Pendergast asintió con la cabeza, sin dejar de examinar el color del jerez. Después tomó la copa de un trago.
—Ha empeorado la tormenta —dijo.
Constance lanzó una mirada hacia las puertas de cristal que daban al balcón, azotadas por la espuma. Llovía tanto que ya no se vela el mar, solo una superficie gris que se iba convirtiendo en negra.
— ¿Bueno, qué…? —Intentó disimular la emoción—. ¿Qué era?
—Un antiguo mándala. —Pendergast se sirvió otro jerez y levantó la copa hacia Constance—. ¿No me acompañas?
—No, gracias. ¿Qué tipo de mándala? ¿Dónde estaba escondido?
De tan lacónico, a veces era exasperante.
Pendergast bebió sin prisas y exhaló.
—Nuestro hombre lo había escondido detrás de un cuadro de Braque. Lo recortó y volvió a tensar el lienzo para esconder el Agoyzen por detrás. Un Braque precioso, de la primera época cubista, destrozado sin remedio. Qué lástima… De hecho llevaba poco tiempo escondido. Es evidente que se enteró de que la criada se había vuelto loca después de limpiar su camarote. Hasta es posible que estuviera al corriente de mi interés por él. La caja estaba dentro de la caja fuerte. Por lo visto no le pareció lo suficiente segura para el mándala. El tiempo le ha dado la razón. A menos que solo quisiera tenerlo siempre a mano…
— ¿Qué aspecto tenía?
— ¿El mándala? La habitual disposición en cuatro partes de cuadrados y círculos que encajan entre sí, realizada en el antiguo estilo Kadampa, extremadamente complicada, aunque de muy poco interés para quien no sea coleccionista o no forme parte de un grupo supersticioso de monjes tibetanos. ¿Me harías el favor de sentarte, Constance? No es agradable hablar con alguien que está de pie cuando se está sentado.
Constance se dejó caer en el asiento.
— ¿Ya está? ¿Solo un mándala antiguo?
— ¿Estás decepcionada?
—Bueno, pensaba que nos las tendríamos que ver con algo fuera de lo común, quizá incluso… —Titubeó—. No sé, algo con poderes casi sobrenaturales.
Pendergast emitió una risita seca.
—Me parece que te tomaste tus estudios en Gsalrig Chongg demasiado literalmente.
Bebió un poco más de jerez.
— ¿Dónde está? —preguntó ella.
—De momento lo he dejado donde estaba. Con Blackburn no corre peligro, y ahora ya sabemos dónde está. Se lo quitaremos al final del viaje, en el último minuto, cuando no tenga tiempo de reaccionar.
Constance se apoyó en el respaldo.
—No acabo de creerlo. Solo una pintura thangka…
Pendergast volvió a observar el jerez.
—Nuestro pequeño encargo por amor al arte toca a su fin. Ahora solo queda el problema de despojar a Blackburn de las posesiones que no le pertenecen, lo cual, como ya he dicho, es una nimiedad. Ya tengo claros casi todos los detalles. Espero que no tengamos que matarle, aunque tampoco lo consideraría una gran pérdida.
— ¿Matarle? ¡Pero Aloysius! Eso sí que espero poder evitarlo.
Pendergast arqueó las cejas.
— ¿En serio? Creía que a estas alturas ya te habrías acostumbrado…
Constance se quedó mirándolo, perpleja.
— ¿Qué quieres decir?
Pendergast sonrió y volvió a bajar la vista.
—Perdona, Constance, ha sido una falta de delicadeza. No, no mataremos a Blackburn. Encontraremos otro modo de arrebatarle su precioso juguete.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Pendergast saboreó el jerez.
— ¿Has oído los rumores de motín? —dijo Constance.
Parecía que Pendergast no la oyera.
