El Círculo de Jericó (36 page)

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Authors: César Mallorquí

BOOK: El Círculo de Jericó
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»Qué hacía allí aquella extraña puerta le pregunté. Entonces, esa persona a mi lado se sentó y una curiosa historia comenzó a narrarme.

»"¿ Alguna vez en la casa del doctor Pétalo ha estado?", me preguntó...

La casa del doctor Pétalo

La historia de madame Kádár

NUN

El doctor Pétalo vivía en una casa insólita y prodigiosa, en compañía de sus hijos y de su secretario, rodeado de sirvientes silenciosos y discretos, sombras circunspectas que atendían todas sus necesidades y, por qué no, hasta el menor de sus deseos.

El doctor Pétalo nunca abandonaba la casa, y tampoco lo hacían Betania y Yubal, sus hijos. No era necesario; su hogar tenía un gran número de puertas y habitaciones, de recintos y salones, de jardines perfumados por jazmines y nardos, o por aromas exóticos de lugares lejanos.

La casa, a la que sus moradores llamaban Mansión, era extraordinariamente vasta, y aun así no cesaba de crecer. Constantemente se ampliaba el número de las habitaciones, multiplicándose su volumen en una progresión que aspiraba tenazmente al infinito.

La casa era un calidoscopio de formas cambiantes. Y, como decíamos, el doctor Pétalo nunca la abandonaba. Pero lo más extraño no era eso —ya ha quedado claro que Mansión ofrecía un sinnúmero de posibilidades—, lo realmente peculiar era que el doctor Pétalo casi nunca salía del Invernadero. Allí pasaba las horas y los días, cuidando con mimo de comadrona el lento germinar de las semillas; oficiando, como un sacerdote durante la consagración, el milagro de la fotosíntesis; injertando, con el pulso preciso de un cirujano, esquejes inauditos en la carne verde de las plantas.

Ése era su auténtico mundo, un universo de polen y savia encerrado entre las paredes cristalinas de aquel hermoso invernadero
art nouveau
. Allí vivía el doctor Pétalo, ajeno a Mansión y a los lugares que se extendían más allá de sus paredes, encerrado en una burbuja de vidrio, bajo los rayos de un sol otoñal; extrañamente ausente, extravagantemente intemporal.

Y fue allí, en el Invernadero, donde una noche le buscó Dostigres, su secretario, para consultar con él ciertos asuntos relacionados con Mansión.

El doctor se encontraba atareado manipulando una curiosa variedad del musgo llamado spahgnum, abriendo con un bisturí las delicadas cápsulas parecidas a farolillos chinos que eran los esporangios, y esparciendo sus esporas sobre húmedas bandejas de tierra germinal.

A lo lejos se escuchó el suave gemido de una puerta al abrirse, y luego los pasos de un caminar pesado y arrítmico. El doctor Pétalo miró un momento de reojo y pudo ver que su secretario se acercaba por entre los anaqueles repletos de plantas, frutos y flores de mil colores.

Dostigres tenía una apariencia brutal; bajo de estatura, la frente estrecha y los ojos pequeños, bestiales. La boca grande, cobijo de enormes dientes refulgentemente blancos. El mentón enérgico y rotundo. El cuello grueso y breve. Una densa mata de pelo negro y encrespado le cubría el cráneo huidizo. Los hombros eran anchos, masivos como los de un gorila. Los brazos, inusitadamente largos y fuertes, terminaban en unas manos peludas de gruesos y macizos dedos. Sus piernas eran cortas y estaban arqueadas. Cojeaba al andar.

Dostigres vestía un traje italiano de lino gris, y una camisa de seda blanca; alrededor del cuello se anudaba una discreta corbata azul.

Cualquiera se hubiera visto favorecido con aquellas ropas de exquisita confección. Dostigres, por el contrario, parecía un simio disfrazado.

