—¿A Tito Donabella?
—Ajá. A Tito Donabella.
—¿A cambio de qué información?
—En realidad creo que nada que no supieran ya —el cocinero vaciló antes de seguir hablando—. Si no hay complicaciones soltarán a Urría pasado mañana, cuando contrasten la información que les he dado.
—¿Qué información?
—La de la llave…, la que nos dio el viejo demente…
En aquel momento quería perderme. Perderme en las sombras de cualquier cobijo donde existiera una cueva oscura libre de tesoros o intrigas; perderme lejos de las penas y las culpas, en algún lugar sostenido por el aire y la verdad.
—Amigo, te has aliado con el diablo…
—¿Es que hay mejor alianza que la que se hace con el diablo?
—¿Quizá la que no se hace? —objetó con mucha solemnidad Pierre.
—Pero ¿tenemos otra opción?
—No lo sé, dímelo tú.
El Francés se volvió a recostar en la cama. Tortosa dejó de parecer relajado. Fred no se inmutó.
Yo solo quería perderme.
—¡No tenemos otra opción! —contestó al rato el cocinero.
Pierre cerró los ojos y se giró dándonos la espalda a todos.
—De acuerdo…, no tenemos otra opción —dijo—, pero es una mierda de trato.
MUJER DE TALLE DESGARBADO
Es complicado contar lo que sucedió en aquellas horas de angustia, entre la noche cerrada y el amanecer del día siguiente al que Tortosa trajo bajo su sobaco el trato con Ángelo.
Me quedé a dormir en el hospital, junto a Pierre. Coloqué cuatro sillas en fila y me tumbé sobre ellas, con los pies al aire y la cabeza apoyada en una almohada pequeña y dura, hecha a base de zapatos y cartón. No era precisamente mi improvisada cama tan cómoda como un jergón de paja o hierba, pero al menos mis espaldas no se inflarían a causa de la frialdad del suelo.
No podía dormir. Los ronquidos del Francés salían a borbotones de su destellada media sonrisa. Nada conseguí tapándome los oídos, ni dándole erre que erre pequeños golpecitos en su pecho, ni siquiera con quejas a viva voz logré que dejara de bramarle a Morfeo: aquel hombre parecía una orquesta de cornos y fagotes tocando algún pasaje de la séptima sinfonía de Gustav Mahler. Decidí salir de la habitación a dar una vuelta por el interior del hospital.
Deambulé en la oscuridad de los pasillos sin advertir nada fuera de lo normal a esas horas de la noche. Las puertas de los módulos estaban cerradas o entornadas, y las enfermeras que quedaban de guardia dormitaban sentadas al final de cada corredor. Apenas se escuchaba otro sonido en toda la planta que no fuera el estrépito cacareado de Pierre. Al final de una de las galerías que daban a la calle, justo antes de la sala principal que hacía las veces de recibidor, vi una luz tenue escaparse de una pequeña ventana. Me dirigí hacia allí. Inquieto por el cansancio y el aburrimiento. Hubiese sido más fácil abrir un poco la puerta que enmarcaba ese halo de claridad y asomarme con disimulo, pero decidí colgarme del resquicio de la ventanita y echar desde allí un vistazo. La habitación estaba toda forrada de madera, hasta el techo. No había más muebles que una vieja mesa de roble y dos sillones de terciopelo marrón desgastado hasta la vagancia. Una bombilla con decenas de mosquitos estrellados era lo que completaba la escena. No había ni un solo signo de intranquilidad.
Seguí curioseando.
Entré en la capilla del hospital. Aquella sala era especialmente tenebrosa. Al Cristo cautivo le acompañaban una docena y media de cucarachas más grandes que la palma de mi mano. Mientras una mitad de ellas correteaba de arriba abajo por el dorado manto de la estatua sin parar, las otras se hallaban quietas, delante de un pedestal de mármol, dirigiendo las alabanzas que allí, a modo de oración, proclamaban al hijo de Dios. Leí en voz alta:
Cristo Cautivo,
que tras espinas de amor entregas tu alma,
libera mis penas,
perdona mis faltas
Jesús,
perfumado de gracia divina,
hijo del Dios único y salve,
escucha mi lastre perdido,
mi llanto, mi fe, mi dicha,
escucha mi triste camino,
libra de mí la falsa palabra,
el comento, el engaño
Salve Dios tu hijo,
porque cautivo mira al mundo con amor,
porque el amor es su mundo cautivo,
porque su sentencia de muerte
nos libra del pecado
Cristo Cautivo,
que tras espinas de amor entregas tu alma,
perdona mis penas,
libera mis faltas
Me quedé un rato pensativo mirando a los ojos de la imagen. Se me ocurrió pensar que a lo mejor esa plegaria la había escrito mi padre, el
poeta
. La inspiración divina no solo fabrica salmos o utiliza las metáforas para decidir la verdad que más conviene a los miedos de los mortales, también destruye mentiras con las que puedan naufragar y sentir la debilidad de sus espíritus los mensajeros de Dios; yo, a sabiendas de estar pecando, me sentí orgulloso de ser egoísta y creerme un privilegiado que podía poseer para mí solo todo el deleite de la creación. Sonreí.