—Acaba de contármelo Marya. Parece que la segundo capitán ha tomado el mando, y que ahora ya no vamos hacia Nueva York, sino hacia Terranova. El pánico se ha generalizado. Van a declarar un toque de queda, y se supone que a mediodía harán un anuncio importante por megafonía. —Constance miró su reloj—. Falta una hora.
Pendergast dejó la copa vacía sobre la mesa y se levantó.
—Estoy un poco cansado. Creo que voy a echarme un rato. ¿Podrías ocuparte de que a las tres, cuando me levante, tenga listo un desayuno de huevos Benedict y té verde Hojicha, recién hecho y caliente?
Se dirigió hacia su dormitorio sin decir nada más, subiendo lentamente la escalera. Poco después su puerta se cerró, y la cerradura hizo un pequeño clic.
LeSeur llevaba una hora de guardia, en el turno de tarde. Estaba frente al terminal del sistema integrado del puente, con su enorme despliegue de chartplotters ECDIS e imágenes radar, siguiendo la trayectoria del barco por los Grand Banks, rumbo a St. John's. Apenas había tráfico marítimo (solo algunos barcos grandes que salían de la tormenta), por lo que el avance había sido rápido.
Desde el cambio de mando, reinaba en el puente un silencio inquietante. Parecía que el peso de la nueva responsabilidad hubiera vuelto taciturna a la capitán Masón, que no había abandonado el puente desde el relevo de Cutter. LeSeur supuso que probablemente se quedaría en él hasta llevar el barco a puerto. Tras cambiar el nivel de emergencia al nivel 2 del código ISPS, Masón había ordenado que todos salieran del puente excepto el personal imprescindible: el oficial de guardia, el timonel y un solo vigía. LeSeur estaba gratamente sorprendido por el acierto de aquella decisión, que creaba un oasis de calma y de concentración normalmente ausente en los puentes más transitados.
Se preguntó cómo se tomaría la empresa que hubiera recurrido al artículo V, y cómo incidiría en su carrera. Mal, seguro. Se consoló pensando que no había tenido alternativa. Lo que contaba era actuar correctamente. Era lo mejor que se podía hacer en la vida. Cómo se lo tomasen los demás… Eso ya no estaba en sus manos.
Su mirada experta recorrió los instrumentos electrónicos de la pantalla grande, el Trimble NavTrac y el Northstar 94IX DGPS, las cuatro cartas electrónicas, el giroscopio, el radar, los indicadores de velocidad, el loran y las sondas de profundidad. Incluso a un oficial de solo diez años atrás le habría costado mucho reconocer el puente. A pesar de todo, LeSeur seguía trazando la derrota como toda la vida, en una mesa de navegación, sobre papel, usando el magnífico juego de instrumentos de navegación, reglas paralelas y compases que le había regalado su padre. De vez en cuando, incluso, miraba el sol o las estrellas para establecer su posición. Era innecesario, pero le hacía sentirse vinculado a las grandes tradiciones de su profesión.
Echó un vistazo a los datos de velocidad y rumbo. Como de costumbre, el piloto automático estaba encendido. Había que reconocer que el
Britannia
estaba demostrando que navegaba mejor que la mayoría de los barcos, a pesar de un mar de costado con olas de diez metros, y de un viento racheado de entre cuarenta y cincuenta nudos. Por supuesto, no eran muy agradables sus largos balanceos, pero en un crucero más pequeño seguro que habría sido muchísimo peor. Los veintidós nudos de velocidad del
Britannia
estaban superando las expectativas. Tardarían menos de veinte horas en llegar a St. John's.
La discreción con la que Masón había tomado el mando aliviaba profundamente a LeSeur. A mediodía se había dirigido a todo el pasaje por el sistema de megafonía, para explicar que el mando ya no lo tenía el comodoro, sino ella. Serenamente, con una voz que infundía confianza, la capitán había declarado un estado de emergencia de nivel 2 en el código ISPS, y había explicado que se desviaban en dirección al puerto más cercano. También había pedido que los pasajeros pasaran casi todo el tiempo dentro de sus camarotes, para su propia seguridad, y que cuando salieran para ir a comer lo hicieran en grupos o parejas.