El secretario tardó más de un minuto en recorrer los escasos ochenta metros que le separaban del doctor. No es que su cojera le impidiera ir más deprisa, cuando quería podía moverse con sorprendente rapidez, se trataba más bien de una cuestión de respeto. Sabía que el Invernadero era un santuario, y Dostigres quería ser reverente con el silencio húmedo de aquel lugar. Tampoco deseaba turbar el descanso de ciertas plantas, interrumpir los sueños vegetales con el ruido de sus pasos. Pese a ello, un nutrido macizo de flores anaranjadas se irguió sobre sus tallos, como serpientes desperezándose, y escupió una lluvia de semillas doradas que alcanzó a dar en el pecho de Dostigres. El hombre se sacudió las simientes que habían quedado prendidas de sus solapas y siguió caminando hasta llegar a la altura del doctor. Allí se detuvo, contemplando con admiración los lirios recién nacidos.

—Buenos días, doctor —dijo Dostigres con voz grave y ronca, a medio camino entre el gruñido y la palabra—. Veo que ha hecho maravillas con los lirios. Le felicito.

Pétalo apartó la mirada del musgo en el que trabajaba y contempló orgulloso los lirios blanquiazulados que, a pocos metros, crecían en tiestos de barro.

—Buenos días, Dostigres. —La voz del doctor era terciopelo oscuro—. Y gracias. Realmente, me ha costado mucho conseguir esa variedad bitonal.

—Blancos y azules nítidamente separados. Muy notable.

El doctor asintió.

—Ahí residía la dificultad, en conseguir que los colores no se mezclaran. —Meditó unos instantes, como jugueteando con una idea divertida—. En cierto modo es un disparate, ¿verdad, Dostigres? Ya sabes, en el lenguaje de las flores los lirios blancos significan dulzura, pureza, y los lirios azules belleza caprichosa. Un color parece refutar al otro, ¿no es cierto?

—En tal caso, doctor, sus flores reflejan algo del corazón humano, siempre contradictorio.

Pétalo pareció sopesar la idea.

—Nunca lo había considerado así; siempre he pensado en las flores sólo como en flores... —El doctor sonrió—. Pero, mi buen amigo, supongo que no vienes aquí para hablar de plantas —Se levantó del taburete—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Creo haber encontrado un lugar adecuado. —Dostigres extendió sobre el banco de trabajo el rollo de papeles que llevaba bajo el brazo—. Éstos son los planos. Una vieja vivienda de estilo modernista, como puede comprobar. Se construyó en mil novecientos uno. Su arquitecto, un tal Juan Prat i Serra, fue un discreto discípulo de Charles Rennie Mackintosh. —Dostigres puso encima de los planos una foto de la casa—. La fachada no es gran cosa, pero observe el trabajo en hierro y piedra de la parte superior.

—Fantástico. —Pétalo asintió vigorosamente con la cabeza—. Me encanta el modernismo. Es un estilo tan refrescantemente vegetal... —Señaló la foto—. ¿Dónde se encuentra?

—En Barcelona, una ciudad situada en el Mediterráneo europeo.

—Barcelona... —Pétalo cerró los ojos intentando hacer memoria—. Disponemos de algún recinto allí, ¿verdad?

—Un parque, doctor; obra de Antonio Gaudí. Y algunos otros lugares.

Pétalo agitó la cabeza con aire distraído.

—Por supuesto; hay tantas estancias... ¿Qué parte de la casa escogeríamos?

—Tiene cuatro plantas, y dos pisos por planta. Siete de esos pisos son propiedad de un banco. No creo que podamos llegar a ningún acuerdo. Pero esta vivienda pertenece a un particular. —Señaló la parte superior del edificio—. Afortunadamente es la más adecuada. Tiene una delicada terraza de hierro forjado y unas excelentes vistas de la ciudad.

—Parece perfecto. —Pétalo expresó su aprobación con una amplia sonrisa. Cogió el bisturí y volvió a sentarse en el taburete, frente al banco de trabajo—. Adelante, Dostigres, ocúpate de ello con tu usual competencia.