Delante de una imagen del santo Job, en la base del altar, se encontraban sin orden aparente varias calaveras esculpidas en una gran piedra. Estaban pintadas de amarillo y en muchas de ellas habían coloreado de un negro siniestro el perfil de sus órbitas huecas. Cuatro velas de color cano sobre unos candeleras de hierro viejo daban todo el fulgor que podía dar la combustión de unas cuantas cuerdas retorcidas pringadas de cera blanca. Me senté en uno de los tres bancos de la pequeña estancia mirando fijamente a una esquina del retablo, a la flama que salía de un cirio encendido. No tardé en quedarme en un estado de duermevela.
Debieron de transcurrir no más de veinte minutos cuando me sobresaltó la oscuridad. Yo me encontraba encogido encima del tablón de madera, por lo que posiblemente quien apagara todas las velas y velones no me vio allí dormitando. A tientas, porque era mucha la negrura, conseguí llegar hasta la puerta de entrada y salir de la capilla. El pasillo estaba sumido en la penumbra del descanso y ya no se oía al Francés roncando. Algo hizo detenerme de nuevo en la habitación forrada de madera que poco antes había explorado por el resquicio de la ventanita. Estaba todavía iluminada, pero ahora se escuchaban voces en el interior. Parecía que quien hablaba estaba muy asustado. Y asustada…
—¡Dios santo!, ¿estás segura?
—¡Por Cristo que lo estoy!
—¿Y dices que es la misma persona?
—¡No tengo la menor duda! «¡Señor, da la paz a los que esperan en ti, escucha las súplicas de tus siervos y llévanos por el camino de la justicia!»
—¿Qué podemos hacer?… ¡Dios santo! ¡Dios santo!
—«¡Señor, da la paz a los que esperan en ti, escucha las súplicas de tus siervos y llévanos por el camino de la justicia!»
—¡Hermana!…, perdone que se lo pregunte otra vez, ¿está segura de que es la misma persona que vio asesinar a ese infeliz en Francia? ¡Tenga en cuenta que de eso hace muchos años!
—¡Por Cristo que lo estoy! Padre, nunca podré olvidarlo…, ese rostro…
—¡Dios santo!… Esto debe saberlo la madre superiora cuanto antes…
Quise asomarme por la puerta. Deslizar mi pie en el interior del habitáculo donde ellos se encontraban conversando. Pero no me atreví. Me quedé allí inmóvil, detrás de la pared, debajo de la ventana. Escuchando, casi sin respirar, cada una de las palabras que aquellas dos personas venidas de mi oscuridad me revelaban a escondidas.
—¡Cuando me ha mirado a los ojos… me ha dado la impresión de que me ha reconocido! ¡He podido ver en sus pupilas la ira y el odio que vi aquella noche! Ha sido terrible, padre…
—Debe descansar, hermana…, mañana hablaremos con la madre superiora y ella sabrá qué hacer.
—«¡Señor…! ¡Señor, da la paz a los que esperan en ti!… ¡Señor, escucha las súplicas de tus siervos!… ¡Señor, llévanos por el camino de la justicia!»
—Hermana, no ha dormido nada desde que llegó esta mañana de Francia…, debe descansar. Mañana podrá rezar…, hágame caso. Váyase a la cama.
—«¡Señor…! ¡Señor, da la paz a los que esperan en ti!…»
Escuché pasos a lo lejos del pasillo. Alguien acercándose. No podía dejar que me vieran en aquella postura, agazapado al lado de la puerta, con la oreja pegada a las frescas paredes del hospital. Fui directo a la capilla. Me aseguré de que, aunque encendieran todas las luces de pronto, nadie pudiera verme escondido entre dos de los bancos: puse sobre mí un trozo de una polvorienta alfombra enrollada.
Ni dos minutos después escuché unos chillidos limpios y cálidos. La voz de la mujer asustada se acercaba cada vez más deprisa hacia donde yo me encontraba refugiado. La puerta de la capilla se abrió de par en par y entraron en tropel tres personas, tres jadeos distintos, tres zapateos diferentes. La puerta se cerró de nuevo.
Todo ocurrió muy deprisa.
La monja y el cura estaban de rodillas en el altar, al fondo. Enfrente de ellos, fuera de mi vista, la sombra proyectada en el suelo del que debiera ser el mismísimo diablo.
—¡No diré nada a nadie!, ¡lo juro!
—¡Dios santo! —suplicaba el cura—. ¡Ten piedad de nosotros!
—¡Me iré!, ¡me iré lejos de aquí!
—¡Ten piedad!, ¡ten piedad!, ¡hijo mío, ten piedad!
La alargada penumbra de un brazo encendió el cirio.
—¿Qué vas a hacer, por el amor de Dios?
—¡No diré nada!, ¡nada!, ¡nada a nadie!…
—¡Estás loco!, ¡por el amor de Dios!
Estaba muerto de miedo. Solo veía una sombra que se movía suave, lamiendo el terror de unos religiosos a los que únicamente les quedaban sus rezos.