LeSeur miró el radar ARPA. De momento todo iba bien.
No habían visto señales de hielo, y ninguno de los pocos barcos que quedaban en los Grand Banks se había cruzado en su camino. Retocó el dial del ECDIS para cambiar la escala a veinticuatro millas. Se estaban acercando a un punto de la ruta, donde el piloto automático corregiría el rumbo para evitar las Carrion Rocks a sotavento. Después de eso, todo recto hasta el puerto de St. John's.
Kemper apareció en el puente.
— ¿Cómo va todo en las cubiertas de pasajeros? —preguntó LeSeur.
—Bien, dentro de lo que cabe. —Kemper vaciló—. He informado a la compañía del relevo.
LeSeur tragó saliva.
— ¿Y?
—Ha habido muchos gritos, pero de momento todavía no hay reacción oficial. Han enviado a algunos ejecutivos a St. John's, para esperarnos. Más que nada están alucinados. Lo que más les preocupa es la publicidad negativa. Cuando se entere la prensa de todo esto…
Kemper sacudió la cabeza., sin acabar la frase.
Un pitido suave del chartplotter indicó que habían llegado al punto de cambio de ruta. LeSeur percibió una vibración muy suave cuando el piloto automático hizo los ajustes para el nuevo rumbo. La pequeña modificación sufrida por el ángulo del barco respecto al mar había aumentado el balanceo.
—Nuevo rumbo, dos dos cero —murmuró a la segundo capitán.
—Reconociendo nuevo rumbo, dos dos cero.
El viento azotaba las ventanas del puente. Lo único que vela LeSeur era el castillo de proa, parcialmente envuelto en niebla. Más allá, un gris ilimitado.
Masón se volvió.
— ¿Señor LeSeur?
—Sí, mi capitán.
—Me preocupa el señor Craik —dijo en voz baja.
— ¿El primer oficial de radio? ¿Por qué?
—No estoy segura de que se ajuste al programa. Parece que se haya encerrado en la sala de radio.
Señaló con la cabeza una puerta al fondo del puente. LeSeur se sorprendió. Casi nunca la había visto cerrada.
— ¿Craik? Ni siquiera sabía que estuviera en el puente.
—Tengo que cerciorarme de que todos los oficiales del puente estén trabajando en grupo —añadió la capitana—. Hay una tormenta, más de cuatro mil pasajeros y tripulantes aterrorizados, y la travesía hasta St. John's no será un camino de rosas. No podemos permitirnos dudas o discrepancias entre los oficiales del puente. Ahora menos que nunca.
—Sí, señor.
—Necesito que me ayude. En vez de darle importancia, preferiría hablar discretamente con el señor Craik, él y yo a solas. Sospecho que podría tener la sensación de que les ha seguido la corriente a usted y los demás solo porque le intimidaban.
—Me parece sensato, señor.
—El piloto automático está conectado, y aún faltan cuatro horas para las Carrion Rocks. Quiero que despeje el puente de mando, para poder hablar con Craik sin que se sienta amenazado. Me parece particularmente importante que el señor Kemper también se vaya.
LeSeur titubeó. Según las normas, nunca podía haber menos de dos oficiales en el puente.
—Le relevo temporalmente del turno de guardia —dijo Masón—. A Craik se le podría considerar el segundo oficial del puente, con lo cual no se infringen las reglas.
—Sí, señor, pero dadas las condiciones meteorológicas…
—Entiendo su reticencia —dijo Masón—. Solo pido cinco minutos. No quiero que el señor Craik tenga la sensación de que se han confabulado todos contra él. La verdad es que me preocupa un poco su estabilidad emocional. Actúe discretamente, sin contarle la razón a nadie.
