Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
A medianoche se dirigieron a la habitación del hotel de Erica, se despojaron de sus ropas, se ducharon (él lo necesitaba mucho más que ella) y luego, mientras cada uno secaba la piel del otro, se fundieron en un intenso abrazo.
El primer orgasmo de su existencia hizo que Gedeón se sintiera sacudido por una impresión que iba más allá del mero placer físico. Durante los escasos diez segundos que duró el climax, Gedeón se volcó en sí mismo.
Por primera vez desconectó del universo, abandonó la luz de las estrellas, las mareas gravitacionales de las singularidades desnudas, los ritmos casi africanos de los pulsar. Y se centró en su propio ser.
De tal modo que se comportó en la forma que siempre ha distinguido tanto a los meteoritos que alcanzan la atmósfera como a los eyaculadores precoces: fue fugaz e insatisfactorio.
Así que, para el siguiente coito, Gedeón enlazó con el canal de vídeo erótico de un hotel de Bangkok, y con el hipotálamo de un artista pornográfico que en un oscuro cabaret holandés practicaba el sexo con dos muchachas adolescentes.
Todo fue mucho mejor, sobre todo porque Erica tuvo un orgasmo que Gedeón, el receptor perfecto, experimentó a su vez. Eso le llevó a descubrir que el orgasmo femenino era muy superior en matices y sensaciones al masculino, más corto y basto.
A partir de ese momento, y durante los tres años siguientes, Gedeón se convirtió en un fornicador compulsivo, yendo de mujer en mujer, vampirizando sensaciones y placeres ajenos, tejiendo una red erótica que le conducía de la vulvar cadencia de una bailarina turca al clítoris de una mujer-leopardo de la tribu Búa, pasando por la exaltación tántrica de una yogui bhakti o por el suave éxtasis de una matrona siciliana.
Finalmente, el día en que cumplía veintitrés años, Gedeón decidió llevar a cabo una experiencia única. Sedujo a una joven irlandesa, que tenía llamaradas por cabello y un universo de pecas en la piel, solicitando de ella una fellatio suave y cadenciosa. Justo en el momento en que sus testículos iban a arder de pasión, Gedeón abrió su percepción y conectó con todos los hombres y mujeres que en aquel mismo instante estaban experimentando la culminación sexual.
Ante el horror de la joven irlandesa, Gedeón permaneció inconsciente durante casi una hora. Al despertar, la cabeza doliente y los genitales entumecidos, el gitano marcado por el rayo de una estrella se sintió exactamente tal y como era: una puta que, en vez de abrirse de piernas, abría sus sinapsis a un placer carente de emoción, tan impersonal como el fulgor de una nova.
No. El sexo le había hecho más humano, pero no era la culminación por él esperada.
Ginebra siguiendo el sendero a través de los bosques de Camelot.
Ginebra quiere morir porque quiere vivir para besar una vez más los ojos de Lanzarote.
Ginebra quiere morir porque quiere vivir en la serenidad de Arturo, y resguardarse en su pecho cuando el otoño alfombre de oro Camelot.
El sendero conduce a Ginebra a las orillas de un lago. Una piedra se alza cubierta de hiedra. Clavado en la piedra, el bruñido metal de una espada arroja guiños de luna.
Ginebra extiende la mano, pero no coge la espada. Arranca siete hojas de hiedra.
Un gesto melancólico las lleva a su boca.
EL DOLOR Y LA MUERTE CONTEMPLADOS DESDE EL PICO ADAMS
Cientos de cadáveres comenzaban a descomponerse bajo el sol que tostaba las faldas del Pico Adams, en el centro de Sri Lanka. En su mayor parte eran hindúes tamiles, masacrados por las fuerzas cingalesas del presidente Sirimavo Bandaranaike.
Hombres y mujeres, niños de extremidades delgadas y ojos grandes, bebés que no habían conocido más que el hambre y el dolor... todos convertidos en protoplasma muerto, en festín para los buitres.
Y Gedeón, sentado en una cornisa del monte, trescientos metros más arriba, contemplando los restos de la carnicería, respirando los perfumes de la putrefacción, era el único superviviente.
Había sobrevivido, sí. Pero también había experimentado cada segundo de agonía, cada herida, cada postrer suspiro. Porque había sido la mujer traspasada por la bayoneta, el hombre machacado a culatazos, la joven cuyo cráneo se reventó contra la piedra.
Se levantó de su asiento de piedra y descendió hasta la pequeña llanura. Buscó un cigarrillo y lo encendió. Mientras fumaba leyó la inscripción en el paquete de tabaco.
LAS AUTORIDADES SANITARIAS ADVIERTEN QUE FUMAR PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD.
Una carcajada atravesó su garganta —era la primera vez que reía—; «no es fumar», pensó, «lo que perjudica la salud. Es vivir...»
Algo tirado en el suelo llamó su atención: era una mano limpiamente cercenada a la altura de la muñeca.
La mano de un niño de cuatro años.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Gedeón y fluyeron como un torrente desbocado. Por primera vez lloraba.
