El cementerio de la alegría (15 page)

Read El cementerio de la alegría Online

Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
7.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacía apenas unas semanas mi vida discurría solitaria entre los insulsos discursos acerca de la juventud, el enamoramiento y la amistad; ahora no era capaz de dar un paso sin mirar antes en la sombra de mis propias dudas. Las campanadas que repiquetearon en la iglesia me terminaron de despertar.

El Francés abrió la puerta de la tienda. Un eco sordo se escuchó por toda la sala al girar la cerradura, similar al crepitar de la sal en el fuego. Enterrados en la oscuridad, nos sumergimos entre cascotes, ruina, papeles, polvo y lascas de lo que parecía madera. La última vez que pisé la joyería había visto decenas de baldosas levantadas y cristales rotos por todo el suelo, pero juraría que en aquel entonces no estaba tan revuelta la casa; este desorden exagerado era fruto de una búsqueda a conciencia. Pero ¿de qué?

Abrimos cada una de las ventanas que daban al patio interior, una brisa de luz hizo que rayos plateados planearan por las estancias del edificio. Subimos las escaleras.

—¿Es esa su habitación? —dijo el Francés señalando a un cuarto desconchado donde reposaba una montonera de tierra seca.

—Sí —afirmé como ido.

El somier de la cama estaba patas arriba, con muchas de sus lamas de madera resquebrajadas. El colchón de plumas yacía vacío y destripado en mitad de la habitación, sin un ápice de gordura, desinflado. El ropero crujía en el suelo, medio descolgado de la pared, cuatro perchas aún tendían unas camisas sucias, pero planchadas. El suelo, al igual que en la mayoría de la vivienda, sorteaba, cada dos pasos, un bache y tres losas rotas. Semejante panorama era desalentador. Al Francés parecía no importarle lo más mínimo, agarró con una mano la pata más cercana a él y levantó de una sola sacudida todo el esqueleto del camastro. El polvo erizó hasta la última de mis pestañas, haciendo que la luz se tiñera de un marrón aún más parduzco que la propia mañana.

—¿Qué es lo que pretendes encontrar aquí? Quienquiera que estuvo antes que nosotros ha dejado esto hecho un vertedero —protesté apenado.

El Francés se quedó plantado delante de mí, escrutándome con la mirada durante unos instantes. Su media sonrisa bailaba nerviosa entre los dientes amarillentos. Se tomó su tiempo para contestar a mi pregunta.

—Quienquiera que estuvo aquí antes que nosotros, como tú dices, no encontró lo que buscaba. Es obvio que lo ha hecho con ahínco…, y a ciegas.

Me tapé la boca con un pañuelo. El lugar empezaba a darme náuseas.

—¿Y cómo estás tan seguro de que no encontraron nada?

—Nos lo dice todo esto… —Abrió los brazos en forma de cruz, girando sobre sí mismo—. Han removido cielo y tierra, por todos los rincones. Si hubiesen hallado algo no tiene sentido este derroche de energía. Han roto todo lo rompible en cada una de las habitaciones de la casa y del negocio; eso solo puede ser fruto de la desesperación y de la impotencia. ¿No te has fijado en que incluso el poyete de la entrada estaba en el suelo hecho añicos? ¡Tiene toda la marca de una patada de rabia!

De un puñetazo terminó de derribar el ropero. Sentí que la violencia del retumbo hizo que mis ojos, al cerrarse debido al susto, chocaran contra los párpados que los aprisionaban. Un casquete de cemento y cal cayó justo entre mis brazos, como una frágil mota de tiempo.

—Ni siquiera sé si esto ha sido una buena idea —reconoció.

Pierre se encaramó de un salto en el montículo de arena. Miró por encima de mí, hacia el marco de la ventana. Se mesó los cabellos y, sin decir nada, empezó a deambular por los pasillos de la planta superior.

Dejé que zanganeara solo, a sus anchas, por lo que antes había sido mi hogar. Yo me dirigí a mi pequeño desván, aún seguían los libros desperdigados por el suelo y la ropa amontonada en un rincón. Me hice con una hilera de manuales de orfebrería, novelas y poemarios, un banquete en el cual poder sentarme y pensar. Cavilaba acerca de las tonterías del desaliento y la perdición, acerca de todo lo que no tenía sentido en mi vida. Ahora no sabía qué parte de mí era inmune a la verdad y cuál no. ¿Realmente estaba justificada tanta destrucción?, ¿tanto desorden?

Me preguntaba si Tito Donabella me había estado mintiendo todos estos años. Mentir es tan fácil como lo es respirar. Me sentí repentinamente disgustado.

—¡Llaman a la puerta!

Ni tan siquiera me percaté de que Pierre había entrado a la habitación. Estaba apoyado sobre sus rodillas, enfrente de mí, jadeando a causa del esfuerzo de subir los escalones de dos en dos.

—Llaman a la puerta —repitió.

Le miré sorprendido. Unos golpes secos se escucharon resonar en mi pecho. Llamaban con virulencia.

—¿Quién puede ser? —pregunté asustado.

—Solo hay una manera de averiguarlo.

Bajamos las escaleras apoyándonos en la pared, como si necesitáramos guardar nuestras espaldas de algún peligro invisible. Atravesamos los segundos de silencio hasta llegar a la entrada principal, de donde provenían los golpes. Pierre se puso al lado de la cristalera que daba a la puerta. Me guiñó un ojo, nervioso. Yo asentí.