El secretario recogió sus papeles y, tras inclinar la cabeza en un mudo gesto de despedida, comenzó a alejarse. No había dado más de tres pasos cuando se detuvo, justo al lado de un arbusto cubierto de flores rojas, carnosas como los labios de una mujer.

—Una cosa más, doctor.

—¿Sí...? —Pétalo había reanudado su labor con las esporas.

—Sin duda recordará que debe ser usted quien se entreviste con el propietario.

Pétalo levantó la cabeza, siempre sonriente.

—Por supuesto. Es lo habitual, ¿no? —Dudó unos instantes—. ¿Quién es el propietario?

—Una mujer. Se llama Sara.

Las flores rojas, súbitamente despiertas, abrieron sus bocas escarlatas y, como un coro de gnomos, repitieron el nombre de la mujer.

—Sara... —susurró el doctor, uniéndose al eco vegetal—. Un nombre hermoso. Procede de la palabra hebrea
saray
, que significa «princesa».

Dostigres bajó la mirada.

—Puede que Sara sea una auténtica princesa.

—Eso espero, amigo mío. Eso espero.

El doctor Pétalo volvió al musgo y a las esporas. Su atención se encontraba ya muy lejos del secretario y de sus asuntos caseros.

Dostigres enarcó las cejas, en un gesto que casi le prestó apariencia humana. Luego se dio la vuelta y caminó renqueante, lento, muy lento, hacia la salida del Invernadero.

TET

—Aquí se viene a trabajar. ¿Entiendes, Sara? Ocho horas al día. ¿Está claro, Sara? —Los ojos de Vázquez expresaban severidad; pese a ello, no podían evitar posarse, de vez en cuando, en los bultos gemelos que los pechos de la mujer marcaban bajo la blusa—. Ayer llegaste con una hora de retraso, y te fuiste con una hora de antelación. —Frunció el ceño—. Estoy teniendo mucha paciencia contigo, Sara. Mucha. Pero pareces empeñada en no escucharme. Esto es Electrocom, ¿te suena? Una gran empresa multinacional de desarrollos electrónicos, y no una reunión de amigos.

Sara se mordió el labio inferior y contuvo la respiración. —Tuve que ir a ver a mi abogado —dijo, intentando mantener a raya la ira que bullía en su estómago—. Era muy urgente. —¿Fuiste a ver a tu abogado...? ¿Para qué necesita abogados una secretaria? ¿Te has metido en algún lío, Sara? —No, no. Es por mi piso...

—¿Tu piso? —Vázquez frunció los labios con desprecio—. Aquí tu piso importa una mierda, Sara. Sólo nos interesa tu trabajo. Y no estás cumpliendo con él. —Cerró los ojos y unió las yemas de sus dedos, como un juez considerando una sentencia—. No quiero volver a verte perdiendo el tiempo, ¿está claro, Sara? Si ocurre otra vez, tendrás que atenerte a las consecuencias. Puedes irte.

Sara se dio la vuelta y caminó hacia la salida del despacho. Sabía que los ojos de su jefe estaban fijos en ella, desnudando su cuerpo, violándola de una forma soterrada, pero igualmente violenta. Salió del despacho, cerrando la puerta tras de sí. Se apoyó en la pared y fijó la mirada en uno de los fluorescentes que, a tramos simétricos, jalonaban el techo e iluminaban la oficina. Sentía que la rabia la ahogaba, que le exprimía el pecho exigiendo el tributo de sus lágrimas. Pero no iba a llorar. De ninguna manera pensaba brindarle a él ese último triunfo.

Sara contó mentalmente hasta diez y luego intentó imaginar algún lugar tranquilo y apacible. Como tantas otras veces, sus pensamientos evocaron el rumor nocturno de las callejas de Agra, la mágica luminosidad de los palacios orientales a la luz de la luna, el dorado reflejo del Taj Mahal sobre el río Yamuna... Oh, por supuesto, ella nunca había estado en la India —ni casi en ningún otro sitio—, pero eso no importaba. Había ido allí de la mano de Kipling, a través de sus libros encantados. Acompañada de Tagore, o de Foster, o de Salgari...

