El cementerio de la alegría (32 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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Todavía no era de noche cuando atravesamos el portón y nos colamos en el porche de Palacios. Fred y Urría iban delante, el uno andaba con indiferencia y el otro con una satisfacción seca. Tortosa había decidido visitar al bibliotecario. Preguntarle sobre la casa negra, sobre el mundo de Ángelo. Una decisión rápida es una aceptable equivocación si se diese el caso de que se errara…, al menos eso era lo que decía el cocinero.

Nos encontramos la puerta entreabierta: no era nada extraño en un barrio de señoritos y comodones como aquel de la periferia. Del interior de la casa, por delante de unas escaleras balaustradas en forma de claveles ciclópeos, llegó el eco de unas risas. Eran tranquilas, vehementes, las de unos niños jugueteando con su padre. Se oyeron también las voces de una mujer que hablaba, hablaba, muy de corrido, entrecortada por unas risitas e interrumpida a veces por el vozarrón de Palacios, que ni sonaba altivo en esos momentos, ni temeroso.

Tortosa se adelantó a sus secuaces y entró el primero a la salita donde jugaban los padres con sus hijos, en lo alto de una desgastada alfombra beis.

—Buenas tardes. Hemos estado llamando y, al ver la puerta abierta y escuchar voces…

La mujer de Palacios gritó dando un salto. La fealdad de su rostro desencajado la hizo aún más grotesca. Abrazó velozmente a sus hijos y los ahogó entre sus enormes pechos. Palacios se quedó petrificado, de rodillas.

—¡Vaya! —dijo Tortosa—. Siento haberles asustado. Veníamos a hablar con usted, señor bibliotecario, de un asunto de cultura general.

El tono taimado del cocinero y la presencia del resto de la comitiva que lo acompañaba, sobre todo de Urría, que no desdibujó en ningún momento su semblante ido, consiguió que, lejos de tranquilizar al sumiso padre de familia, lo acobardara el doble.

—Salgamos fuera entonces —dijo Palacios—. Aquí ya empieza a no verse nada.

El bibliotecario pasó por delante de nosotros. Dejamos en aquella sala a la mujer con sus hijos aprisionados. Los dos pequeños miraban ingenuos a su padre, meneando sus manitas.

—¿Os habéis vuelto locos? ¡Cómo os atrevéis a venir a mi casa! ¡Jamás!, ¿me oís?, ¡jamás volváis a entrar de esa manera!

El jardín donde estábamos era la parte trasera de la vivienda. Una mesa de piedra rodeada de cuatro sillas de madera con encajes de roña y vetas de humedad en sus venas, le daban el toque de humanidad a un verdadero vergel.

Urría le dio un puñetazo a Palacios en la boca del estómago. Cayó doblado delante de uno de los rosales. Tortosa esperó a que le volviera la respiración para hablarle.

—Este pequeño borrico se me ha enfadado… —dijo poniéndole un pie en el cuello—. No le hagas enfadar más… Es bastante… burro.

El bibliotecario pareció comprender la gravedad de la situación. Me miró con una apenada extrañeza, la justa para hacer que yo desviara mi mirada hacia otro lugar.

—Levántate. Sentémonos a hablar tranquilamente. No hagamos un drama de esto, ¿de acuerdo?

Asintió con un imperceptible movimiento de cabeza. Tortosa y él se sentaron uno enfrente del otro, los demás nos quedamos de pie, a las espaldas del bibliotecario.

Aquello era una crueldad.

—¿Qué pasa?…

—No nos andemos con remilgos ni tonterías.

El cocinero lanzó una mirada asesina a Palacios. Este tragó saliva e hizo un gesto con la cabeza para que continuara.

—¿Qué es lo que se cuece por la casa negra en estos momentos?

El bibliotecario arrugó la frente indeciso.

—No te entiendo…

Urría le propinó un golpe en el hombro derecho a Palacios con todas sus fuerzas a una señal de Tortosa. Se escuchó un ruido seco, como el crujir de una rama.

