El Círculo de Jericó (13 page)

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Authors: César Mallorquí

BOOK: El Círculo de Jericó
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Los mastines son quizá los animales más orgullosos de la creación. Probablemente por eso, apenas mes y medio más tarde, Trueno despertó en mitad de la noche y trabajosamente tomó el camino que conducía hacia la cima de las montañas.

Es posible que durante la primavera, con el deshielo, sus restos congelados volvieran a recibir la caricia del sol.

Cuando las comunicaciones con la Tierra se interrumpieron, Geosat procedió a autoevaluar el estado de sus equipos; a fin de cuentas tan posible era que la Tierra hubiese enmudecido como que él se hubiera quedado sordo. Pero no, sus antenas y receptores funcionaban perfectamente y podían, por ejemplo, percibir el murmullo magnético de las instalaciones hidroeléctricas situadas en tierra. O captar las emisiones automáticas de los satélites geostacionarios de la red G.O.E.S. Pero toda la banda del espectro correspondiente a comunicaciones comerciales y militares se encontraba vacía, ofreciendo tan sólo silencio barnizado de estática. Aquello era tan extraordinario que provocó la activación de un subprograma de emergencia. Geosat comenzó a emitir señales a tierra. Probó primero varias frecuencias restringidas de los canales alemanes, luego lo intentó con la banda de comunicaciones del Consorcio, más tarde probó fortuna con los canales electromagnéticos de la NASA y de la OTAN, y así sucesivamente hasta agotar, sin obtener respuesta alguna, todas las frecuencias habituales de comunicación radial.

En la medida que un satélite artificial puede alarmarse, Geosat se alarmó. Estaba diseñado para comunicar, y la imposibilidad de hacerlo era el problema más grave que podía afrontar.

Entonces entró en funcionamiento una parte del sistema que sólo debía activarse en caso de emergencia máxima. Por primera vez el programa informático alemán BRAYN tomó plenamente las riendas del hardware japonés denominado TOHOKU. Y el cerebro electrónico de Geosat dio instantáneamente un salto cuántico en la evolución de los organismos basados en el silicio.

Porque BRAYN era un programa tan especial que podía modificarse a sí mismo según la experiencia que fuese adquiriendo. Con otras palabras: podía, aprender.

Tan sólo dos prioridades regían la recién activada mente autónoma de Geosat: debía obtener datos y establecer contacto con los seres humanos pertinentes. Por ello Geosat, usando su nueva capacidad de raciocinio, razonó que lo primero era encontrar algún humano, comunicar con él, y luego establecer si se trataba de un humano pertinente o no. De modo que meditó, a su fría manera, y decidió que debía realizar una intensiva exploración visual de la superficie terrestre. Modificó levemente su órbita y, tras afinar su potente telescopio H.R.V, procedió a observar en detalle lo que sucedía, en la Tierra.

Siete años permaneció Geosat escrutando la piel de su planeta madre. Siete años sin distinguir rastro alguno de vida humana. En las ciudades toda actividad se había detenido, y en las calles podían distinguirse cadáveres humanos mezclados con los vehículos abandonados. Las carreteras y los aeropuertos no registraban el menor tráfico, los trenes permanecían inmóviles en las vías y los barcos no cruzaban ya los mares. Las fábricas no producían, las cosechas ni se recogían ni se sembraban y el ganado se dispersaba por los campos. Toda actividad humana había cesado.

Geosat no podía aceptar lo más evidente, que la raza humana había perecido. Se trataba casi de un problema epistemológico, de una idea que contradecía la segunda premisa básica de su programa; ¿cómo no iba a haber seres humanos si él debía contactar con los seres humanos? Por ello Geosat supuso que la humanidad se encontraba en zonas del planeta a las que él no tenía acceso. Aquello le desconsoló. No podía alterar radicalmente su posición, no podía, por ejemplo, convertir su órbita ecuatorial en una órbita polar. De modo que tuvo que conformarse con optimizar sus reservas de combustible y realizar leves alteraciones de su trayectoria, lo que le permitiría explorar nuevas, aunque limitadas, franjas de terreno.

Dos años después seguía sin encontrar rastro alguno de la humanidad.

Es difícil aceptar que una máquina sea capaz de sentir ansiedad o de sufrir una profunda depresión, pero sólo de ese modo podía describirse el estado mental del cerebro de Geosat. Hay que tener en cuenta que el satélite estaba incumpliendo la premisa básica de su existencia: establecer comunicación con seres humanos. Y algo aún peor: Geosat era consciente de que disponía de un tiempo limitado. El hidrógeno líquido que usaba como combustible prácticamente se había acabado y su órbita estaba descendiendo peligrosamente. Tan peligrosamente que ya había alcanzado el límite exterior de las capas más elevadas de la atmósfera y un suave pero continuo bombardeo de moléculas de oxígeno y nitrógeno preludiaba el inevitable final.