¿Era eso la humanidad? ¿Acaso el dolor y la desesperación son lo único que nos separa de la materia inerte?
Gritó, y las laderas del Pico Adams le devolvieron el reflejo de su voz.
De repente algo ocurrió. En el mismo borde de su percepción expandida pudo intuir una sombra, una presencia danzante.
—¿Quién está ahí? —exclamó—. ¿Quién eres?
La sombra reverberó y se agitó. Gedeón no podía verla. ¡Por primera vez encontraba algo que no podía abarcar ni distinguir!
—¿Quién eres tú? —dijo la sombra.
Y, como la última luz del ocaso, se desvaneció.
La reina Ginebra bailando desnuda con los ojos llenos de estrellas
Ginebra, la mirada brillante, dilatada,
ríe y llora a la vez.
Ginebra está colocada,
dopada,
intoxicada...
Borracha de hiedra,
ebria de luna.
Sus ojos oyen paisajes fantasmales, y su piel ve música nunca antes saboreada.
Ginebra está lejos.
Súbitamente, el bosque no existe y sólo queda un campo de estrellas.
Y una sombra difusa que fluye como la leche vertiéndose en un cántaro.
—¿Quién está ahí? —dice la sombra—. ¿Quién eres?
—¿Quién eres tú? —contesta Ginebra.
Un parpadeo de luna devuelve a la reina al bosque encantado. Un corzo corre entre los acebos.
Ginebra lo sigue.
LA SOMBRA AGITÁNDOSE DENTRO DEL MÁNDALA
La mayor parte del mensaje de J118 constituía un conjunto de creencias filosóficas que difícilmente podían tener significado alguno para un bípedo del planeta Tierra. Sin embargo, un 6,4 % de aquel texto alienígena sí era comprensible para la inteligencia humana.
Se trataba de la parte que hacia referencia a dios, negando cualquier posibilidad de afirmar o negar su existencia.
«A gnosein.» No conocer.
La verdad es que no sólo se trataba de que en el cerebro de Gedeón Montoya hubiese quedado indeleblemente inscrito el mensaje de J118. Es que Gedeón Montoya, siendo hipersensible hasta un grado que no podemos concebir, jamás había sentido la presencia de dios alguno. Ni en lo más pequeño, ni en lo más grande.
Quizá por eso Gedeón, cuando quiso experimentar en sí mismo la humanidad del pensamiento místico, eligió la más agnóstica de todas las religiones.
Porque el budismo no sólo no adora a dios: ni siquiera habla de él.
Gedeón marchó al Nepal, y una vez allí se internó en el remoto valle del Manang, rodeado por el macizo del Anna-purna, el glaciar Domo y los picos Tiliche, Chulu Himal y Pisang.
Solicitó asilo en el lamasterio Braga Gompa, perteneciente a la secta kagyu-pa. Y le fue denegado.
Se sentó en el suelo, frente a la puerta del monasterio, y allí permaneció tres días y tres noches.
Cuando, finalmente, un monje azafranado cruzó las puertas con la firme decisión de echarle, aunque fuese a la fuerza, Gedeón recitó al pie de la letra los textos sagrados Mahayanas y el Bardo Thódol.
Unas horas después, aquellos lamas no sólo acogieron a Gedeón, sino que le dieron el tratamiento propio de un buda reencarnado.
Cinco años permaneció entre aquellas paredes de gélida arenisca.
Y durante esos cinco años aprendió a dejar de mirar al exterior, para centrarse en su interior.
Desgraciadamente, lo que encontró dentro de sí tampoco le resultó particularmente interesante.
Hasta que un día, mientras contemplaba un mándala con el bodhisattva Avalokitesvara (y los seis budas de los seis mundos), Gedeón percibió de nuevo la sombra que había intuido en las laderas del Monte Adams.
—¿Quién eres tú? —preguntó asombrado.
La sombra, en realidad algo más parecido al reflejo de la luna en un lago, titiló y parpadeó.
—¿ Quién eres ? —repitió Gedeón.
La sombra se situó en el centro del mándala y, por unos instantes, pareció adquirir forma humana. Luego se difuminó de nuevo.
—¿Por qué no puedo verte? —Gedeón notaba cómo la excitación recorría su piel—. ¿Qué quieres de mí?
Un fugaz parpadeo, un leve resplandor, una brisa húmeda.
—La Piedra —dijo la sombra—. La Piedra...
—¿Qué piedra?
La sombra comenzó a disolverse. Un instante antes de desaparecer, susurró:
—Hay tanta luz en la oscuridad...
Un leve «pop», y Gedeón se encontró de nuevo sólo, frente al mándala.
Se levantó y, asomándose a la ventana, contempló el valle de Manang a la luz de la luna.
Gedeón se dio cuenta de que algo había cambiado en él, aunque no podía decir exactamente qué.
A la mañana siguiente se despidió de los monjes budistas y dejó atrás el monasterio, el valle del Manang y el Nepal.
La danza luminosa en el Círculo de Piedras
La carrera del corzo conduce a Ginebra al antiguo Círculo de Piedras donde la vieja religión adoraba a Beli, Dios del Sauce y de la Luz.
