El Círculo de Jericó (19 page)

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Authors: César Mallorquí

BOOK: El Círculo de Jericó
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—Sí, tiene razón —dije, un poco confuso. E insistí—: Pero Claudia tiene diez años, todavía es una niña.

—Por supuesto, por supuesto —Madame Kádár me obsequió con una bondadosa sonrisa—. Pero recordar debe que un día crecerá. El polluelo en un hermoso cisne se ha de convertir, y usted impedir no debe que aprenda a volar. Cuando a surcar el cielo Claudia dispuesta esté, ayudarla deberá. Aunque verla abandonar el nido eso signifique, aunque perder a su bebé eso suponga, ayúdela, señor Zarate. A volar ayúdela.

Bueno, creía entender lo que aquella mujer pretendía decirme. Los padres no deben sobreproteger a sus hijos, ahogarlos con un cariño tiránico. Lo que no acababa de comprender es por qué me lo estaba diciendo precisamente a mí; no me parecía haber dado muestras de ser un padre particularmente posesivo.

No obstante, madame Kádár había mencionado que una hija suya vivía en Hungría. Dejé volar por unos instantes la imaginación y supuse que en algún momento debió existir algún problema entre ellas. Quizá la anciana fue una madre absorbente y eso la había distanciado de su hija. Posiblemente se limitaba a alertarme sobre los errores que ella misma había cometido. Me sentí en cierto modo conmovido, aceptando, sin darme cuenta, como hechos ciertos lo que no eran más que simples conjeturas.

—Tiene usted mucha razón, señora Kádár —dije con toda seriedad—. Nunca asfixiaré a Claudia, lo tendré muy presente. Ella siempre podrá contar con mi apoyo, aunque eso signifique perderla.

La anciana asintió satisfecha.

—Hombre inteligente usted es —dijo y, cambiando bruscamente de tema, añadió—: ¿Nuestras historias qué le parecen?

—Son interesantes... quizás un poco raras.

—Raras, sí. Pero la vida extraña es.

No hizo más comentarios. Entrelazó las manos sobre el regazo y se quedó mirándome en silencio, como aguardando a que fuera yo quien continuara la conversación.

—Ese círculo suyo —dije, por decir algo—, ¿hace mucho que pertenece a él?

—Oh, sí; más de cincuenta años.

—¿El círculo tiene cincuenta años? Pero, salvo usted y el padre Kindelán, ninguno de sus amigos ha cumplido todavía esa edad...

—Confundido usted está. Los miembros del círculo se renuevan. Cincuenta años hace que en el círculo yo estoy, pero mucho más antiguo el círculo es. Unos nueve mil años, yo diría.

—¿Quiere decir que su grupo, el círculo, existe desde hace nueve mil años? —pregunté, incrédulo.

—Sí. Relativamente reciente es, otros círculos hay más antiguos. Grupo nuestro en la ciudad de Jericó fue creado, siete mil años antes de Cristo.

—Así que su círculo existe desde el neolítico —No pude evitar sonreír; aquella mujer era deliciosamente excéntrica—. Y, a medida que sus miembros mueren, son sustituidos por otros, ¿no?

—Eso es —Madame Kádár me contempló como una abuela orgullosa de su nietecito—. Pero difícil resulta encontrar miembros adecuados, ya que habilidades especiales precisan poseer.

—¿Y siempre han sido siete?

—Siete el número de los cielos es, del árbol cósmico siete son las ramas y siete los brazos del candelabro sagrado. Setenta y siete veces el número siete en el Antiguo Testamento se menciona, y como de Jericó hablábamos, murallas suyas cayeron cuando siete sacerdotes, con siete trompetas, siete vueltas dieron el día séptimo —Suspiró—. Poderoso el número siete es, y por ello de siete miembros un círculo constar debe.

