—Mi padre me enseñó a ser paciente y a no precipitarme, ni en mis juicios, ni en mis ímpetus.
T
ras firmar la paz con los aragoneses sólo nos preocupaban los almorávides, o al menos eso creíamos hasta que un mensajero llegó desde Valencia, reventando caballos y con una expresión en el rostro como si hubiera visto al mismísimo demonio.
—Señor, don Alfonso está ante Valencia —dijo el correo apenas se presentó ante el Cid, a quien acompañábamos sus principales capitanes.
—¡Qué estás diciendo! —se sorprendió Rodrigo.
—Llegó hace cuatro días. El rey Alfonso se ha instalado en el poyo de Cebolla, nuestra guarnición allí nada ha hecho para impedirlo, y aguarda a que las flotas de Pisa y de Génova corten cualquier posibilidad de suministros por mar. Ha firmado sendos acuerdos con el rey de Aragón y con el conde de Barcelona para que le ayuden a someter Tortosa y Murviedro.
Jamás había visto a Rodrigo tan contrariado. Si el rey de León conquistaba Valencia, su sueño de convertirse en el señor de todo Levante habría acabado. Rodrigo nos pidió que lo dejáramos solo y se quedó un buen rato meditando en una de las habitaciones de su finca en la huerta de Santa Engracia. El día era caluroso y seco, una de esas jornadas zaragozanas en las que el sol calienta tan fuerte que ni las serpientes se atreven a salir de sus covachuelas.
Mientras Rodrigo decidía qué hacer, yo acompañé al mensajero a que tomara una jarra de vino rebajado con agua y algo de comida. Me confesó que la situación en Valencia era desesperada y que el rey Alfonso había reclamado el pago de cinco años de parias. Al-Qádir dudaba entre hacer efectiva esa cantidad o resistir el asedio en espera de que Rodrigo acudiera en su ayuda y en contra del rey leonés.
Según el derecho castellano, el rey Alfonso había incumplido el acuerdo al que había llegado con el Campeador. La presencia de Alfonso ante las murallas de Valencia y la gran coalición con Barcelona, Aragón, Génova y Pisa era un golpe en pleno rostro de Rodrigo. Mientras esperábamos a que el Cid decidiera qué postura adoptar, especulábamos sobre cuál sería su decisión: unos decían que ya era hora de darle su merecido a don Alfonso, pero la mayoría se inclinaba por resistir de manera pasiva y aguantar hasta que llegara el invierno y don Alfonso no tuviera más remedio que retirarse de Valencia.
Cuando salió Rodrigo y se presentó de nuevo ante nosotros, su semblante era serio, pero sereno. Nos miró uno a uno y dijo:
—No iremos contra don Alfonso, pero haremos cuanto podamos para que Valencia no caiga en sus manos.
—Eso va a ser difícil sin una intervención directa de nuestra parte —le advertí.
—Tenemos suficientes hombres en esa ciudad como para soportar el asedio durante bastante tiempo, y nuestros almacenes allí están repletos de grano y de aceite. Es preciso resistir hasta la llegada del invierno. Organizaremos algunas partidas que impidan a los sitiadores recibir alimentos; sin suministros, no tendrán otra opción que retirarse.
Y así lo hicimos. El rey Alfonso, desde su campamento del poyo de Cebolla, contemplaba impotente cómo una y otra vez sus convoyes con víveres eran interceptados por nuestros destacamentos y día a día escaseaban sus provisiones.
Además, las flotas pisana y genovesa, que deberían haber acudido ante Valencia hacia finales de julio, no aparecían, como si el mar las hubiera engullido, y los valencianos recibían cuanto necesitaban desde la playa.
Rodrigo había decidido no intervenir frontalmente, al menos por el momento, pero de alguna forma tenía que hacer saber al rey Alfonso que disentía gravemente de su forma de actuar. Así, escribió una carta al rey de León en la que le manifestaba su dolor por el acto del asedio de Valencia y le recordaba que ambos habían firmado un acuerdo por el cual el rey le había otorgado el privilegio de poseer cuantas tierras conquistase a los musulmanes. Le recomendaba que no se dejara aconsejar por ciertas personas que sólo pretendían su beneficio aun a costa de los intereses de Castilla, y se reservaba el derecho a defenderse de sus enemigos si fuera necesario y cuando lo estimara conveniente.
La carta de Rodrigo era a la vez elegante y dura, y no dejaba ninguna duda de que estaba decidido a mantener sus derechos sobre Valencia por encima del mismo rey.
A fines de agosto los sitiadores de Valencia habían agotado sus provisiones, los aragoneses y catalanes no habían podido ocupar Tortosa y los genoveses y pisanos seguían sin dar señales de vida. La situación del rey de León era tan desesperada que, ante el peligro de verse él mismo encerrado en su campamento del poyo de Cebolla, optó por levantar el asedio y regresar fracasado a Castilla.
Cuando lo supimos en Zaragoza, apenas un día después gracias al sistema de comunicaciones por señales visuales a través de las atalayas, Rodrigo pareció reconfortado y más todavía cuando nos comunicaron que aragoneses y catalanes también se habían retirado de Tortosa, pues, aunque las naves genovesas y pisanas habían aparecido al fin, ya era demasiado tarde.
