—Acaba de llegar —dijo Fred—. Al parecer se ha pegado una buena caminata…
—Eso no es mal de morir. Andar es sano…
—Muy sano —recalcó Pierre.
—¿Estás bien, muchacho?
Urría contestó con una amarga sonrisa a la pregunta del cocinero. Alzó el gañote como un polluelo a su madre.
—Pues venga…, salid a tomar el fresco. Aquí no cabemos todos.
Fred, antes de que Urría moviera cualquier músculo para levantarse de la silla, le agarró por el brazo y tiró de él hacia arriba, hasta conseguir que el destartalado infeliz derramara su taza de infusión en la cabeza del Francés, justo donde estaba el muñón.
—¡Diossss!
La primera reacción de Pierre fue la de lanzar una brazada al aire, como queriendo atrapar a alguien entre sus manos. Apretó los dientes y salió disparado a meterse debajo de un caño de agua. El líquido elemento resbalaba delicadamente por su nuca. Sollozaba bajo el grifo, y a la vez maldecía sin parar. Al cabo de unos minutos se quitó el emplasto, y donde antes había una oreja, ahora apenas se diferenciaba un trozo de carne mezclada con pegotes de pomada y gasas.
—¿Estás bien? —me preocupé.
—¿Quema? —le preguntó mi tutor.
—¿Le matamos? —se burló Tortosa entre risas.
El Francés se secó con un paño pringoso y dio un puñetazo al cordero que colgaba de un gancho detrás de la pileta. Se acercó cojeando hasta donde estaba Urría encogido. Levantó amenazante su bastón.
—¡Una somanta de palos debía darte! ¡Inútil!
—Vamos, Pierre… —se interpuso Fred—, he tenido yo la culpa.
—¡Y qué!, ¿quieres una medalla o también quieres cobrar?
El Francés bajó el bastón.
—Lo sien… lo sien… to… —se trabó Fred.
Miré de reojo a mi tutor y noté en él cierta pesadumbre.
—¡Fuera de mi vista! —gritó Pierre—. ¡Los dos!
—Sí, claro…, nos iremos a dar ese paseo…
Al salir Urría y Fred de la cocina, Tortosa y Pierre se echaron a reír como colegiales. Contemplar a los dos retozando entre retorcijones y carcajadas me hizo pensar que la huraña complicidad existente entre ambos desde hacía días se había evaporado con los vahos de la infusión de hierbabuena y anís. Como por arte de magia.
Un espejismo.
—¿No será que tú le has ordenado que me riegue la oreja con esa mierda de bebida?
—¿Yo?
—¡No me extrañaría!
—No digas tonterías, majadero…, ¿de verdad piensas eso?
—Pensar lo pienso…, pero supongo que no eres tan tonto.
La tirantez se podía palpar en el ambiente. El accidente no hizo sino espabilar aún más la incertidumbre y el nerviosismo.
—No, no soy tan tonto, Francés, al menos no tanto como crees.
Un molesto silencio me obligó a entrometerme entre ambos.
—¿Por qué no nos sentamos? —dije—. Tenemos que idear un plan, ¿no?
El único que parecía estar impaciente por empezar era Donabella. Mi tutor se había vestido con ropas de Pierre y ya no parecía un haraposo desquiciado. El traje le hacía juego con su mirada, amarga y gris.
Rodeamos la mesa. Tito fue el primero en hablar.
—Para empezar, quiero dejar claro que a mí todo esto no me divierte…
—No tenemos mucho tiempo para tonterías, bobalicón, déjate de decir chorradas y discursitos. Ve directo al meollo.
Donabella miró abatido al cocinero.
—No vas a cambiar en la vida, ¿verdad?
Tortosa asintió. Mi tutor tragó saliva y continuó hablando.
—Tenemos la llave, bueno…, tenemos la información que en ella estaba grabada, que es lo importante…
—¿La tenemos?