—«¡A ti levantamos nuestros ojos, Señor, tu amor es más fuerte que la muerte, por eso esperamos en ti!»
—«¡Ten misericordia, Señor; perdona nuestros pecados, para que recibamos juntamente tu perdón y tu paz!»
Vi al horror mucho antes de que se constituyera el mismísimo infierno en el hospital. Como si se tratara de un mártir condenado a la santidad, el cura agachó la cabeza y no ofreció resistencia cuando la sombra desparramó encima de él algo acuoso, ¿aceite de ungir de la propia sacristía? La monja se desplomó en el suelo. Creo que el miedo la mató. Tuvo suerte.
La sombra acercó el cirio a la cabeza del clérigo y le prendió fuego. El condenado, al sentir el calor, emitió un sonido asfixiado, un alarido espantoso. El dolor le arrancó de su espíritu la suficiente vitalidad como para salir despavorido, prendido como una gran antorcha humana. Chocó en la imagen del santo Job, que enseguida empezó a arder corno papel añejo, haciendo que una gran llamarada envolviera por entero el altar. Todo aquel lugar se convirtió en un sol despiadado y cruel. El sacerdote se arrodilló, ya muerto, frente al Cristo Cautivo.
El incendiario vaciló un momento. Contemplaba cómo a la monja lenguas de fuego le daban bocados por todos los sitios, la desnudaban con la piedad justa de los injustos. Salió corriendo de la capilla después de tirar el misal encima del cuerpo de la religiosa.
Yo estaba trastornado por lo que acababa de ver. Dudaba entre coger de donde fuese un cubo con agua y lanzarme a apagar el fuego, o ir a dar cuentas a la policía de lo que había visto. Ni lo uno, ni lo otro. Decidí ir a ver a Pierre a su habitación, y dar la voz de alarma.
Al cruzar la puerta me quedé atónito. Por todo el corredor, como si un fino reguero de delirio hubiera sido sembrado, diferentes focos de chispas y flamas avivaban un fuego que ya no tenía remedio. No sabía qué hacer. Con mis propias manos le daba golpes a las llamitas más insignificantes, buscando al mismo tiempo algo con que poder sofocar el incendio. Empecé a gritar: «¡Agua, necesito agua!», e instintivamente me cubrí la boca y la nariz con un pañuelo.
El calor era insoportable. Las llamas eran demasiado altas y se propagaban velozmente por las corrientes que circulaban en el techo como carreteras del fuego eterno.
Cogí el respaldo de una silla de madera a la que desclavé de su anclaje y traté de usarlo como azotador. Golpeé con todas mis energías a las que creía más peligrosas, aquellas llamas que rodeaban las puertas de las habitaciones. Pero lo único que conseguía era esparcir aún más el desastre. Por el techo ya revoloteaban columnas de cenizas amenazantes y volutas de un polvo gris candente que arrasaba con todo lo que tocaba, tiznándolo de un gris triste y trágico.
Escuché gritos. Alguna explosión.
Me había olvidado por completo del Francés. Mi amigo estaba indefenso. El camino hasta su habitación, al igual que todo el hospital, era una enorme hoguera. Podía, a duras penas, mal andar por entre aquella zarza ardiente. Cada vez me costaba más respirar, y cada vez era más peligroso tentar a la suerte. El humo hizo que nunca llegara a ese módulo del hospital. Me desmayé.
El ruido ensordecedor del crujir del edificio al desplomarse el techo me despertó. Alguien me había rescatado de dentro. Me encontraba tumbado en una camilla de tela parecida a las hamacas de los barcos. Se escuchaban llantos de enfermos, de enfermeros, lamentos por la pérdida de una fe, y lamentos por la pérdida de vidas. La calle era un caos, sonaban sirenas, el viento aullaba terco, y más de una persona reía al fondo del coro de curiosos. Me levanté aturdido. Busqué a Pierre entre los enfermos. No estaba. Miré al otro lado de la acera, donde se apilaban los cadáveres. No estaba. Lo intenté una vez más en ambos sitios, y nada. Caí descorazonado.
—¡Eh! ¿Estás bien? —Era Tortosa. ¿Qué hacía aquí?—. ¿Te encuentras bien?
Apenas podía verle nítido. Tenía los ojos empañados de lágrimas.
—Sí…, por poco.
—¡Vaya susto!
—El Francés no…, no…
El cocinero sonrió tranquilizadoramente.
—¡El Francés qué!
—¡No ha podido salvarse! —dije preso de un ataque de llanto incontrolado.
Tortosa me agarró violentamente de la pechera de la camisa y me levantó de un único impulso. Hasta entonces no me percaté del profundo olor que desprendía a chamuscado, ni de las quemaduras superficiales que tenía el cocinero en el antebrazo.
—¡Botarate! —me dijo—, ¡deja de hacer el bobo! ¿Qué es lo que te dije yo de mi amigo Pierre la última vez que me lo mataste?
No le escuchaba. Miraba su antebrazo.
—Te lo recordaré. Te pregunté que si habías visto con tus propios ojos al Francés muerto.
No entendía nada de lo que me decía.