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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (53 page)

BOOK: El Cid
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Rodrigo hablaba con tal seguridad, que yo mismo, pese a llevar ya casi treinta años a su servicio, no me había acostumbrado a su temple y a sus nervios de acero. Tenía tal convicción cuando juzgaba la reacción de una persona que no solía equivocarse. Y en esta ocasión volvió a acertar de pleno cuando previó la reacción del rey de León.

A fines del verano llegó un mensajero castellano a Zaragoza. Venía en nombre del rey Alfonso y traía una carta del monarca en la que éste perdonaba al Cid de cualquier falta que hubiera podido cometer con anterioridad, le levantaba la condena del destierro y lo invitaba a regresar a Castilla cuando el Campeador desease.

Rodrigo leyó la carta con atención, me miró y me dijo:

—Esto es exactamente lo que esperaba que hiciera.

—Podemos volver a Castilla y vos recuperar de nuevo vuestros feudos —le dije.

Rodrigo se volvió hacia mí despacio, sosteniendo el pergamino con la carta de don Alfonso en su mano, y sentenció:

—He conseguido lo que pretendía: el temor y el respeto del rey. Castilla ya no me interesa.

Mientras nosotros arrasábamos la Rioja, los almorávides conquistaban al-Andalus. Los guerreros norteafricanos se habían hartado de atravesar una y otra vez el Estrecho para poner en orden a las taifas y habían decidido, sencillamente, suprimirlas. El momento que tanto habíamos temido estaba a punto de llegar, pues, una vez conquistado todo el sur, los almorávides vendrían hacia Valencia, y esa ciudad estaba bajo nuestra protección.

Durante nuestra ausencia, ciertos valencianos habían manifestado que los almorávides eran los únicos capaces de reintegrar la unidad al islam andalusí, y habían establecido contacto con algunos de los gobernadores que los norteafricanos habían nombrado en las ciudades conquistadas. En esos días de finales de 1093, Játiva y Denia ya estaban bajo su poder.

Al-Qádir, sin la presencia del Cid, perdía adeptos conforme los ganaba el partido proalmorávide, y ante la delicada situación por la que atravesaba nuestro protegido, uno de los caballeros que se habían quedado en Valencia para defender nuestros intereses cabalgó hasta Zaragoza para informar a Rodrigo de que, si no hacíamos algo y pronto, los valencianos no tardarían en desembarazarse de ese reyezuelo, al que odiaban todavía más si cabe que cuando se instaló en la ciudad procedente de Toledo.

El Campeador me ordenó que convocara a todos los hombres disponibles y que nos preparáramos para partir hacia Valencia. Lo hicimos despacio, siguiendo el camino del Huerva hasta el Poyo junto a Calamocha, donde acampamos una vez más. Allí nos encontramos con los hombres que habíamos dejado en Valencia, que habían huido en busca del Cid junto con algunos de los criados de al-Qádir. Fueron ellos quienes nos dijeron que un destacamento almorávide había entrado unos días antes en la ciudad.

—¿Cómo ha ocurrido? —les preguntó Rodrigo.

—Arrasaron las comarcas del sur de Valencia, sometiendo todo a sangre y fuego. En la ciudad estalló una gran rebelión encabezada por el cadí Ahmad ibn Yahhaf y el magistrado Ibn Wahib. Quemaron las puertas, que guardaban soldados fieles a al-Qádir, y ayudaron a un escuadrón de cuarenta jinetes almorávides a escalar los muros. La muchedumbre, enardecida por estos dos cabecillas, asaltó el alcázar real. El rey pudo huir aprovechando la confusión y disfrazado entre sus mujeres —nos contó uno de nuestros soldados.

—¿Quién gobierna ahora la ciudad? —inquirió Rodrigo.

—El cadí y el magistrado, pero lo hacen en nombre del emir almorávide. En las calles cunde la intranquilidad y el miedo; los notables han enviado a sus mujeres, hijos y riquezas a los castillos de la comarca, a Segorbe y Olocau sobre todo, buscando la protección que no parecen tener en Valencia. Nosotros tuvimos que huir porque la gente comenzaba a amenazarnos. Nos decían que cuando llegaran los almorávides seríamos empalados vivos. No nos quedó más remedio que abandonar nuestras casas en el arrabal de la Alcudia y huir con todo lo que pudimos recoger.

—¿Qué ha sido de al-Qádir? —preguntó Rodrigo.

—Disfrazado de mujer consiguió escabullirse por un portillo con un saco lleno de joyas, pero lo buscaron por todas partes y lo localizaron escondido en una casa en las afueras de Valencia. Lo llevaron ante Ibn Yahhaf, quien ordenó su ejecución. Hemos sabido que la muchedumbre asistió gozosa al suplicio del que fuera su rey. Los más exaltados le cortaron la cabeza y la clavaron en una pica que pasearon por toda la ciudad hasta que, cansados de esta macabra procesión, la arrojaron a la laguna; nadie derramó una sola lágrima. En verdad que ese hombre no era querido en esa ciudad. El cadáver hubiera sido devorado allí mismo por los cuervos si un piadoso mercader no le hubiera dado sepultura, en una fosa, sin mortaja, como un vil pordiosero.

