El Cid (57 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Tras nuestros soldados, entraron los mercaderes, la mayoría musulmanes y judíos, que enseguida desplegaron sus tenderetes en los que vendían a precios muy elevados todo tipo de alimentos. Aquel día algunos hicieron verdaderas fortunas. Los que tenían algo de dinero pudieron comprar comida, pero los pobres o los que habían gastado todas sus reservas durante el asedio y que nada poseían salieron de la ciudad y corrieron hacia los campos cercanos en busca de raíces y hortalizas que llevarse a la boca. Aquellos hombres llenos de mugre y de miseria se abalanzaban sobre cualquier cosa que pudiera masticarse y se disputaban como fieras un pedazo de pan seco, las entrañas podridas de un cordero, los despojos arrojados a los estercoleros o las hortalizas olvidadas en los huertos tras la recolección.

Al día siguiente a la rendición, el Cid entró en Valencia. Su hijo Diego, que cumplía los diecinueve años, cabalgaba a su izquierda, yo lo hacía a su derecha y pude ver sus ojos, más tranquilos y serenos que nunca. Me dijo que lo acompañara y nos dirigimos hacia la torre más alta del recinto murado. Descendimos de los caballos y subimos a la terraza de la torre por unas escalas de madera. Desde arriba, Rodrigo puso sus manos en jarras y oteó el horizonte. Ante nosotros se extendía la huerta más feraz del mundo, verde y exuberante en aquellos días de fines de primavera en los que el calor apretaba ya de firme. Rodrigo se acercó hasta una de las almenas, apoyó sus dos manos sobre el pretil y me dijo:

—Al fin, Diego, al fin soy el señor de Valencia. Ningún conde castellano ha tenido jamás semejante señorío.

—Habéis conquistado un gran reino. Os lo pregunté una vez, permitidme que vuelva a hacerlo: ¿os coronaréis como rey de Valencia?

El Campeador me miró inexpresivo. Estaba cerca de cumplir los cincuenta años, tenía su cuerpo cosido a cicatrices y había superado enfermedades y heridas que hubieran bastado para matar a un buey, pero sus miembros conservaban la firmeza de un joven de veinte años. Su vitalidad seguía siendo proverbial; tanto, que algunos de los soldados de nuestra mesnada sostenían que era inmortal.

—No, Diego, no he nacido para ser rey. Cada uno de nosotros debe saber cuál es su sitio. Dios ha dispuesto que el mío sea éste, pero no ha dispuesto que fuera rey. Y no seré yo quien altere el plan divino de las cosas.

—Si lo intentarais, el papa tal vez os otorgara la corona real, él puede hacerlo —aduje.

—La realeza está en la sangre; sé que me vas a decir que muchos reyes no merecen serlo, pero eso no importa nada. Se es rey porque se lleva sangre real, y por mis venas no corre ninguna gota.

—Jimena es biznieta de un rey; ella sí tiene la sangre de los monarcas de León. Vuestro hijo Diego es portador de la realeza. Tal vez él…

—Diego es un muchacho todavía…, falta tiempo para que…

—Pensadlo —lo interrumpí—; vos no queréis coronaros, pero si vuestro hijo lo hiciera, sería vuestro linaje el que encarnara la nueva realeza cristiana de Valencia. Pensadlo, Rodrigo, seríais el fundador de una nueva casa real en esta maltratada Península; y quién sabe, tal vez algún día este linaje esté a la cabeza de toda ella y acabe al fin con tantos siglos de guerras, muertes y miserias.

—Diego es mi esperanza y él heredará estas tierras, pero hasta entonces nuestra obligación es defenderlas y consolidar en ellas nuestro dominio, o todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano.

»Ahora vayamos al alcázar, hay mucho que hacer.

Antes de descender de la torre miré al este; el mar se extendía turquesa e infinito más allá de las arenas de la playa y una suave brisa del norte dulcificaba los ardientes rayos del sol.