Durante aquel verano, nosotros no habíamos permanecido quietos. Además de interceptar los convoyes del rey Alfonso, habíamos estado reclutando nuevos caballeros y peones para nuestra mesnada. Disponíamos de abundante dinero y en aquellos días nadie hacía ascos a un buen puñado de monedas, aun a costa de tener que poner la vida en peligro para obtenerlas. La hueste del Campeador se amplió con contingentes francos, pero también con muchos guerreros musulmanes que deseaban servir a las órdenes del caudillo a quien admiraban.
Durante la leva de tropas, en la mente de Rodrigo no bullía otra cosa que la venganza. En todos los años que hasta entonces yo había estado a su servicio jamás lo había visto manifestar ese deseo, tan común por otra parte a la mayoría de los hombres. Rodrigo había podido vengarse de algunos de sus enemigos en muchas ocasiones y por diferentes motivos, pero jamás hasta entonces lo había hecho; siempre había mantenido una actitud indiferente, confiado en que para alcanzar sus objetivos debía conservar el espíritu firme, el ánimo frío y el corazón sereno. La venganza parecía un sentimiento ajeno a su conciencia.
Por eso me sorprendió el día en que me confesó sus planes.
—Vamos a asolar las tierras de García Ordóñez. Caeremos sobre él con tanta fuerza que creerá que el cielo se está derrumbando sobre su cabeza.
—¡Santo Dios, son castellanos! ¿Pensáis atacar la Rioja? —le pregunté.
—Hace más de quince años que García Ordóñez es señor de esas tierras, que yo mismo, y antes mi padre, contribuimos a ganar con la espada. Si no hubiera sido por ese entrometido, tal vez yo sería ahora el señor de la Rioja y el título condal adornaría mi blasón familiar. Ese maldiciente conde es el culpable de nuestra situación y de que hayamos andado errantes en busca de fortuna durante tantos años. Es hora de que pague su deuda.
Rodrigo convocó a toda su hueste para una cabalgada; más de tres mil hombres formaron en el llano de la Almozara, de ellos casi la mitad eran caballeros musulmanes.
Partimos hacia el noroeste siguiendo el curso del Ebro, que discurría muy menguado en aquellos últimos días de septiembre. Parecíamos el ejército de la muerte, pertrechados con túnicas negras y pardas, con los grandes espadones curvos, las hachas de combate de doble filo y las mazas de cabezas de púas de acero colgando de las sillas de nuestras monturas como badajos que anunciaban la tragedia. El Cid nos había arengado de manera muy eficaz, y nos había convencido de que el culpable de la mayoría de nuestros males era el conde García Ordóñez, al que acusó de engañar al rey Alfonso con la sola intención de ponerlo en su contra.
Avanzábamos por caminos polvorientos en silencio, mascullando cada uno de nosotros nuestros propios temores, callados y casi inmóviles, como estatuas de piedra dispuestas a cobrar vida tan sólo para matar, destruir e incendiar.
La primera localidad que encontramos habitada en tierras de Castilla fue Alfaro, que conquistamos sin esfuerzo. Y allí nos visitó un emisario del conde García Ordóñez con una carta en la que nos pedía que aguardáramos siete días y aseguraba que él se presentaría con su ejército para librar batalla y expulsarnos de sus tierras.
Cuando Rodrigo leyó la misiva que contenía el reto de García Ordóñez, rió a carcajadas ante los ojos aterrados del emisario del conde, quien temblaba como un arbusto zarandeado por un vendaval.
—Decidle a vuestro conde que aquí lo espero —afirmó Rodrigo.
García Ordóñez buscó apoyos por toda Castilla y aun por León y consiguió reunir un gran contingente de tropas con las que se dirigió hacia Alberite, donde se había pactado celebrar la lid.
Rodrigo ordenó enviar unos espías para que nos informaran sobre los movimientos del ejército del conde, al que se había unido un escuadrón de caballería enviado por el mismo rey don Alfonso.
—Son más de seis mil, tal vez unos seis mil quinientos; han avanzado hasta Calahorra y parecen decididos a librar batalla —nos informó uno de los espías.
—Nos doblan en número, pero García Ordóñez no se atreverá a atacarnos. Sus oteadores ya le habrán informado de que somos tres mil pero no pueden competir con nosotros en el campo de batalla —supuso Rodrigo.
El alarde del conde fue una mascarada. Desde Calahorra hizo avanzar a su ejército formado en orden de combate anunciando a todos los vientos que nos iba a arrollar. Supuso que, ante su despliegue de fuerza, Rodrigo se amilanaría y huiría a Zaragoza. Pero García Ordóñez no conocía al Campeador. Nos mantuvimos firmes en Alfaro aguardando la llegada de las tropas enemigas, que ralentizaron su marcha cuando sus oteadores les informaron que, lejos de huir, estábamos preparándonos para luchar.
