido.
Era la camarera, la mujer morena que se había presentado algunas horas antes. Estaba al lado de la estantería, con un libro a sus pies, cuya lectura, al parecer, la había tenido absorta. En su mirada se mezclaban el susto, la consternación y el miedo. Observó el brillante escalpelo.
— ¿Qué hace usted aquí? —exigió saber Constance.
El susto tardó un buen rato en borrarse del rostro de la camarera.
—Lo siento, señorita. Por favor… Solo he entrado para abrir las camas… —empezó a decir con su marcado acento de Europa del Este.
Seguía mirando el escalpelo, con una mueca de pánico.
Constance lo guardó en su funda y la metió otra vez en el bolso. A continuación cogió el teléfono de la mesita de noche para llamar a seguridad.
— ¡No! —gritó la mujer—. Por favor… Me abandonarán en puerto siguiente, y quedaré en Nueva York sin medios para volver a casa mía.
Constance titubeó, con el teléfono en la mano, y miró a l camarera con recelo.
—Lo siento tanto… He entrado para abrir la cama y poner chocolatina en la almohada. Entonces he visto… he visto…
Señaló el libro que había caído al suelo.
Constance lo miró, y se llevó una enorme sorpresa al descubrir que se trataba de la delgada antología Poesías de Akhmatova.
No estaba muy segura de por qué se había llevado aquel libro para el viaje, cuando tanto le dolían su historia (y su legado). Le resultaba difícil hasta mirarlo. Quizá lo cargaba como el penitente su cilicio, con la esperanza de expiar su error con el dolor.
— ¿Le gusta Akhmatova? —dijo.
La camarera asintió con la cabeza.
—Vine aquí y no podía traer libros, y los echaba de menos. Mientras abría su cama, he visto… he visto estos de usted.
Tragó saliva.
La mirada de Constance siguió igual de inquisitiva.
—«He encendido mis sagradas velas —dijo, citando a Akhmatova—. Una a una, para alumbrar esta noche.»
Sin dejar de mirarla, la mujer contestó:
—«Contigo, que no vienes, espero que nazca el cuadragésimo primer año.»
Constance se apartó del teléfono.
—En Bielorrusia, país mío, daba clases sobre poesía de Akhmatova.
— ¿En el instituto?
La mujer sacudió la cabeza.
—En la universidad. En ruso, claro.
— ¿Es profesora? —preguntó Constance, sorprendida.
—Si. Perdí trabajo como tantos.
— ¿Ahora trabaja aquí… de camarera?
La mujer sonrió tristemente.
—Aquí muchas personas son en la misma situación. El paro, en la falta de trabajo en países nuestros… La corrupción es en todas partes.
— ¿Y su familia?
—Mis padres tenían granja, pero se la quedó el gobierno por la radiactividad. La de Chernóbil. La contaminación flotó hacia el oeste. Yo enseño literatura rusa en universidad durante diez años, pero perdí trabajo. Después me entero de que ofrecían empleo en estos barcos grandes, y vine para trabajar y enviar dinero a casa mía.
Sacudió la cabeza amargamente.
Constance se sentó en una silla.
— ¿Cómo se llama?
—Marya Kazulin.
—Marya, estoy dispuesta a pasar por alto esta intromisión ni mi intimidad, pero a cambio me gustaría que me ayudase.
La expresión de la mujer se volvió recelosa.
— ¿De qué manera yo puedo ayudarla?
—Me gustaría poder ir de vez en cuando bajo cubierta para hablar con los empleados, los auxiliares y el resto de la tripulación. Quiero hacer unas cuantas preguntas. Usted podría presentarme y responder de mí.
— ¿Preguntas? —El recelo se convirtió en alarma—. ¿Trabaja para la naviera?
Constance sacudió la cabeza.
—No. Tengo mis razones, razones personales, sin relación con la compañía ni con el barco. Perdone, pero de momento no puedo ser más explícita.
Pareció que Marya Kazulin se relajaba un poco, aunque no dijo nada.
—Podría darme problemas.
—Seré muy discreta. Solo quiero mezclarme con los empleados y hacer algunas preguntas.
— ¿Preguntas de cuál tipo?
—Sobre la vida en el barco. Cualquier cosa que se salga de lo normal. Rumores acerca de los pasajeros… Y si alguien ha visto determinado objeto en algún camarote.
— ¿Pasajeros? No creo buena idea.
Constance titubeó.
—Señora Kazulin, voy a contarle de qué se trata a condición de que me prometa no decírselo a nadie.
La camarera vaciló un poco y asintió con la cabeza.
—Estoy buscando algo que está escondido en este barco; un objeto sagrado, y único en el mundo. Había pensado mezclarme con el personal de limpieza, para saber si alguien ha visto algo parecido en algún camarote.
—Y este objeto que habla… ¿qué es?
Constance hizo una pausa.
—Una caja larga y estrecha de madera, muy antigua, con una inscripción en letras raras.