—¡Me ha roto la clavícula! —gritó de dolor—. ¡Dios!

—Ya te he dicho que es muy burro. —Urría sonreía como un colegial—. ¿Vas a seguir diciendo bobadas?, ¿seguirás?, ¿eh?…, ¿seguirás comportándote como un melón?

Palacios apretó los dientes. Meneó la cabeza sombrío.

—Así me gusta. Te lo vuelvo a preguntar… ¿Qué se cuece por la casa negra en estos momentos?

—Yo… —empezó diciendo— no soy nadie allí…, quiero que lo sepas…

—Ya, ya…, pero tienes ojos y oídos, ¿no?, y estás allí más que en tu casa, ¿no?

—Sí…, bueno, no tanto…, es decir, soy amigo de hace muchos años…, pero no…

Tortosa enseñó los dientes, cerró un puño y lo dejó caer sobre el hombro dolorido de Palacios. Los ojos del bibliotecario se cerraron con fuerza. Estuvo a punto de desmayarse.

—No me hagas perder la paciencia, no tengo todo el tiempo que me gustaría, ¿lo entiendes, cretino? ¿Lo entiendes?

—Te contaré lo poco que sé… —contestó entre lágrimas el bibliotecario.

—Empieza. Te escuchamos todos… muy atentos. ¿Verdad, amigos?

Urría gruñó distraído, Fred dijo que sí muy serio, y yo temblé de puro miedo.

—Ha habido mucho movimiento por la casa… Mario y Fazio han estado continuamente entrando y saliendo. —Palacios intentaba sofocar los alaridos de dolor mordiéndose el labio inferior.

—Eso no es muy raro, bobalicón. La casa de Ángelo es lo más parecido a un burdel, ¡no es ninguna novedad! Ese lugar es la ratonera de los mayores asesinos, chantajistas, ladrones y proxenetas de la ciudad. ¿Qué hay de extraño en eso?

—¡Pero esta última semana la casa se ha llenado…, se ha llenado de escoria de fuera! No debería seguir hablando…

La voz del bibliotecario fue apagándose a medida que terminaba la frase. No sentía sus palabras como propias, más bien pertenecían a la presencia fantasmal de un difunto, dispuesto a devorarle al otro lado de la puerta que lleva al más allá, esperando, escuchando. Reinó el silencio.

—Considera mi visita, nuestra visita, como una pequeña prueba personal para mis hombres. Una enseñanza por la que deben pasar. Estamos aquí para ser cuidadosos con nuestro futuro, y si para ello debo, deben, arruinar el tuyo…, pues se hace y en paz. ¿Tienes miedo? —añadió Tortosa.

—No —contestó Palacios.

—Muy bien. Porque, como ya he dicho, no estoy aquí para hacer un drama de todo esto. Si te parece empezaremos de nuevo.

El bibliotecario examinó el rostro del cocinero detenidamente. Debió de ver alguna debilidad en él para decir lo que a continuación dijo:

—Si intentas hacerme daño. Si me matas. Si me pasara algo a mí o a mi familia, te juro que te arrepentirás.

—¿Lo juras?

—Sí…

—¿En serio?

—Sí.

—¿Y por qué o quién lo juras?

Palacios tiritaba violentamente. No tenía el miedo de siempre, cuando el alma se esconde tras un hálito de modorra, esperando al diablo encogido en el infierno. Tampoco se trataba de la congoja que huye a todo correr de un combate, sin remedio, sin victoria ni perdición. El miedo que sentía ahora era diferente: una sensación fría y desgarradora de alivio, delirante, tenaz y valiente al mismo tiempo. Altivo.

—¡Lo juro por Dios!

Se me encogió el corazón previendo la reacción del cocinero, impredecible; pero Tortosa se limitó a darle tres bofetadas con el reverso de la mano.

—¡No digas bobadas!, nadie va a hacerte daño —prosiguió—. ¿Por qué dices que esta última semana la casa se ha llenado de escoria de fuera?