Sacudió la cabeza y respiró hondo. Éste es el mundo real, se dijo, un mundo no muy agradable, pero el único que existe. Sonrió con tristeza y volvió a su mesa de trabajo, frente al ordenador, casi agradeciendo el anonimato de la pantalla azul y las letras blancas. Sus dedos bailaron sobre el teclado, trenzando los hilos ajados de una carta comercial, o de algún memorándum innecesario.

Y así, como todos los días, pasaron las horas.

Más tarde, cuando acabó su jornada matinal, Sara se reunió con una compañera de trabajo, Teresa, su mejor amiga. Hacía un tiempo excelente, el primer día realmente bueno de aquella primavera recién estrenada, de modo que decidieron comer en la terraza de un restaurante cercano.

—Has tenido problemas con el cerdo de Vázquez, ¿no? —le preguntó Teresa mientras servía el vino.

—Otro más...

—¡Qué hijo de puta! —La furia hizo que derramase unas gotas de vino sobre el mantel—. ¿Sabes que el otro día invitó a salir a Marta, la de contabilidad? La montó en su BMW, la llevó a cenar a un sitio caro y luego saltó sobre ella como un potro en celo. —¿Qué hizo Marta?

—¿Marta...? Se bajó las bragas, levantó el culo y se puso a moverlo. Marta es una zorrita, cariño; sabe en qué mundo vivimos y lo que hay que hacer para sobrevivir.

Sara suspiró. Paseó la mirada por la pequeña plaza bordeada de acacias donde se encontraba la terraza del restaurante. —Ojalá yo tuviera las cosas tan claras. —No, cariño, no. Ella es la que está equivocada. Si hay que convertirse en una puta, mejor ser una puta cara. —Sacudió la cabeza—. Echar un polvo por dinero... si es mucho, quizá. Pero no por un sueldo de mierda. Hay que tener un mínimo de dignidad. —Ya. Pero Vázquez me está haciendo la vida imposible, y la dignidad no vale de nada.

Teresa comió un bocado de espaguetis sin dejar de mirar fijamente a su amiga.

—¿Qué pasó, Sara? ¿Qué ocurrió que le tiene tan cabreado? —Ya lo sabes. Después de la fiesta de Navidad lo intentó conmigo, y le rechacé.

—Ese es el argumento general. Entra en detalles. —Bueno... Después de la fiesta insistió en llevarme a casa en su coche. Cuando llegamos se acercó a mí, me cogió la mano... Y la puso sobre su... El muy cerdo se la había sacado, ¿entiendes? Mientras conducía se la sacó. Y luego puso mi mano sobre ella. —Hizo un gesto de cómico desagrado—. Era como tocar una babosa. Me aparté de él y salí del coche. —¿Nada más?

—Bueno, antes de salir le miré... y me reí. —¿Te reíste? —Teresa enarcó las cejas con malicioso júbilo. —Deberías haberlo visto, sentado allí, en su coche tan caro, con su elegante traje, mirándome desconcertado... ¡Con la bragueta abierta! Dios mío, era tan ridículo...

—¡Realmente te reíste! Ay, cariño, eres genial. Ese cabrón debe tener el orgullo por los suelos.

—Lo que no entiendo es por qué tanto interés en mí. —Sara bebió un sorbo de vino—. No soy guapa.

—Qué dices. Estás muy bien, encanto.

—Gracias, pero no. Marta es guapa. Yo soy vulgar.

—Venga, Sara. Tienes un tipazo que quita el hipo. Y voy a sincerarme: un par de tetas que siempre te he envidiado.

—¿Sabes? —Sara sonrió con tristeza—, los hombres están seguros de que las mujeres poco agraciadas somos mas accesibles. Piensan que una chica, al ser fea, está dispuesta a revolcarse con el primer tipo que le haga un poco de caso.

—Deja de decir tonterías, Sara. No eres fea. ¿Quieres ver a alguien feo? Mira a ese tipo de ahí enfrente. —Con un leve gesto de la cabeza señaló hacia el otro lado de la plaza.

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