El Cid ordenó formar a dos millares de hombres, con el equipo completo de combate, y con él al frente salimos de Alfaro avanzando hacia las posiciones del enemigo. Eso bastó para que entre las filas de García Ordóñez cundiera tal pánico que su ejército se disolvió como la niebla a mediodía. Aquellos hombres habían sido reclutados de entre los campesinos de los dominios de los parientes del conde y no estaban preparados para enfrentarse a un ejército de veteranos curtidos en decenas de batallas.
Aunque estábamos ya lo bastante envalentonados con las arengas de Rodrigo, todavía lo estuvimos más al enterarnos de la deserción masiva de las tropas de García Ordóñez. Toda la Rioja, con sus riquezas intactas, se ofrecía ante nuestras manos; sólo teníamos que extenderlas para recogerlas y hacerlas nuestras con la misma facilidad que el que recolecta manzanas maduras.
Y eso es lo que hicimos. Desde Alfaro nos dirigimos a Calahorra, que había quedado despoblada. Saqueamos la ciudad, apenas repuesta de siglos de abandono, y seguimos río arriba hasta Logroño. Esta villa, que gracias al tránsito de peregrinos estaba creciendo deprisa en torno al gran puente sobre el Ebro, no nos opuso ninguna resistencia. Sus habitantes, los pocos que se habían quedado tras enterarse de lo que habíamos hecho en Calahorra, salieron a recibirnos a las puertas solicitando que no les hiciéramos daño, pero Rodrigo no tuvo misericordia alguna. Ordenó a la vanguardia del ejército, integrada por soldados veteranos de las primeras campañas en el reino de Zaragoza, que asolara la villa y, que tras apropiarse de cuanto encontrara de valor, incendiara el resto.
Logroño ardía por los cuatro costados y el Cid contemplaba el incendio desde lo alto de un escarpe sobre el Ebro a unas dos millas de la ciudad.
—Mira eso, Diego —me dijo con la mirada fija en las llamas y el humo que ascendían sobre el valle—; esa villa pudo ser mía hace algún tiempo si el rey Alfonso me hubiera concedido el condado de la Rioja. Si don Alfonso hubiera sido justo, habría ahorrado muchos sufrimientos a sus súbditos, pero prefirió a ese cobarde de García Ordóñez.
—Esas gentes no tienen la culpa de lo que haya hecho su señor; acudieron a vos para pediros clemencia —aduje.
—Hace tres días formaban parte de un ejército dispuesto a acabar con nosotros; también son culpables.
Rodrigo mantenía la mirada serena y el rostro inexpresivo mientras ardía Logroño, pero sus palabras estaban bañadas en el odio acumulado tras tantos años de desprecio y menoscabo. La destrucción de la Rioja era su venganza, y aunque dicen que su sabor es siempre dulce, yo creo que Rodrigo sintió en aquel momento el amargor de quien destruye un bien deseado que sabe que nunca podrá llegar a poseer.
Ebrios de esta vorágine de sangre, muerte y destrucción, nuestros soldados arrasaron cuanto se interpuso en su camino. Distribuidos en divisiones de doscientos hombres, asolaron aldeas, monasterios y propiedades. Nada quedó incólume entre Alfaro y Nájera: villas y aldeas quemadas y saqueadas, monasterios despojados de sus joyas, graneros incendiados, árboles talados y cepas arrancadas fueron las secuelas de la ira desatada de Rodrigo sobre las tierras riojanas del conde García Ordóñez.
Cuando tras dos semanas de saqueos y pillajes las tropas se concentraron de nuevo en Alfaro, cada uno de los soldados portaba una talega repleta de joyas y monedas. Todo lo que tenía algún valor y podía ser transportado con facilidad había sido robado y aquello que los soldados no habían podido llevar consigo lo habían quemado o lo habían arrojado al fondo del río.
Dejamos a nuestro paso tal reguero de desolación y de muerte que todavía hoy, casi veinte años después, quedan secuelas de aquellos terribles días en los que la ira de Dios pareció derramarse con toda su fuerza sobre los feraces campos de la Rioja.
Mucho más ricos en nuestras bolsas pero mucho más pobres en nuestros corazones, dejamos la Rioja y regresamos a Zaragoza. Allí volvimos a ser recibidos como verdaderos héroes, cuando habíamos sido meros ladrones y carniceros sedientos de sangre y de venganza.
—¿Qué creéis que hará ahora don Alfonso? —le pregunté a Rodrigo mientras cenábamos un cordero asado aderezado con comino y romero en su finca de Zaragoza.
—Buscará estar en paz con nosotros y pretenderá ganar de nuevo nuestra amistad —aseguró tranquilamente.
—Pero hemos asolado una de sus posesiones más queridas y hemos afrentado a uno de sus hombres de confianza; ¿no suponéis que vendrá contra nosotros? —pregunté.
—Ante todo, Alfonso de León es un soberano que ambiciona mantener su Corona por encima de cualquier otra cosa. Ha aprendido una dura lección que no olvidará. Sabe que jamás podrá ganar Valencia sin nuestra ayuda y que estamos en condiciones de plantarnos en el mismo León si nos lo proponemos.