Capítulo
XXIV

L
as primeras medidas que Rodrigo promulgó como nuevo señor de Valencia fueron bien acogidas por los musulmanes. Conminó a todos sus hombres a que se abstuvieran de hacer daño o mofa hacia los valencianos, y con toda su energía amenazó con colgar de lo alto de las murallas a cualquiera que quebrantara esta orden.

Entre los nuestros cundió cierto descontento, pues tras casi dos años de asedio eran muchos los soldados que clamaban venganza; algunos habían perdido parientes y amigos durante las escaramuzas y mantenían el odio encendido en sus corazones.

Unos días después de entrar en Valencia, el Campeador convocó a los notables de la ciudad a una asamblea a la que también acudieron los alcaides de las fortalezas de todo el reino. Les dijo que quería mantener la ley y los impuestos como estaban antes de la conquista y que sería para ellos un gobernante justo y un juez benéfico, y para demostrarlo, nombró alcaide al alfaquí al-Waqasi, cuyo prestigio entre sus vecinos seguía siendo muy grande. Los musulmanes conservarían todas sus propiedades, aunque Rodrigo confiscó todos los instrumentos de hierro, pues no quería que tuvieran la tentación de utilizarlos para fabricar armas con las que combatirnos.

Quedaba pendiente el caso de Ibn Yahhaf; el último gobernador musulmán de Valencia se había mostrado muy sumiso con el Cid y había obligado a varios comerciantes a entregarle grandes sumas de dinero para agradar a Rodrigo. Pero éste, renegando de los halagos de Ibn Yahhaf, ordenó que lo condujeran preso al castillo de Cebolla, donde lo recluyó hasta que decidiera qué hacer con él.

Rodrigo quería que Ibn Yahhaf confesara dónde había escondido el tesoro de al-Qádir y para ello lo sometió a terribles tormentos. Dos días después, Ibn Yahhaf escribió una confesión con su propia mano en la que hacía una lista de todo lo que había incautado al anterior rey de Valencia, pero en la que no figuraba ninguna cantidad de dinero, tan sólo joyas, sedas y objetos lujosos.

El Cid no lo creyó y ordenó que fueran apresados sus amigos y principales colaboradores. El miedo es la mejor de las armas para convencer a alguien, y todos los que fueron interrogados aparecieron ante Rodrigo cargados de joyas y dinero; aseguraban que había sido Ibn Yahhaf quien se los había entregado poco antes de que se rindiera la ciudad y que les había prometido que si los mantenían ocultos les daría una buena parte de ellos.

El Cid, airado pero sereno, llamó a al-Waqasi y le preguntó sobre cuál era el castigo que según la ley coránica debía aplicarse a aquellos que obraban de mala fe contra su señor y a quienes causaban daño al Estado.

—Señor don Rodrigo: nuestra ley condena a ser lapidado a quien comete tales delitos, pero vos sois el dueño de esta ciudad, obrad como mejor estiméis. No obstante, Ibn Yahhaf tiene un hijo de corta edad que no es culpable de cuanto haya podido hacer su padre; os pido que lo dejéis libre —propuso al-Waqasi.

—El niño quedará en libertad, pero deberá salir de la ciudad, pues no es bueno que viva aquí el hijo de un traidor. En cuanto a Ibn Yahhaf, será lapidado, como dicta vuestra ley.

Ibn Yahhaf fue conducido a un descampado a las afueras de la ciudad; allí se cavó una fosa de cuatro palmos de profundidad, en la que se introdujo al reo de pie, cubriendo de nuevo el hoyo con arena. El condenado quedó como plantado en tierra hasta la altura de los muslos. El Campeador solicitó voluntarios para proceder a la lapidación y se presentaron varios hombres de nuestra mesnada. Ibn Yahhaf fue apedreado hasta morir.