Ginebra baila una danza pagana, siguiendo con sus pies la cadencia de los cincuenta y seis hoyos que rodean el templo pétreo.
Ginebra, tú lo sabes, forjó una leyenda de amor sublime. Pero también destruyó el sueño de un hombre.
Quizá su danza de hiedra sea la expiación de su culpa.
Quizá nunca hubo tal culpa...
Ginebra sigue con la vista el vuelo de una lechuza.
De pronto, Ginebra se detiene y contempla la Gran Piedra que Merlín alzó mágicamente en medio del Círculo.
La sombra fantasmal se recorta sobre el dolmen.
—La piedra... —murmura Ginebra—. La piedra...
—¿Qué piedra? —pregunta la sombra.
Una cortina resplandeciente se precipita sobre el negro cielo, distrayendo a Ginebra. Las tinieblas son un vuelo de flamígeras aves de colores.
—Hay tanta luz en la oscuridad... —murmura la reina.
La sombra contra la piedra se disuelve como una gota de vino en una jarra de agua.
—No te vayas —dice Ginebra.
Pero la sombra ya se ha ido.
LA ASÍNTOTA GITANA
Durante los siguientes diez años, Gedeón buscó su perdida humanidad en las selvas amazónicas de Brasil, o en la danza de los derviches del Yemen, o en la alta cocina de los mejores restaurantes franceses.
Se convirtió en artista, plasmando en el lienzo lo que sus locos sentidos veían en el Campo Arquetípico. Fue curandero en las plantaciones de coca bolivianas, diagnosticando gracias a su hipersensibilidad inhumana. Recogió algodón junto a los braceros negros de Luisiana, y aceitunas en los campos de Sicilia.
Gedeón Montoya era una curva asintótica, acercándose infinitamente a su meta, pero sin llegar nunca a alcanzarla.
Durante esa década sólo volvió a encontrarse en dos ocasiones con la sombra.
La primera vez en el Yucatán, mientras se encaramaba a las ruinas de una perdida pirámide maya. Estaba observando un altorrelieve de la Madre Tierra, con su forma de sapo, cuando el aire se agitó con el ya familiar parpadeo de luna. La experiencia duró unos segundos y Gedeón sólo pudo percibir el breve fragmento de una canción gaélica:
Bum Twrcb ym Mynydd Bum cyffmewn rhaw Bum bwallyn llaw.
«Yo he sido un corzo en la montaña / yo he sido un hacha en la mano, yo he sido un tocón en la pala.»
Era una voz de mujer quien cantaba, y había en ella tanta tristeza que Gedeón estuvo a punto de echarse a llorar. Además, aquella canción parecía hablar de él, parecía escrita para él, hecha a la medida para él, como un traje confeccionado por un sastre de Hong Kong.
La segunda vez que, tras dejar a los lamas, Gedeón reencontró a la sombra fue en el desierto de Sonora, mientras contemplaba un melancólico atardecer.
Un cactus se interponía entre él y el sol, y fue justo en la sombra que el cactus arrojaba donde el titileo de luna surgió, esta vez silencioso y casi estático.
—No sé quién o qué eres, pero estás empezando a convertirte en la única razón de mi existencia —dijo Gedeón—. No he encontrado a nadie ni nada que como tú pueda guarecerse de mis sentidos. Eres lo único que no puedo entender.
—Estás triste —susurró la sombra—. ¿Por qué?
—No estoy triste... Sé. Sí lo estoy. No soy un ser humano. Ni siquiera sé lo que significa humanidad.
—Oh... —La sombra pareció dudar—. Creo que eres muy humano. Incluso demasiado.
—¿Tú quién eres? ¿Dónde estás?
La sombra no contestó. De repente pareció bailar, y el baile se convirtió en silueta, y la silueta en imagen.
La imagen de una mujer desnuda, bañada de plata, como una diosa lunar.
—La Piedra... —dijo la Mujer-Luna, y extendiendo una mano dejó caer algo al suelo.
Gedeón lo recogió. Era una hoja de hiedra.
—Pero... —El gitano vaciló—. ¿Dónde estás?
—En la Piedra —susurró—. En la Piedra... Y, como una vela que se apaga, se esfumó. Gedeón se incorporó y gritó:
—¡Vuelve! ¿Dónde está la piedra?
—Pareces tonto. La Piedra: con mayúscula. Gedeón se volvió, sorprendido. Un viejo chamán indio le contemplaba con expresión irónica.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gedeón.
—Mirar a un idiota hablando con una sombra.
—¿Tú también la has visto?
—No estoy tan colocado... Y tú, que la has visto, ¿sabes quién es?
—No...
—¡Vaya, hombre! —El viejo rió mostrando el interior de su boca desdentada —¿Acaso no eres Gedeón Montoya, el Observador Perfecto, el que todo lo conoce?
—¿Cómo lo sabes...?
—¿Te crees que eres el único que puede Ver? —Meneó la cabeza—. Me pongo ciego con hierbas y hongos. Entonces Veo.