—Triste fin para un rey —comenté.

—Sin duda, pero ahora tenemos las manos libres para actuar —dijo Rodrigo.

—¿Ahora? —me sorprendí.

—Claro, Diego, ahora. El asesinato de al-Qádir ha sido un acto de traición de lesa majestad. Nosotros éramos los encargados de su defensa, estaba bajo nuestra protección; eso significa que podemos actuar contra los usurpadores que detentan el trono de Valencia. Era la oportunidad que estaba esperando. Sin rey en su trono, Valencia será nuestra al fin.

Dejamos el Poyo junto a Calamocha y cabalgamos a toda prisa hacia el sur. Si hubiéramos llegado a Valencia unos días antes, la revuelta no hubiera triunfado y los almorávides no se hubieran apoderado de ella. Todavía hoy me pregunto por qué Rodrigo esperó tanto tiempo a dirigirse hasta Valencia y permaneció en Zaragoza a la espera de acontecimientos; y sólo encuentro una explicación: Rodrigo quería que al-Qádir fuera depuesto para así tener una justificación para ocupar Valencia y convertirse en su señor.

Toda la prisa que hasta entonces no habíamos tenido pareció desatarse de pronto. Corrimos por los valles del Jiloca y del Turia hasta alcanzar el poyo de Cebolla. Nuestra presencia ante las puertas de Valencia fue suficiente como para que la mitad del contingente almorávide se retirara. Creímos que Valencia caería fácilmente en nuestras manos, pero el cadí Ibn Yahhaf se hizo fuerte en el alcázar, reforzó la guardia de las murallas y reorganizó la administración de la ciudad poniendo al frente de la misma a sus más fieles seguidores.

El cadí no sólo se había apoderado del gobierno, sino también de todas las riquezas que había atesorado al-Qádir: oro, plata, piedras preciosas y sobre todo un hermosísimo cinturón de diamantes, zafiros y perlas del que se decía que había pertenecido a Zubaida, una de las esposas del califa Harún ar-Rachid, el que hiciera de Bagdad la ciudad más grande y suntuosa del mundo.

Los hombres con los que nos encontramos en el poyo de Calamocha nos habían dicho que los partidarios de al-Qádir que habían logrado escapar se habían hecho fuertes en el poyo de Cebolla, y por ello confiábamos en que su alcaide nos entregaría su castillo. Pero no fue así. Cuando llegamos ante el castillo que es la llave para el dominio de Valencia, el alcaide se negó a abrirnos sus puertas. Creo que aquel hombre tenía miedo, pues no estaba seguro de que pudiéramos hacer frente a los almorávides y creía que éstos pronto serían los dueños de todo al-Andalus. Nada había que reprocharle, pues eran muchos quienes en aquellos días pensaban que nadie sería capaz de detener a los aguerridos norteafricanos en su arrollador avance.

No tuvimos otro remedio que plantar nuestro campamento a los pies del cerro de Cebolla, pues sabíamos que su posesión era esencial para ocupar Valencia. Algunos de los que se habían refugiado en el castillo se nos unieron poco después, y el Cid les permitió integrarse en nuestra mesnada.

Rodrigo envió una carta a Ibn Yahhaf, que se pavoneaba adoptando aires de príncipe desde el alcázar, en la que le conminaba a devolverle los víveres que guardábamos en nuestros depósitos del arrabal de la Alcudia y en la que le acusaba de ser un traidor y un usurpador del gobierno de Valencia, por lo cual lo retaba a un duelo.

Ibn Yahhaf le contestó con una misiva en la que decía que nuestros víveres de la Alcudia habían sido saqueados durante la revuelta y que no podía devolverse algo que no existía; además, le decía a Rodrigo que la ciudad pertenecía ahora a los almorávides y le aconsejaba que se sometiera a ellos, y que en ese caso le ayudaría como mediador.

Cuando Rodrigo leyó la carta, tildó a Ibn Yahhaf de inútil y traidor, y juró que no cesaría en su empeño hasta que acabara con aquel indeseable y vengara la muerte ignominiosa de al-Qádir, a quien no había considerado digno de ser rey en vida, pero a quien había respetado como rey legítimo de Valencia.

El alcaide del poyo de Cebolla se resistió a entregarnos el castillo y envió un correo al rey de Albarracín ofreciéndole otras fortalezas que estaban bajo su dominio, sobre todo la poderosísima de Murviedro; Ibn Razin acudió enseguida con un escuadrón de caballería y tomó posesión, en tanto el alcaide seguía sin entregarnos Cebolla, cuyo dominio era imprescindible para la conquista de Valencia.

Los alcaides de otros castillos nos aportaban víveres y dinero para continuar nuestro asedio, y entre tanto, enviábamos dos veces al día patrullas que recorrían la huerta valenciana. El cerco a Valencia se apretaba día a día.

—Si no ceden, asolaremos sus campos —dijo Rodrigo harto de la resistencia valenciana y de la del castillo de Cebolla.