El bibliotecario empezó a inspirar con nervio y a espirar lentamente. Tardaba demasiado en hablar.

—¿Por qué dices que esta última semana la casa se ha llenado de escoria de fuera? —insistió impaciente el cocinero meciendo su puño.

—¡Me duele el hombro! —se quejó Palacios—. ¡Creo que tengo rota la clavícula!

Tortosa dejó caer de nuevo su garra sobre el hombro dolorido. El bibliotecario se tragó su propio aullido.

—Ángelo…, Ángelo ha… ha tenido mu… muchas visitas sorpresa… Donabella ha estado allí… dos…, tres veces, en los últimos días. ¡Eso no es normal!… No, no lo es… También ha ido… la zo… zorra de Clarisse, la mujer de Pierr… Pierre…

—¿Clarisse? —preguntó Tortosa.

—Sí…

—¿Qué se traían entre manos esos dos? ¿Iban juntos?

—Yo no les he visto juntos… No puedo decirte qué se traían entre manos porque no lo sé. Siempre se han quedado a solas con Ángelo, sin testigos, sin… sin un alma alrededor.

—¿Tienes agua? —dijo de pronto el cocinero.

Palacios le miró desconfiado.

—Sí, claro.

—¿Cómo se llama tu hijo mayor?

—Iré yo mismo a traerte agua —dijo a modo de contestación.

—Besugo… ¡Te he preguntado cómo se llama tu hijo mayor! —exclamó—. Solo voy a pedirle que nos traiga agua…

El bibliotecario dudó. Se encontraba furiosamente impotente.

—Lucas.

Tortosa se levantó de su asiento, sintiéndose el rey de una corte de enanos. Gigante. Dio diez pasos en dirección a un extremo del jardín, hacia donde se encontraba un altísimo árbol de tronco grueso y grisáceo. La copa brillaba al meneo del viento, unas veces sus pequeñas hojas parecían del color de la hierba madura y otras del infértil desierto.

—¡Machote!, ¡Lucas!, ¡sal de tu escondite! —gritó el cocinero al árbol—. ¡No te pasará nada!

Un niño de unos seis o siete años salió gateando de la espalda de un arbusto. Los churretes le corrían por los cachetes. Era tan rubio que no se le veía el pelo.

—Mamá sabe que estás aquí, ¿no?

El niño sacudió la cabeza afirmativamente.

—¿Ella te pidió que nos espiaras?

Volvió a asentir.

—Mala mamá… ¿Qué les pasa a las mujeres de hoy en día? —le dijo a Lucas, intentando ser gracioso—. ¿Será que están necesitadas de amor?

El niño no hacía nada. Se sorbía los mocos que le caían por el bigote al tiempo que sacaba la lengua para chuparlos.

—Anda, sé bueno y tráenos agua, ¿vale? Y dile a mamá que papi se lo está pasando muy bien, que no se preocupe.

Sonrió y salió disparado. Tortosa volvió al lado de aquel árbol.

—¿Esto es un tejo? —dijo dirigiendo una sonrisa malévola a Palacios.

—Creo que sí…

—Me pregunto si tienes idea de lo afortunado que eres de poseer un tejo… ¡Un tejo!

El gesto del bibliotecario volvió a torcerse. Un breve alarido, brevísimo, salió de su boca. Urría mugió como una vaca en celo al escucharle. Fred le dio un codazo.

—Claro que no tienes ni idea. Muy poca gente se imagina que tras esa apariencia de tristeza se esconde el árbol más importante de la historia. No sé dónde, encontraron un hacha de esta madera que tenía más de cuarenta y cinco mil años…, creo que fue a principios de este siglo; los mejores arcos y flechas se hacían con el tronco del tejo. Era más importante tener un bosque repleto de tejos para suministro de armas en una guerra que millones de monedas de oro en unas arcas escondidas en las catacumbas del castillo. ¡Es impresionante!

Estaba fascinado de verdad. Hablaba convencido de la suerte del pobre bibliotecario. Se mordía en una sonrisa el labio y resoplaba. Siguió hablando del mismo tema.