Tras pensárselo un poco, Marya se irguió.
—Pues la ayudo. —Sonrió, delatando cierta emoción en sus facciones—. Es horrible trabajar en un crucero. Así será más interesante, y por buena causa.
Constance le tendió la mano y Marya la estrechó. Después miró un momento a la joven.
—Le traeré uniforme como el mío. —Agitó una mano—. No pueden verla bajo línea de flotación vestida como pasajera.
—Gracias. ¿Cómo me pongo en contacto con usted?
—Ya haré yo. —Se arrodilló para recoger el libro y dárselo—. Buenas noches, señorita.
Constance cogió un momento su mano, obligándola a aceptar el libro.
—Quédeselo; y no me llame «señorita», por favor, me llamo Constance.
Marya retrocedió hacia la puerta con una sonrisa fugaz, y se marchó.
Gordon LeSeur, el primer oficial, había servido en decenas de puentes durante su carrera de marino, desde cúteres del Almirantazgo hasta cruceros, pasando por destructores, pero el del
Britannia
no se parecía a ningún otro. Era más tranquilo, ultramoderno, espacioso… pero lo más curioso, con tantas pantallas de ordenador, consolas electrónicas e impresoras, era que daba una sensación muy poco náutica. Todo lo que había en el puente era de última tecnología. Pensó que a lo que más se parecía era a la compleja sala de control de la central nuclear que había visitado el año anterior. Ahora al timón lo llamaban «terminal del sistema de puente integrado», y a la mesa de cartas, «consola central de navegación». La rueda del timón era un auténtico lujo, toda de caoba y latón, pero su única función era ser admirada por los pasajeros. El timonel jamás la tocaba. A veces LeSeur dudaba de que estuviese conectada. Gobernaba el barco con cuatro mandos, uno para cada unidad de propulsión, más otros dos que controlaban los propulsores de proa. La potencia del motor principal se controlaba con una serie de palancas como las de los aviones. Se parecía más a un juego de ordenador hipertecnificado que a un puente tradicional.
Bajo la enorme hilera de ventanas que iba desde babor hasta estribor, decenas de terminales informáticos en batería controlaban y registraban todas las funciones del barco y de su entorno: motores, sistemas antiincendios, control de profundidad, comunicaciones, mapas meteorológicos, imágenes por satélite… Y así hasta el infinito. También había dos mesas de cartas, cada una de ellas con un pulcro despliegue de cartas de navegación que parecía no usar nadie.
Bueno, nadie excepto LeSeur.
Miró su reloj: las doce y veinte de la noche. Echó un vistazo por las ventanas de proa. La explosión de luz del barco iluminaba el agua oscura decenas de millas a la redonda, pero el mar estaba tan abajo (catorce cubiertas) que solo el lento y profundo balanceo de la nave impedía confundirla con un rascacielos. Más allá del círculo de luz era noche cerrada, y apenas se vela el horizonte. Ya hacía mucho tiempo que habían dejado atrás el lento parpadeo del faro de Falmouth, seguido poco después por el de Penzance. Ahora, mar abierto hasta Nueva York.
Desde que había desembarcado el piloto de Southampton, responsable de la maniobra de sacar el barco del canal, siempre había alguien en el puente. Demasiada gente, incluso. Todos los oficiales del puente estaban deseosos de participar en el primer tramo del viaje inaugural del
Britannia
, el mayor barco que jamás habían visto los siete mares.
El segundo capitán, Carol Masón, se dirigió al oficial de guardia con la misma calma que reinaba en todo el puente.
— ¿Situación, señor Vigo?
Era una pura formalidad (los nuevos aparatos electrónicos ofrecían lecturas continuas que cualquiera podía consultar), pero Masón era muy tradicional, y sobre todo puntillosa.
—Veintisiete nudos de velocidad, rumbo verdadero dos cinco dos, tráfico despejado, estado del mar tres, viento suave de babor. Hay una corriente de poco más de un nudo que viene del nordeste.
Uno de los vigías del ala del puente se dirigió al oficial de guardia.
—Señor, hay un barco a unos cuatro puntos de proa estribor.
LeSeur echó un vistazo al equipo ECDIS de cartas náuticas electrónicas, y vio el eco.
— ¿Le consta, señor Vigo? —preguntó Masón.
—Lo he estado siguiendo, señor, y parece un superpetrolero A veinte nudos de velocidad y a veinte millas de distancia. Su trayectoria se cruza con la nuestra.
Nadie se alarmó. LeSeur sabía que tenían preferencia, y que el otro barco disponía de tiempo más que suficiente para cambiar de rumbo.
—Infórmeme cuando cambie de rumbo, señor Vigo.
—Sí, señor.
LeSeur siempre encontraba raro que llamasen «señor» a una mujer, aunque fuese el protocolo estándar en todos los barcos, militares o civiles. A fin de cuentas, con las pocas capitanas que había…
— ¿Aún está bajando el barómetro? —preguntó Masón.