Reconozco que aquella gente comenzaba a fascinarme. Al parecer, pertenecían a una especie de secta (la anciana había mencionado la existencia de otros círculos) que yo nunca había oído mencionar, quizá porque careciera de nombre. Como todas las sectas, afirmaba tener sus raíces en la más lejana antigüedad. Pero ésta era una secta extraña. Para empezar, la presencia de dos sacerdotes católicos entre sus miembros ya era algo muy peculiar. Además, sus objetivos no podían ser más surrealistas: mantener estable la realidad. Por no hablar de los métodos que empleaban: contar historias extravagantes que poco tenían de piadosas o ejemplares.

Estaba intrigado, y me disponía a formularle más preguntas a madame Kádár cuando la alegre voz de Claudia interrumpió nuestra conversación.

—La comida está lista. El padre Juan ha preparado un plato brasileño, ¡y huele muy bien!

Nos reunimos en torno a la mesa y comenzamos a comer con apetito. El guiso de carne que había elaborado el padre Silveira estaba realmente bueno. Le pregunté qué era.

—La verdad es que no tiene nombre. Lo preparan los kayapó, unos indígenas de la amazonia brasileña. Ellos suelen emplear carne de mono, o de perro, y ocasionalmente... —Se encogió de hombros—. Bueno, en otros tiempos usaban carne de hombre.

Contemplé mi plato con repentina aprensión.

—No te preocupes, papá —dijo Claudia, poniendo su mano sobre mi brazo—; el padre Juan ha usado carne de cerdo en lata. Yo lo he visto.

Un repiqueteo cristalino resonó en la habitación. Madame Kádár golpeaba su vaso con el borde de un cuchillo, reclamando nuestra atención.

—Unos segundos faltan para que las dos y cuarenta y ocho sean —dijo sonriente—. Sugiero que un círculo formemos junto a nuevos amigos nuestros.

Miré sorprendido en derredor. Todos habían dejado de comer y se daban la mano, formando una circunferencia humana. Parpadeé confuso.

—Las dos y cuarenta y ocho —El padre Kindelán, sentado a mi izquierda, me miraba malhumorado—. El solsticio.

Bueno, tomé la mano que me ofrecía el cura, notando entre sus dedos las cuentas del rosario, y estreché a mi vez la mano de Claudia. Permanecimos así durante largos segundos. Todos, salvo Susana y yo, habían cerrado los ojos. Mi mujer, las manos entrelazadas con las del padre Silveira e Isabel Bocanegra, me miraba sonriente, con las pupilas brillando de diversión.

Yo me sentía ridículo. Nunca me han gustado ese tipo de ceremonias. Por ejemplo, siempre me sentía envarado cuando, las pocas veces que pisaba una iglesia, llegaba el momento de darse la paz y me veía obligado a estrecharle la mano a un perfecto desconocido. En esas ocasiones solía encerrarme en una actitud hosca, totalmente ajena al ideal de fraternidad religiosa que el rito perseguía. Así que resulta fácil imaginar lo estúpido que me sentía formando parte de esa especie de círculo místico, o lo que quiera que fuese.

Me volví hacia Claudia y contemplé su rostro embelesado. Tras los párpados cerrados adiviné el nervioso movimiento de sus ojos. Pensé que la niña se estaba tomando demasiado en serio todo aquello, y que no me gustaría que eso supusiera el nacimiento de una, en modo alguno deseada, propensión hacia lo religioso.

Entonces ocurrió.

No creo que pueda encontrar palabras para describirlo... ni siquiera estoy seguro de que hubiera algo que describir. El caso es que tuve la impresión de que por un instante el tiempo se detenía y la luz, el olor de la comida, la textura de las paredes, el tacto de las manos unidas, todo lo que me rodeaba, adquiría una especial definición, una extraña nitidez.

La experiencia duró menos de un segundo, y supongo que no fue más que el producto de mi mente sugestionada. Sin embargo, me di cuenta de que, al igual que yo, los demás también se habían estremecido, como si experimentaran simultáneamente algo quizá similar a lo que yo sentí.