—La tenemos, Pierre, la tenemos, pero déjame que siga… Sabemos que, además de la llave, el padre Benito le haría llegar a Adiel otros objetos con los que encontrar su legado. Dos piezas más de su particular rompecabezas…
—¿Le haría llegar? —dijo extrañado el cocinero—. ¿Cómo que le haría llegar?
—¿Dos piezas? —añadió el Francés—. ¿Qué dos piezas?
Pierre se encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. Después se pasó la lengua por la cicatriz del labio, como limpiándose una manchita de chocolate. Se me quedó mirando sonriente. Sin ninguna compasión. Inmediatamente después empecé a sentirme mal.
—Un rosario y una especie de libro vacío, sin apenas nada escrito en él —siguió Donabella—. En el mismo momento en el que el padre Benito pisó el pueblo y le entregó a Adiel esas dos cosas, me lo hizo saber. Me pidió que escondiera la llave en un lugar seguro hasta que él hablase con el chico… Eso hice, agarré la llave y fui a donde Gabino, el padre de Nano. Mentí al viejo y le dije que Adiel me había contado de un mueble en la habitación de su hijo que era una joya… El muy ingenuo me acompañó hasta la misma puerta y se fue. Metí la llave en un saquillo de tela negra y la escondí detrás de una tinaja en una grieta de la pared…
—¿Y dices que este memo habló con el cura y no nos ha dicho nada? —le interrumpió Tortosa.
—El padre Benito nunca llegó a hablar con Adiel, lo asesinaron al día siguiente de irme yo del pueblo…
—¿Y cómo puedes estar tan seguro de que no lo hizo antes de que la palmara?
El único ruido que pesaba en la habitación era el áspero e incómodo sonido de la traición. El cocinero volvió a preguntar lo mismo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que el padre Benito no le reveló a Adiel antes de morir todo lo que nos has contado tú ahora?
—No solo estoy seguro, sino que apostaría mi propia vida…
—Poco valor le das tú a la vida, Tito…
—Adiel nos lo hubiera dicho —dijo Pierre.
—¿Ah, sí?
—¡Por supuesto que sí!, ¿no es cierto, Adiel?
Como dijeron alguna vez, el mundo tiene la consistencia de un diminuto grano de arena, y es tan frágil e ingenuo que todo el infinito es capaz de perderse en la palma de una mano. Mi mundo, mi infinito, e incluso mi eternidad, vagaban perdidos en aquel momento.
Me puse de pie, achiné los ojos, y muy enfadado decidí zanjar la discusión.
—La misma tarde que mataron al cura Benito habíamos quedado en la sacristía para hablar sobre mi padre. Me quedé dormido en el campo…, ¡y a lo mejor fue eso lo que me salvó de no terminar como él! Cuando llegué a su casa le encontré tirado en el suelo, ¡agonizaba!, y lo único que logró decirme fue que el
poeta
era un sicario…, que buscaban algo de él y que… y que mi padre era el aroma de la muerte.
Debí de ser muy convincente porque, cuando me volví a sentar en mi taburete, todos miraban a lo lejos, al rincón más alejado de nosotros. Me quedé quieto, giré a la izquierda y observé a mi tutor. La luz de la bombilla se derramaba sobre su frente, no parecía estar demasiado cansado. Era sorprendente.
El Francés se dio la vuelta y se puso enfrente de mí. Me habló en un tono cariñoso, casi paternal.
—Del rosario tenía noticias, Adiel, sabía de su existencia…, habíamos hablado de ello. Pero, hijo, de ese librito no tenía ni idea. ¿Por qué me lo has ocultado?
—No sabía que fuera importante; es más, hasta se me olvidó por completo que existía…
—¿Y cómo se puede olvidar algo así?
—No lo sé —dije, siendo totalmente sincero.
—Está bien…
—Lo siento, Pierre…, no quise esconderte nada.
—Te creo, Adiel, te creo.