Una lapidación es algo horrible. Yo he visto morir a hombres de todas las maneras posibles: en la batalla tajados por espadas o hachas de combate, atravesados por lanzas o saetas, aplastados por mazas o por los cascos de los caballos, y en el cadalso ahorcados hasta la asfixia, descabezados con hachas o alfanjes e incluso descuartizados por cuatro caballos, pero una lapidación es la muerte más horrible de todas, y si los que lanzan las piedras se ensañan con el reo, el sufrimiento del condenado puede durar horas.

La muerte de Ibn Yahhaf fue bastante rápida pero no exenta de sufrimiento. Nuestros hombres no habían participado nunca en una lapidación y comenzaron a lanzar las piedras más grandes que podían con todas sus fuerzas. Alguien dijo de pronto que si le acertaban de lleno con uno de aquellos guijarros moriría enseguida y la diversión habría acabado, por lo que propuso lanzarle piedras más pequeñas y con menos fuerza. Para entonces Ibn Yahhaf estaba cubierto de heridas y de sangre, tenía un ojo reventado y le faltaba parte de la carne de los labios y una oreja. Su aspecto era tan macabro que parecía estar riendo, pues, descarnados sus labios, sus dientes quedaban al descubierto.

Al-Waqasi, que se acercó a presenciar la lapidación, le pidió al Cid que dejara participar en ella a algunos musulmanes, y Rodrigo, pese a las protestas de los soldados, aceptó. La intervención de los lanzadores de piedras que se incorporaron al tormento fue un alivio, porque los musulmanes, sin duda instruidos por al-Waqasi, lanzaron las piedras más grandes que encontraron con tanta fuerza y tal puntería que en apenas cuatro o cinco pedradas Ibn Yahhaf expiró.

La diversión se había terminado y, aunque algunos de nuestros soldados quisieron seguir lanzando piedras sobre el cadáver de Ibn Yahhaf, Rodrigo ordenó con voz potente que se detuvieran; todavía tuvieron que acudir dos miembros de la escolta del Campeador a sujetar la mano de uno de los nuestros que había hecho oídos sordos a las órdenes para que cesara la lapidación.

El cuerpo de Ibn Yahhaf estaba doblado por la cintura como un pelele roto y a su alrededor había un gran charco de sangre y pedazos de carne, de huesos y de piel. El rostro estaba tan desfigurado que nadie hubiera podido reconocerlo. Fue entonces cuando algunos de los apedreadores que tanto empeño habían puesto en torturarlo se alejaron unos pasos para vomitar. Enseguida todo se llenó de moscas.

Rodrigo ordenó que lo sacaran de la tierra y le dieran sepultura según el rito islámico. Así fue como murió Ibn Yahhaf. Tiempo después de aquel día he oído que algunos cronistas musulmanes han modificado la versión de la muerte de este personaje. Aseguran que Ibn Yahhaf murió en una hoguera y que él mismo se acercaba las brasas con las manos para morir antes y sufrir menos. Pero no fue así; yo estuve allí y vi cómo moría el que quiso ser dueño de Valencia y sólo logró que su ciudad cayera en nuestras manos. Sin duda que estos cronistas musulmanes, ahora al servicio y a sueldo de los almorávides, pretenden hacer creer a quienes los leen que Rodrigo era un ser cruel y despiadado, y por eso han cambiado la forma de la muerte de Ibn Yahhaf. También aquí se equivocan: yo puedo asegurar que la muerte por lapidación es la más horrible de cuantas puede sufrir un hombre.

Ni siquiera hacía dos meses que habíamos conquistado Valencia cuando Rodrigo organizó una expedición militar contra Denia. Fue él mismo quien, al frente de un batallón de trescientos hombres, recorrió la costa asolando aldeas y consiguiendo botín y víveres para almacenar de cara al invierno. No se trataba de una expedición de conquista, pues todavía no estábamos en condiciones de emprender nuevas aventuras, sino tan sólo de asegurar la frontera sur y demostrar a los almorávides que nuestras intenciones no acababan en Valencia, sino que estábamos dispuestos a ir más y más hacia el mediodía.