Un instante después el salón se llenó de suspiros. Nos soltamos las manos y yo miré desconcertado a un lado y a otro. Susana me observaba con el ceño fruncido. Le dirigí una sonrisa y me encogí levemente de hombros.

—Felicitarle debo, padre Joao —dijo de pronto madame Kádár—. Plato suyo exquisito está; un poco a gulash me recuerda.

Tras decir esto, la anciana prosiguió risueña con su almuerzo. Todos la imitamos; aparentemente, no había nada más que decir.

Tras finalizar la comida, Aníbal Zarko y yo nos ocupamos de lavar los platos, y el padre Kindelán de secarlos. Observé que, mientras pasaba el paño por la loza, el sacerdote no cesaba de murmurar oraciones, una por cada plato; había convertido el secado de la vajilla en una especie de rosario improvisado. ¿Es que aquel hombre nunca se cansaba de rezar?

Al concluir nuestra tarea volvimos al salón. Susana había preparado té y allí estaban todos, bebiendo apaciblemente la humeante infusión. Claudia se había sentado al lado de madame Kádár y ésta, sosteniendo entre sus manos una taza de cristal, leía el futuro de la niña en los posos de té.

—...y fijarte ahí, a la derecha, debes —decía la anciana—; ¿una luna en cuarto creciente ves? Felicidad y éxito decir quiere. ¿Y la imagen que a su lado hay distingues? De un dragón se trata. Cambio repentino, ése es significado suyo.

Susana me ofreció una taza de té, todavía caliente. Mis manos, frías por el agua del fregadero, agradecieron poder acoger en su seno aquella fuente de calor. Me senté en una silla y di un breve sorbo a la amarga infusión. Entonces, Héctor Arauco se incorporó y, tras carraspear discretamente, dijo:

—Isabel, mi esposa, me ha rogado que les pregunte si estarían interesados en escuchar una historia suya —Todos asentimos en silencio. Yo volví la mirada hacia aquella frágil mujer, pero fue el doctor Arauco quien prosiguió—: Me gustaría señalar que mi esposa es una extraordinaria médium, capaz de ponerse en contacto con otros planos de la realidad. Ese don le permite comunicarse con la conciencia, el espíritu si quieren, de personas que han muerto. Aunque esto último no siempre ocurra exactamente así. Pero quizá sea preferible que ella misma lo explique —Se volvió hacia su mujer, invitándola con una sonrisa a intervenir—. Querida...

Isabel Bocanegra bajó la mirada con timidez; noté que sus mejillas se ruborizaban mientras tragaba saliva varias veces. Finalmente, cuando se decidió a hablar, su voz era tan débil que resultaba difícil entender lo que decía.

—Yo misma no acabo de comprender cómo funciona mi don —El musical acento sudamericano parecía apagado, contenido—. En ocasiones, los muertos hablan por mi boca; pero también puedo entrar en contacto con espíritus de personas que todavía no han fallecido —Vaciló—. Creo que a veces hablo con las almas de futuros difuntos, almas tan atormentadas que, en el afán de comunicar su dolor, rompen los muros del tiempo —Suspiró—. Hace poco, una de esas almas vino a mí y me contó una historia atroz. No es algo que haya ocurrido, sino algo que va a ocurrir. Pero supongo que es mejor que sea él mismo quien lo narre...

Isabel Bocanegra se reclinó en el sillón donde estaba sentada y cerró los ojos, como si aquella charla, para ella tan excesiva, la hubiera fatigado. El doctor Arauco se aproximó a su esposa.

—Isabel debe entrar en trance —dijo—. Yo la ayudo con un poco de hipnotismo —Se inclinó sobre ella—. ¿Estás relajada, querida?

—Sí...