—Eso sería un error, Rodrigo —objeté—. Permitid que los labradores sigan cultivando los campos, pues así tendremos asegurados los suministros la próxima primavera. Si destruimos los árboles y las cosechas, los valencianos pasarán hambre, pero nosotros tampoco tendremos con qué sustentarnos. Además, cuando Valencia sea vuestra, será mucho mejor que las tierras sigan productivas.

—Tienes razón; ordena a los jefes de las patrullas que no molesten a los campesinos, pero que requisen el ganado y todos los bienes que encuentren.

Durante el invierno redoblamos nuestros esfuerzos y hasta tres veces al día recorríamos los caminos cercanos a Valencia, apresando a cuantos encontrábamos intentando introducir alimentos en la ciudad. La situación de los sitiados comenzaba a ser difícil y el cadí Ibn Yahhaf se las compuso para reunir, mediante el envío de correos que lograron eludir nuestra vigilancia, a trescientos caballeros, que acudieron para contribuir a la defensa de la ciudad. Unos procedían de Denia y otros eran parte de la avanzadilla almorávide que se encontraba acampada cerca de Játiva.

Una mañana de primavera recorríamos la huerta, cerca de los muros de la ciudad, en una de las patrullas que diariamente salían desde nuestro campamento de Cebolla para mantener el asedio. Estábamos apenas a trescientos pasos de la puerta de Alcántara cuando ésta se abrió. Observamos asombrados cómo unos cien jinetes, las lanzas en ristre, cargaban sobre nosotros. Ordené dar media vuelta y huir hacia el norte, por el camino de Cebolla. Mi patrulla estaba integrada por veinte caballeros y nada podíamos hacer ante un enemigo que nos quintuplicaba en número.

Aquellos jinetes eran parte de esos trescientos que Ibn Yahhaf había reclutado gracias al tesoro de al-Qádir y que se habían apostado dentro de las principales entradas de la ciudad para salir de improviso y acosar a nuestras patrullas.

Nos persiguieron durante una milla y ya nos iban dando alcance, pues sus caballos estaban más frescos que los nuestros. Creí que no nos quedaría otro remedio que vender caras nuestras vidas y conduje a mis hombres hacia una alquería en la que apostarnos a defendernos.

Descabalgamos, nos parapetamos detrás de unos muros de tapial y cargamos nuestras ballestas y arcos, prestos a disparar en cuanto nuestros perseguidores se colocaran a tiro.

Nuestra primera andanada de flechas tumbó a media docena de jinetes, pero el resto siguió avanzando hacia nosotros, espoleando a sus caballos, que relinchaban como demonios. Una segunda andanada derribó a otra media docena, pero seguían siendo muy superiores en número y ya estaban casi encima de nuestra posición. Antes de que pudiéramos largar una tercera andanada, los primeros jinetes irrumpieron en el cercado donde nos habíamos refugiado y comenzó una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Ordené a mis hombres que se colocaran de espaldas a una pared de la alquería a fin de ofrecer un único frente a nuestros enemigos y dificultar así su ataque.

Jamás hasta entonces había visto la muerte tan próxima. Nos defendíamos como leones, pero ellos eran buenos soldados y sabían manejar bien la espada, y sobre todo eran muchos más. Cuando uno de la primera línea caía, enseguida era reemplazado por un compañero, pero cuando caía uno de los nuestros no había nadie para sustituirlo.

Las fintas que Rodrigo nos había enseñado y el duro entrenamiento a que nos sometía impidió que nos arrollaran en un instante, y logramos resistir el tiempo suficiente hasta que apareció el Campeador con un escuadrón de nuestros mejores hombres.

Justo cuando yo ya daba todo por perdido, apenas quedábamos en pie diez de nosotros, el Cid cayó por detrás de ellos como un rayo. Mis fuerzas estaban al límite y apenas sentía los brazos tras tantas estocadas y tantos golpes recibidos, pero los gritos de nuestros compañeros que acudían a nuestro auxilio me dieron las fuerzas suficientes como para protegerme de un espadazo de un almorávide que iba dirigido al centro de mi cabeza y que logré desviar a un lado, aunque me golpeó con fuerza el hombro izquierdo y me hizo una buena brecha pese a la protección de la cota de malla y de la loriga de cuero.

Cuando el almorávide se aprestaba a darme un segundo golpe, éste tal vez mortal, uno de los nuestros le tajó la cabeza, que se abrió como un melón maduro. En unos instantes no quedaba en pie ni uno solo de los que nos habían perseguido desde Valencia.

Rodrigo se acercó hasta mí y se interesó por mi hombro, del que manaba abundante sangre.

—No parece demasiado seria esa herida.

—Si hubierais tardado un poco más no podríais decir eso; gracias, señor —le dije.

—No creí que Ibn Yahhaf se atreviera a enviar a un grupo de jinetes contra nosotros fuera de las murallas. No obstante, en cuanto saliste esta mañana del campamento con la patrulla tuve una premonición. Por eso te he seguido de cerca con doscientos hombres.

—No sabéis cuánto me alegro de vuestra premonición.

En aquella escaramuza nosotros habíamos perdido veinte hombres, pero Ibn Yahhaf tenía cien jinetes menos para defender la ciudad que ambicionábamos.

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