—Con palillos de tejo se puede adivinar el futuro, de sus ramas los druidas hacían bastones mágicos, y dicen que sus raíces van buscando las bocas de las calaveras de los muertos enterrados —Urría volvió a mugir como una vaca en celo—, por eso los cristianos construyeron durante siglos sus cementerios al lado de estos árboles. Pueden llegar a vivir miles de años, sobrevivir a todo tipo de plagas, generación tras generación. ¿Este qué edad puede tener?…, no es excesivamente grueso…

Tortosa miró de una manera cómica a un nervioso y dolorido Palacios. Esperaba una respuesta.

—Estaba ya aquí cuando mi abuelo compró la casa.

—¿Y de eso hace…?

—Pues…, unos ciento treinta años —contestó a regañadientes.

Si hubiese sabido rezar algo a algún santo, al que invocar para que me ayudase a entender esta locura, lo hubiese hecho en aquel mismo momento en voz alta: sin venir a cuento, Tortosa empezó a dar saltos debajo de la copa del árbol intentando agarrar un ramillete de aquellas verdes hojas.

—Pero lo más curioso, lo más increíble, lo más notable, no es eso que os he contado, sino la extraña doble virtud de todo su armazón de madera. Al igual que son conocidas desde hace miles de años las virtudes curativas del tejo, también está demostrado que una infusión de… ¡de estas hojas, por ejemplo! —mostró, respirando con dificultad, el manojo de las mismas que había recogido de la copa del tejo—, acelera el pulso del hombre más verraco, se lo interrumpe un segundo después para volvérselo loco otra vez…, hasta que se lo detiene definitivamente. Lo mata.

Nos quedamos mudos. Yo, más por la cara de terror contenida del bibliotecario que por lo que había dicho el cocinero.

El pequeño Lucas apareció portando una bandeja que parecía un paraguas en sus manos. Manaba más agua de los bordes de la fuente de metal que líquido dentro de los cuatro vasos que traía. Dejó en la mesa de mármol el recado y echó a correr, tal como su madre le dijo que hiciera.

Tortosa volvió a sentarse en la silla de madera, enfrente de Palacios.

—Las personas somos como el tejo, escondemos dos caras distintas. Una cara es toda virtud, amor, alegría. La otra es toda maldad, muerte, tristeza —dio un chillido—. ¡Fascinante!

El bibliotecario no quitaba la vista de encima a los vasos con agua. Sudaba y espiaba al ventanal, sudaba y espiaba al ventanal, sudaba y espiaba al ventanal.

Apareció la calma, tras la fría zozobra que el viento nos dejó. Callada.

Nos quedamos paralizados en ese silencio. Y en ese silencio oímos el vaivén de unos ojos observándonos no muy lejos. Cogí un vaso de agua y me lo llevé a la boca. Tenía sed. Antes de tocar mis labios el cristal, Tortosa me dio un golpe en el brazo haciendo que todo el contenido se desparramara en el suelo.

—No seas descortés, Adiel…, deja que sea nuestro anfitrión quien beba primero.

El bibliotecario me miró aterrado.

—No, no tengo sed —dijo—. No tengo sed.

—¡Bebe! —insistió el cocinero.

—¡No!

Tortosa sonrió. Hizo el gesto.

Por mucho que Palacios elevó sus torpes manos desde abajo para golpear la fea mandíbula de Urría, por mucho que intentó mantener la boca sellada, por mucho que intentó escapar de los brazos hercúleos del mastodonte, el bibliotecario no pudo evitar tragarse toda el agua que aún quedaba en los vasos, su propia agua, el contenido de otras falsías.

Del lodo del silencio apareció la mujer del bibliotecario, histérica. Se llevaba las manos a la cara y nos llamaba asesinos. Zafó a su esposo de las zarpas de Urría. Arrastró el cuerpo aturdido del marido unos metros por el césped, hasta que, el del parche, la tumbó de una sonora bofetada.

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