—Bien, no pienses en nada. Ahora vas a descansar; para ello, convierte tu mente en un lugar negro y vacío. Hay una escalera, ¿lo notas? Comienza a descender y cuenta los peldaños. Uno, dos... por cada escalón que bajes sentirás como un gran cansancio se adueña de ti... tres, cuatro... Tienes mucho sueño, Isabel, debes descansar... cinco, seis... Cuando llegue a diez estarás profundamente dormida... siete, ocho... Relájate, déjate llevar... nueve y diez. Ya estás dormida, querida. ¿Me escuchas?

El breve pecho de la mujer subía y bajaba cadenciosamente, con el ritmo de una respiración profunda. Tras una larga pausa contestó con voz impersonal:

—Sí...

—¿Dónde te encuentras?

Una nueva pausa.

—No lo sé... Hay niebla y oscuridad...

El doctor se volvió hacia nosotros.

—Ya está.

—¿La ha hipnotizado? —preguntó en voz baja Susana—. ¿Tan rápido?

—Llevamos mucho tiempo trabajando juntos, así que mi mujer entra en trance con gran facilidad. Es una especie de condicionamiento poshipnótico —Se acarició la sien con la yema del dedo medio—. Pueden hablar más alto, si lo desean; ella sólo escucha mi voz.

—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó Claudia.

—Nada. Debemos esperar.

El doctor Arauco tomó asiento al lado de su mujer y le cogió la mano. Isabel Bocanegra continuaba en trance, con los ojos cerrados y las facciones relajadas.

Paseé la mirada por la habitación. Los ojos de todos los presentes estaban clavados en la mujer dormida. Incluso el padre Kindelán había interrumpido sus rezos para concentrar su atención en lo que estaba ocurriendo. Pese a encontrarnos a media tarde, el dosel de nubes era tan denso que apenas se filtraba luz a través de las ventanas; el salón se hallaba en penumbras, sólo rotas por el resplandor rojizo que provenía de la chimenea. Escuché el constante golpeteo de la lluvia en el tejado.

Entonces Isabel Bocanegra gimió.

—No... ¡No...!

El doctor Arauco se inclinó sobre ella.

—¿Qué ocurre, querida?

—Está aquí... —El rostro de la mujer se había convertido en una máscara pálida y crispada—. ¡Busca mi voz!

—Tranquilízate —dijo el doctor, y su mujer pareció relajarse al instante—. ¿Quién es?

—No tiene nombre.

—Todo el mundo tiene un nombre.

—Él no. Lo ha olvidado.

El doctor volvió a acariciarse la sien.

—¿Qué quiere?

Una pausa.

—Está confuso, su alma es un vendaval... Quiere hablar...

—Isabel —el doctor vaciló un instante—; ¿te importaría prestarle tu voz?

—Pero todo es muy triste —protestó débilmente la médium—. Está muriéndose... y hay tanta amargura en él.

—Quizá si le dejas usar tu voz consigas aliviarle. Además, querías que escucháramos su historia, ¿recuerdas?

—Es verdad... —Las facciones de la mujer se relajaron de nuevo. Sonrió mientras comenzaba a hablar con alguien a quien no podíamos ver—. Ven... Entra en mi cuerpo, usa mis labios y mi garganta...

Me cubrí la boca con la mano para ocultar una sonrisa; aquellas palabras, tan melodramáticas, parecían más una invitación erótica que una fórmula espiritista.

De pronto, Isabel Bocanegra abrió los ojos.

Y, de algún modo, tuve la certeza que ella ya no era la mujer del doctor Arauco, sino otra persona muy distinta. Su mirada reflejaba desconcierto y dolor, los labios estaban contraídos, convertidos en una línea pálida e irregular, la frente aparecía surcada por una miríada de finas arrugas.

Respiré hondo.

Entonces ella habló y noté que un escalofrío me recorría el cuerpo, porque su voz no era una suave voz de mujer, sino la voz enronquecida de un hombre.

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