Aquella incursión fue suficiente para que los de Denia temblaran a la vista de lo que les había ocurrido a los de Valencia. Sin duda, eran conscientes de que ellos serían los próximos, y para evitarlo hicieron una desesperada llamada de auxilio a los almorávides.

Ibn Tasufín, anciano pero al parecer repuesto de sus últimos achaques, atravesó el Estrecho una vez más y se estableció en Ceuta. Desde allí organizó el ejército, que puso al mando de uno de sus sobrinos, un tal Abú Abdalá. Además, para cogernos entre las dos pinzas de una tenaza, pidió al rey de Albarracín que se aliara con él contra nosotros, pero el de Santa María de Oriente le dio largas y supo mantenerse al margen.

A mediados de octubre el ejército almorávide acampó en Mislata, apenas a un tercio de jornada al sur de Valencia. Un mensajero se acercó a todo galope para traernos la noticia. Recuerdo bien que ese día estábamos en la casa de Rodrigo en el arrabal de Villanueva, organizando con nuestros consejeros judíos y los oficiales musulmanes la distribución de las provisiones para el invierno.

—Pueden atacarnos en cualquier momento —dijo el mensajero.

—¿Cuántos son? —le preguntó Rodrigo.

—Doce mil hombres.

Alarmados por aquella cifra, algunos de los capitanes propusieron al Cid abandonar Valencia y buscar refugio en las montañas del norte, en torno a Morella.

El Campeador salió afuera y contempló el cielo durante un buen rato.

—¿Qué hace? —me preguntó uno de los capitanes, un noble de Périgord que se había incorporado a nuestro ejército con una mesnada de veinte caballeros porque había oído hablar de Rodrigo en su tierra natal a los juglares.

—Reflexiona —le dije.

—No. Está mirando el vuelo de las aves —me corrigió el de Périgord.

Y tenía razón. Rodrigo se dejaba llevar a veces por viejas supersticiones que le habían enseñado de niño en los campos de Vivar. De vez en cuando salía a la huerta y observaba en el vuelo de las aves algún indicio sobre si los agüeros eran o no favorables. Había aprendido un código muy simple: si las aves volaban a su izquierda, era señal de malos presagios, pero si lo hacían a su derecha, entonces los signos eran propicios.

Ese día una bandada de palomas blancas y grises voló a la derecha de Rodrigo, hacia la costa, y el Campeador entendió que la fortuna del destino estaba de su lado.

—Nos quedaremos en Valencia —dijo al fin—. Nos ha costado mucho ganar esta ciudad, no la abandonaremos sin luchar por ella.

Nuevos mensajes vinieron a empeorar nuestra situación. El día de la aparición de la luna nueva, cuando los musulmanes celebraban el final del Ramadán, nos dijeron que Lérida, Tortosa y Alpuente habían aceptado la soberanía almorávide y que Badajoz y Lisboa ya estaban en sus manos. Sólo los reinos musulmanes de Zaragoza y de Albarracín y el señorío de Valencia quedaban fuera de su poder en todo al-Andalus.

Ese mismo día se presentaron las primeras avanzadillas de los almorávides ante los muros de nuestra ciudad, y las tiendas negras y marrones de piel de dromedario y de la tupida lana de las ovejas bereberes se plantaron por la huerta como terribles buitres aguardando la muerte de su futura presa.

Rodrigo dispuso urgentes medidas para resistir el asedio: ordenó que las mujeres y los niños salieran de Valencia, así como los musulmanes que se habían manifestado afines al partido proalmorávide, aunque prefirió que los suyos y Jimena se quedaran con él en el alcázar, no dejó que los musulmanes valencianos mantuvieran armas, pues no se fiaba de su actitud, dispuso guarniciones en todos los castillos y reforzó cuanto pudo los muros y las defensas de la ciudad.

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