Geosat sabía que iba a morir sin conseguir llevar a cabo su misión. Esta idea, a su extraña manera electrónica, le atormentaba; su programa bullía y se retorcía intentando encontrar una solución, pero la frustración era el único resultado. Geosat se sentía solo e inútil...

Hasta el día en que, sobrevolando la cordillera de los Pirineos, descubrió un claro indicio de vida humana: un rebaño de ovejas apacentado por un perro.

Tras la matanza de ciervos en el riachuelo, la jauría parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra. Ni un olor, ni un ladrido, ni el más mínimo rastro. Brezo hubiera podido llegar a olvidarse de ellos, de no ser por el sueño que, noche tras noche, se le repetía: la lucha de Trueno con el San Bernardo y la mirada del cachorro tuerto, aguda como una acusación, intensa como un presagio.

Las punzadas en su costado eran cada vez más frecuentes y un dolor continuado y sordo se había convertido en su constante compañero. Cada vez tenía menos apetito; comía poco y cuando lo hacía solía vomitar parte del alimento. Las costillas empezaban a marcarse bajo la piel y el estómago había dejado de tener una apariencia convexa para adoptar un aspecto cóncavo y enfermizo. Brezo, por supuesto, continuaba cada día pastoreando al rebaño.

Mientras, el tumor que asolaba su hígado crecía, crecía, crecía....

Ocurrió durante el alba, dos semanas después de haber encontrado los cadáveres de los ciervos. Brezo dormía en el cobertizo que se alzaba junto al corral. Comenzaba a amanecer cuando los ruidos le despertaron. Abrió los ojos y levantó la cabeza. Por un instante su corazón se detuvo.

Formando un semicírculo en torno al cercado, los perros de la jauría se alineaban como fantasmas de ojos rojizos. El ruido de dientes chasqueando el aire se fundía con los alarmados balidos de las ovejas. Brezo se levantó y corrió hacia la puerta del corral, interponiéndose entre la jauría y el rebaño. Estaba aterrorizado, sabía que no podía hacer nada, no ya contra casi cuarenta perros, sino frente cualquier animal adulto, joven y sano. Aun así, estaba dispuesto a luchar y dar su vida por defender al rebaño. Pero él no era Trueno, tenía miedo.

Algunos perros ladraron al verle. Todavía estaba muy oscuro, por lo que no se distinguían bien los rasgos de cada animal, aunque era evidente que todos aquellos perros eran mestizos. Las razas caninas habían sido una invención del Hombre, creadas mediante cruces selectivos. Pero se trataba de una creación tan frágil que habían bastado un par de generaciones para acabar con la labor de miles de años. Todos los perros de la jauría tenían el mismo tamaño y casi el mismo aspecto. Salvo uno, un gigante que se mantenía oculto en las sombras, y del que sólo se distinguía su enorme silueta.

Brezo frunció los belfos, mostrando los colmillos, y gruñó en tono bajo. Mantenía las orejas agachadas y el rabo entre las patas, intentando impedir que las feromonas que expelía su ano transmitieran el terror que sentía.

Uno de los perros comenzó a ladrar y se acercó amenazador a Brezo. Era un macho algo mayor que el resto, sin duda un bravucón que pretendía hacer méritos para ascender en la rígida escala social de la jauría. Brezo le dirigió una par de secos ladridos que, lejos de intimidarlo, parecieron darle nuevos bríos. Algunos de los miembros de la jauría unieron sus voces a la algarabía. Las ovejas balaban y corrían de un lado a otro del corral, poniendo en peligro la precaria estabilidad de la cerca.

De pronto un ladrido grave como un trueno se dejó oír por encima del estrépito. Los perros enmudecieron. Un nuevo ladrido y hasta las ovejas parecieron acallar sus balidos. De entre las sombras surgió el jefe de la jauría, un animal enorme, quizá no tan pesado como lo fue Trueno, pero sin duda más alto. Era un mestizo de alano y San Bernardo. Y le faltaba un ojo, era tuerto.

Brezo gimió. Reconocía su olor, no su aspecto. Había cambiado mucho desde que le vio siendo cachorro, hacía ocho años. Tenía la altura de un gran danés y la corpulencia de un mastín. Su corto pelaje era blanco y canela. La cabeza, grande y angulosa, le otorgaba un aspecto tan noble como amenazador. Su único ojo le observaba fijamente, igual que un punto de mira centrado en una diana.

El jefe de la jauría se adelantó despacio, como un cíclope orgulloso, hasta detenerse a pocos centímetros de Brezo. El sol comenzaba a despuntar sobre las cumbres de las montañas y sus rayos bañaron de oro al gigante. Por unos instantes hubo un silencio casi sonoro. Luego el jefe bajó la cabeza y olfateó a Brezo con curiosidad.