—¡Un momento! —bufó el cocinero medio poseído—. ¿Me habéis estado ocultando información? ¡Tú tenías el rosario, y tú lo sabías!…, ¿y no me habéis dicho nada?
—Adiel no tiene la culpa, le dije que mantuviera la boca cerrada…
—¡Maldito traidor de…!
Tortosa se quedó sin voz, empezó a hinchársele la vena del cuello y a ponerse rojo como una granada a punto de estallar. Con un alarido horripilante, que incluso hizo regresar de su destierro a los dos secuaces del cocinero, cogió un cuchillo del tamaño de un brazo y lo lanzó contra la pared de la cocina con tanta fuerza que atravesó de lado a lado el grueso del tabique.
Con un movimiento de la cabeza, Tortosa indicó a Fred y a Urría que todo marchaba bien. Los dos pinches se volvieron a la calle.
La impaciencia empezaba a arruinarnos la serenidad. El cocinero fue dando la vuelta alrededor de todos hasta ponerse a la altura de mi tutor. Donabella estaba temblando. Al igual que yo. Le tocó la espalda y soltó sin reparos ni acentos el punto y seguido de aquella reunión:
—¿Cuál es el plan?
TRES MINUTOS
Sería un día eterno…
—Obrando con buena voluntad —dijo Donabella—, no tiene por qué salir mal, os lo aseguro…
—¿Y quién eres tú para asegurar nada? ¡No eres más que un botarate!
—¿Y tú? —protestó Pierre—, ¿acaso tú, Tortosa, eres más de fiar?
—Al menos no soy ningún cornudo…
—¡Eres un desgraciado, que es mucho peor!
Amenazaba un jueves turbio. Habían pasado unas horas desde que se terminó el café de la despensa. Yo estaba arrodillado al pie de la chimenea hacía ya un buen rato. Escuchaba sin escuchar las bufas grotescas del cocinero y del Francés, y las pacientes cantinelas, eternas, de mi tutor.
La cocina ya no olía a hierbabuena y anís. Rebosaba de una hedionda peste a fatalidad.
—Por favor, no podemos seguir así. Llevamos más de cuatro horas intentando no pelearnos entre nosotros. No es normal. Todos queremos lo mismo, ¿no?
—Yo solo sé lo que yo quiero, besugo…, ¡solo lo que yo quiero!
—¿Y puede saberse qué es?
—¿Si puede saberse? ¡Si puede saberse! ¡Por supuesto que puede saberse, Pierre! ¡Claro que puede saberse! Lo único que quiero es cumplir mi parte del trato con el chico… ¡Soy un hombre de palabra!…
—¡Y no digo lo contrario!… Yo también quiero cumplir lo que le he prometido a Adiel. ¿Lo dudabas?
—¡Y yo quiero consumar mi promesa de amor con la mujer del
poeta
! —ladró Donabella indignado—. ¡Es lo que pretendo haceros entender desde el principio! ¡Nos debemos todos al honor de nuestra palabra dada!
No ha habido ningún sabio a lo largo de toda la historia que haya sido capaz de entender la parte pasional del alma de los tramposos o de los cizañeros. Estos actúan como las ondas que se forman en una charca al lanzar una china en ella: se explayan tanto que al final terminan por desaparecer en el fondo de la nada.
Tito respiró hondo y volvió a intentarlo.
—Es el mejor plan que tenemos. Es que no puede haber otro…, de verdad que no hay otra opción…
—A ver si lo he entendido bien…, dejaremos que nos roben…, así, sin más…
—Sí, pero antes tenemos que destapar dónde está…
—Dónde está…, ajá…, claro…, dónde está…
—Dónde está el tesoro…, la herencia de Adiel.
—¿De verdad?…, ¿el tesoro, bobalicón?