LeSeur asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
—Gracias, señor LeSeur.
LeSeur se acercó al vigía.
—Salga un momento conmigo a la escalera. —Hizo una señal con la cabeza al timonel—. Usted también.
—Pero…
—Órdenes del capitán.
—Sí, señor.
Volvió con Kemper.
—La capitán me releva unos minutos en el turno de guardia. Quiere que salgamos del puente.
La mirada de Kemper se hizo penetrante.
— ¿Por qué?
—Órdenes —repitió LeSeur, esperando que su tono le disuadiera de hacer más preguntas.
Miró su reloj: cinco minutos. Empezaba la cuenta atrás. Se retiraron a la escalera, justo al otro lado de la escotilla del puente. LeSeur cerró la puerta y comprobó que no estuviera echada la cerradura.
— ¿Qué pasa? —preguntó Kemper.
—Cosas del barco —repitió LeSeur, endureciendo aún más el tono.
Se quedaron en silencio. LeSeur echó un vistazo a su reloj. Dos minutos.
Alguien abrió la puerta del fondo de la escalera. LeSeur se quedó mirándolo. Era Craik.
—Creía que estaba en la sala de radio —dijo.
Craik le miró como si estuviera loco.
—Empiezo ahora el turno, señor.
—Pero, la capitán Masón…
Le interrumpió la nota grave de una alarma, y una luz roja que parpadeaba. Por toda la escotilla del puente se oyeron suaves clicks.
—Pero ¿qué ocurre? —preguntó el timonel.
Kemper miró fijamente la luz roja que parpadeaba encima de la puerta.
— ¡Eh, alguien está iniciando un código ISPS de nivel 3!
Cogió el tirador de la puerta del puente c intentó abrirla.
—Se cierra automáticamente en caso de alerta —dijo Kemper—. Aísla el puente.
LeSeur sintió que se le helaba la sangre. En el puente no había nadie más que la capitán Masón. Se acercó al interfono.
—Capitán Masón, aquí LeSeur.
Silencio.
— ¡Capitán Masón! Hay una alerta de seguridad de código 3. ¡Abra la puerta!
Tampoco esta vez hubo respuesta.
A la una y media, Roger Mayles se vio obligado a llevar a un grupo de pasajeros quisquillosos de la cubierta 10 al último turno de Oscar's. Llevaba más de una hora contestando preguntas (o mejor dicho esquivándolas) sobre qué pasaría cuando llegasen a Terranova: cómo se irían a sus casas, si les devolverían el dinero… A él nadie le había dicho nada. No tenía ni pajolera idea de nada. No podía contestar a nadie, pero aun así le habían ordenado que mantuviera la «seguridad», a saber qué quería decir eso…
Nunca le había ocurrido nada igual. Lo que más le gustaba de la vida en un barco era su previsibilidad. En cambio en aquel viaje todo había sido imprevisible, y ahora tenía la sensación de no dar más de sí.
Caminó por el pasillo con un rictus en la cara, a modo de sonrisa. Detrás, los pasajeros seguían con sus quejas de toda la mañana: devoluciones, demandas, vuelta a casa… A cada paso, Mayles percibía el lento balanceo del barco. Evitó a toda costa mirar los ventanales que se sucedían por un lado del pasillo, el de estribor. Estaba harto de la lluvia y del gemido del viento, harto de los golpes que daban las olas en el casco. La verdad era que el mar le daba miedo (se lo había dado siempre), y que nunca le había gustado mirar el agua desde el barco, ni siquiera con buen tiempo, por lo profundo y frío que parecía en todo momento; profundo, frío y tan, tan ilimitado… Desde el principio de las desapariciones tenía una pesadilla recurrente: se caía de noche en el Atlántico, y se mantenía a flote moviendo los pies mientras vela cómo se alejaban las luces del barco entre la niebla. Cada vez despertaba con las sábanas enroscadas, medio llorando.