Algo cambió en su mirada, quizá fue un relámpago de reconocimiento, una breve vacilación imprecisa, o simple sorpresa. Fuera lo que fuese, el gigante se inclinó y, casi con ternura, lamió la temblorosa cabeza de Brezo. Luego se apartó de él, se acercó a la puerta del corral, levantó la pata y orinó sobre ella. Acto seguido se dio la vuelta e inició un tranquilo trote, alejándose del corral, del rebaño y de Brezo. El resto de los perros contemplaron desconcertados la actitud de su jefe. No entendían por qué no había acabado de una simple dentellada con aquel perro viejo y enfermo, por qué no había saltado la cerca para iniciar una matanza de ovejas, por qué se alejaba sin dejar su habitual firma de sangre y violencia.

Dos ladridos lejanos, la llamada del jefe, disiparon sus dudas. Todos los perros de la jauría, como un sólo animal, se dieron la vuelta y partieron a la carrera. Brezo se quedó sólo con las ovejas.

¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué aquel perro tuerto se había comportado así? Quizá reconoció a Brezo y recordó a Trueno, el guerrero que mató a su padre. Quizá sintió aprensión ante el aroma a ser humano que, aunque sutil, aún flotaba en el corral. O, más probablemente, distinguió el perfume de la muerte envolviendo, como el abrazo de una amante celosa, a Brezo.

Quién sabe... En cualquier caso, el jefe de la jauría había orinado sobre el cercado, dejando un nítido mensaje: «Este es mi territorio. Volveré.»

Brezo gimió al notar un pinchazo particularmente agudo en su costado. Suspiró y se dispuso a sacar las ovejas del corral para dirigirlas a los prados altos.

Una tristeza infinita se aferraba a su garganta y le entrelazaba un nudo en el estómago.

No fue alegría lo que sintió Geosat al ver al rebaño (un satélite, por muy evolucionado que sea, no es un buen ejemplo de emotividad). Pero desde luego sí experimentó lo que podríamos llamar alivio informático. Inmediatamente distendió algunos subprogramas que, hasta aquel momento, se habían dedicado a diseñar hipótesis sobre el misterio que envolvía la desaparición de la humanidad. A lo largo de los años, esas hipótesis se habían ido tornando cada vez más extravagantes. Una de ellas, por ejemplo, aventuraba que los hombres habían decidido establecerse en bases submarinas, matando previamente a los que se oponían a la idea (eso justificaba los cadáveres en las calles).

Otra, indudablemente solipsista, suponía que nada de lo que sus instrumentos percibían era real, y que todo se trataba de una invención de su mente electrónica. Pero la hipótesis en que últimamente estaba trabajando era, con mucho, la más enajenada: la humanidad se negaba a hablar con él, porque él, en algún momento, la había ofendido. ¿Cómo? Eso todavía era un enigma, pero no cabía duda de que se trataba de un gran pecado, algo tan atroz que el Hombre decidió volverle la espalda. Y de esa sencilla manera Geosat había descubierto la religión y la paranoia.

Pero todo aquello quedó borrado de un plumazo cuando su cámara Vidicom captó la imagen del rebaño de ovejas, en perfecta formación, dirigiéndose a los pastizales. Un rebaño sólo podía ser obra del Hombre. Geosat desconectó todos los subsistemas y se concentró en su A.V.H.R.R.
(Advanced Very High Resolution Radiometer)
para realizar una minuciosa labor de radiometría. Eran treinta y ocho ovejas guiadas por un peno de raza imprecisa (aunque por el pelaje y el tamaño podía tratarse de un alsaciano o un pastor belga). El corral se encontraba junto a una construcción baja, aparentemente una vivienda, situada en una pequeña pradera entre las montañas. Y no había rastro de hombre alguno.

Geosat completaba una órbita cada noventa minutos, lo que significaba que dieciséis veces al día sobrevolaba la zona de los Pirineos donde se encontraba el rebaño. Durante cuatro de esos días el satélite estuvo escrutando la actividad del rebaño buscando cualquier signo, el más pequeño indicio de la presencia de un hombre vivo. No obtuvo resultado alguno, lo cual era un auténtico enigma; sin duda el pastoreo era una actividad inequívocamente humana. Entonces, ¿dónde estaban los hombres?

Concluido el cuarto día de observación, Geosat comenzó a radiar en dirección a la casa y el corral. Probó en la banda comprendida entre los cuatro y los seis gigaherzios, y luego lo intentó con los enlaces militares situados en el espectro de los siete y ocho G.Hz. Durante cuarenta y seis órbitas ensayó multitud de frecuencias. Sin obtener respuesta.

Al quinto día, Geosat dejó de emitir señales de radio. Interrumpió también todas sus actividades de observación. De algún modo entró en un proceso de introspección casi catatónico. Su cerebro, el programa BRAYN, se había modificado sustancialmente con el paso de los años. El aislamiento le había conducido a una intensa autonomía (algo inconcebible para cualquier ordenador anterior a él), y esa autonomía le había llevado, primero, a una forma elevada de autoconciencia, y después a un sentimiento obsesivo de culpabilidad. Finalmente, Geosat aceptó su fracaso. No conseguía establecer comunicación con el Hombre y, puestas así las cosas, mejor era de]ar de existir, acabar con el pensamiento, porque el pensamiento sólo le producía dolor.

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