—Sí, si no el plan no serviría para nada…
—Santa paciencia nos dé el Señor… Sé a lo que te referías, Donabella…, estaba siendo sarcástico…
—Vaya…, no te lo tomas en serio…
—Vaya…, ¿no me lo tomo en serio?
—No lo parece.
—¡Pues te equivocas!
—No lo parece…
—Te repito que te equivocas…
Callaron un momento.
—Cumpliremos exactamente lo que el
poeta
pidió —intervino el Francés—. Tenemos que ser respetuosos con su voluntad. Y con Adiel…
Parecía sincero. Ninguno de los otros fingió su sorpresa. Sus miradas anochecían con la misma facilidad que las palabras de Pierre cortaban sus sonrisas. Me levanté de donde estaba y ocupé mi lugar en la mesa de madera.
—Hallaremos ese maldito tesoro. Lo hallaremos…
—¿Hallaremos también la muerte? —ironizó Tortosa.
—Si hace falta morir para descubrir dónde se esconde ese maldito legado, moriremos.
—Mal plan ese…
—Nadie morirá por descubrir dónde se esconde el tesoro, ese misterio ya está resuelto, Francés…, solo hay que destaparlo…
—¿Está resuelto? —preguntó el cocinero—. ¿Cómo que está resuelto?
—Tenemos las piezas…
—Pero hay que saber cómo y dónde encajarlas, mentecato.
—Yo sé cómo —dijo Tito—. Pero no estoy seguro de querer hacerlo. ¿De verdad que no sois conscientes del precio que podemos pagar?
—No me importa no saberlo. Pero —volvió a insistir Pierre— ¿cómo que está resuelto?
La voz de mi tutor pareció quedarse atorada en el pecho.
—Está bien. Adiel, hijo, ¿dónde está el libro que te dio el padre Benito antes de morir?
—Rebujado entre la ropa que tengo en mi habitación en la casa del Francés.
—¿Se encuentra el rosario allí también?
—Sí.
—Necesitamos esas dos cosas para destapar el tesoro.
Donabella agachó la cabeza cansado. Al momento pronunció unas palabras con tanta rapidez y tan sutilmente que nadie escuchó nada. Las repitió en un tono más alto.
—Pierre, ¿habría algún problema en que los… los ayudantes de Tortosa fueran solos a tu casa a recoger esos dos objetos?
El Francés estuvo un buen rato quieto, sin moverse. Terminó negando con la cabeza.
—Pueden ir, no hay ningún problema. ¡Siempre que no me pisoteen las plantas del jardín!…
El cocinero salió a la calle en busca de Fred y Urría para hacerles el encargo. Durante ese sordo instante reconocí en mí un sentido pesar de la amargura. Unos fantasmas, como salidos de mi mente, cabalgaban a mi lado, burlándose de mi terrorífica inquietud y de mi silenciosa cobardía. No era capaz de mirar nada, erguía mis ojos como el que iza una bandera en la popa de un barco que se hunde. No sentía mis manos manchadas de sangre, pero las tenía tan calientes como las de cualquiera de ellos.
Nada más regresar Tortosa, mi tutor continuó hablando.
—En la llave que me hizo llegar el padre Benito con Paulo había varias letras grabadas debajo de las muescas. Sin duda era la mano del
poeta
quien había hecho el trabajo. Era su mismo trazo, su ese, la te, la eme… Aunque apenas se distinguían por estar enterradas en óxido, no tuve ningún problema en reconocer las tres palabras. Allí ponía «
PRUSIATO AMARILLO-INVISIBLE
».
No me hostigó la incertidumbre que estaba oculta en las palabras. Sentía cierto cosquilleo de orgullo al intuir que de los tres que atendíamos atentos a Donabella, yo era el único al que la existencia del prusiato amarillo no le cogía de sorpresa. En el taller de la joyería siempre existió un tarro de cristal con una etiqueta de aquel producto.
Tito miró el reloj de pared, eran las cinco en punto de la mañana. Prosiguió.