—Medio punto en los últimos treinta minutos.
—Muy bien. Mantenga el rumbo actual.
LeSeur miró disimuladamente a la capitana. Masón nunca lucía comentarios sobre su edad. Sin embargo, calculó que tendría cuarenta o cuarenta y un años. La gente que se pasaba la vida en el mar a veces engañaba. Era una mujer alta y majestuosa, de un atractivo sin frivolidades ni coqueterías. En esos momentos tenía la cara un poco sonrojada (quizá por la tensión de su primer viaje como segundo capitán). Llevaba el pelo, castaño y corto, por dentro de la gorra de capitán. LeSeur la vio caminar por el puente, mirando alguna que otra pantalla y murmurándole algo a algún que otro miembro de la tripulación.
En muchos sentidos, era la oficial perfecta: tranquila, de voz pausada, sin actitudes dictatoriales ni mezquinas, y exigente sin ser autoritaria. Esperaba mucho de quienes estaban a sus órdenes, pero ella trabajaba más duro que nadie. Además, poseía una especie de magnetismo hecho de fiabilidad y profesionalidad que solo se encontraba en los mejores oficiales. La tripulación la adoraba, y con razón.
Ni ella ni LeSeur tenían la obligación de estar en el puente, pero todos querían compartir la primera noche del viaje inaugural, y ver dar órdenes a Masón. El mando del
Britannia
le correspondía a ella por derecho, era una vergüenza lo que le había pasado. Una autentica vergüenza.
Hablando del rey de Roma… Justo entonces se abrió la puerta y apareció el comodoro Cutter. El ambiente de la sala se alteró instantáneamente. Se tensaron los cuerpos, y se pusieron rígidas las caras. El oficial de guardia adoptó una expresión muy concentrada. La única que no parecía afectada era Masón, que volvió a la consola de navegación, miró por las ventanas del puente y habló con el timonel sin levantar la voz.
El papel de Cutter era ante todo ceremonial, al menos en teoría. Era el rostro público del barco, la figura de referencia para los pasajeros. Estaba al mando de todo, por supuesto que sí, pero en la mayoría de los trasatlánticos el capitán casi nunca ponía los pies en el puente. El gobierno real del barco quedaba en manos del segundo capitán.
Empezaba a parecer que aquel viaje sería una excepción.
El comodoro Cutter entró, giró sobre un pie y dio unas cuantas zancadas por el puente, con las manos en la espalda, avanzando y retrocediendo mientras observaba los monitores. Era un hombre bajo, que impresionaba por su corpulencia, con el pelo gris y las facciones carnosas, muy rosadas, incluso en la luz tenue del puente. Su uniforme nunca merecía otro calificativo que el de impoluto.
—No cambia —dijo el oficial de guardia a Masón—. CPA nueve minutos. Mantiene el rumbo y se acerca.
Empezó a palparse cierta tensión.
Masón se acercó para mirar el ECDIS.
—Radio, llámele por el canal 16.
—Barco a proa estribor —dijo el primer oficial de radio—, barco a proa estribor, aquí el
Britannia
, ¿me recibe?
Solo estática.
—Barco a proa estribor, ¿me recibe?
Pasó un minuto en silencio. Cutter siguió en su sitio, con las manos en la espalda, observando sin decir nada.
—Sigue sin cambiar de rumbo —le dijo el oficial de guardia a Masón—. CPA ocho minutos, y está en rumbo de colisión.
LeSeur comprendió con inquietud que los dos barcos se estaban acercando a una velocidad combinada de cuarenta y cuatro nudos, unos ochenta kilómetros por hora. Si el superpetrolero no empezaba a cambiar pronto de rumbo, la cosa se pondría peliaguda.
Masón se inclinó hacia el ECDIS. De pronto cundió la alarma en el puente. LeSeur recordó las palabras de uno de sus oficiales en la Royal Navy: «Navegar es noventa por ciento de aburrimiento y diez por ciento de miedo». No había término medio. Miró a Cutter, imperturbable, y a Masón, que no perdía la calma.
—Pero bueno, ¿qué hacen? —preguntó el oficial de guardia.
—Nada —dijo irónicamente Masón—. Ahí está el problema. —Dio unos pasos—. Señor Vigo, tomo el control para la maniobra de desvío.
Vigo se apartó, con el alivio reflejado en la cara.
Masón se volvió hacia el timonel.
—Veinte grados a estribor.
—Veinte grados a…
De pronto habló Cutter, interrumpiendo la confirmación de la orden por el timonel.
—Capitana Masón, tenemos prioridad.
Masón se levantó del ECDIS.
—Sí, señor, pero el superpetrolero tiene una maniobrabilidad casi nula, y es posible que ya haya superado el punto en el que…
—Se lo repito, capitana Masón: tenemos prioridad.
Sobre el puente se hizo un silencio tenso. Cutter se dirigió al timonel.