—¿Quién va? —mi voz sonaba quebrada.

Por un momento los golpes cesaron. Se escuchó un breve carraspeo y una voz chillona y cursi, pero masculina, comenzó a parlotear.

—¡He aquí la autoridad!, ¡abran, por favor!

Miré a mis espaldas y vi todo el pasillo envuelto en una niebla de polvo y suciedad. La repisa más larga de la sala, que estaba estrellada encima de otra más pequeña, y la poca luz que entraba por las ventanas interiores, hacían que la desolación se meciera aún más entre tanto desastre. Estaba asustado.

—Ahora sé que no fue una buena idea venir aquí —me susurró Pierre agitado y nervioso.

El Francés cerró los ojos con rabia, se mordió el labio con fuerza y escupió al suelo en dos ocasiones. Pareció que aquello le hizo recobrar la compostura; tiñó su mal semblante con una irónica mirada y me apartó con cuidado de su lado. Se guardó un puñal en la espalda, en el pantalón, escondido tras la chaqueta.

Abrió la puerta. Yo estaba justo detrás de él.

—Buenos días, señor. Me manda el sargento Novell. Me pide que le diga que quiere que vaya usted a verle al cuartel ahora mismo. —Un joven guardia civil, delgado y con tendones en el cuello como trenzas de cuero reseco, se cuadró delante del Francés, derecho como un palo, de manera que una barbilla puntiaguda y barbilampiña descollaba por delante de una chata nariz amorfa y obtusa.

—¿Yo? —dijo Pierre.

El joven agente parecía ofendido. Sin mover un ápice su postura elevó la voz lo máximo que pudo. En vez de mirarnos, se quedaba con la vista fija hacia el cielo, como un cazador que tiene el ojo avizor puesto en una presa.

—Usted es el joyero, ¿no? —dijo arrogante y seguro de sí mismo.

Pierre, en aquel momento, se dio la vuelta y me miró divertido. Una pizca de locura se escapaba de sus ojos. En un acto reflejo me puse por delante del Francés. El aire de la calle era cálido.

—Él es mi tío… —dije señalando al Francés—, mi tío Pierre. Venimos a recoger unas cosas…, nos íbamos ya…

De nuevo apareció la voz chillona y cursi del guardia civil. Era sorprendente cómo se mantenía impasible, clavado en el mismo sitio. Daba la impresión de que no se movería de allí así le fuera la vida en ello.

—¿Y quién es usted? —preguntó.

—Mi nombre es Adiel, mi tutor es el joyero… —intenté no parecer muy preocupado—, ¿es a mi tutor a quien busca?

De reojo pude ver cómo Pierre se encendía un cigarrillo y entornaba un poco la puerta ocultando la entradita de la joyería. El guardia civil en realidad era un casto, santo y bienaventurado aprendiz de sabueso. Lo peor de lo peor.

—¿Y usted quién es? —dijo señalando de nuevo al Francés.

—Se lo ha dicho mi sobrino, agente —contestó el aludido suavemente, con ironía—. ¿O es que no se acuerda ya?

Casi me meo encima del susto. Por un instante creí ver al Francés saltar encima del pobre infeliz. Respiré de golpe un millón de aires.

—Mi tutor se encuentra en La Capital. Hace unos días que se fue… por un asunto. Estoy en casa de mi tío Pierre, en la ciudad; hasta que volvamos mi…

—No me interesa nada —interrumpió el policía—, el sargento me ha pedido que venga a avisar al joyero…

—¡Pero es al joyero a quien busca!, a mi tutor, ¿no?, y él no está…

—Acompáñenme de todas maneras —insistía—. Yo no sé nada. Por favor, dense prisa.

Presentía que no iba a ver a mi enamorada Dulce. Presentía que aquellas noches de pesadillas eran el preludio de un viejo dilema que me atormentaría toda mi vida. A pesar del dolor, profundo, real e insufrible que me provocaba la incertidumbre de mis presentimientos, estaba feliz. Sentía la cercanía de su aliento; y eso me hacía sentirme feliz.

El cuartel era una gran casa de un blanco de cal, sol y agua. Los geranios empezaban a oler en el balcón principal, donde ondeaban unos calzoncillos, unas camisas y unos pantalones a modo de bandera. Ni siquiera en la garita de la entrada había un perro que pudiese gritar el santo y seña cuando olfatease a algún intruso. Más que un cuartel, parecía una casa de citas.

El joven guardia nos llevó hasta la cocina. Allí sentado estaba el sargento Novell, con una servilleta pringosa anudada en el cuello. La estancia era demasiado grande, de techo muy alto, desmesuradamente alto. Olía a fritanga y a café. Una mujer regordeta, con un delantal de lunares rojos, se afanaba en los peroles que tenía sobre el fogón, meneando las caderas al ritmo que le convenía a la espumadera.

—¡Ya me extrañaba que el señor Donabella hubiese regresado ya! —se apresuró a decir el sargento, levantándose de la silla—. ¿Van muy avanzadas las obras en la joyería?, ¿eres tú el capataz?

Nos quedamos de piedra. El joven guardia levantó la cabeza, empezó a sudar y con un evidente tartamudeo le dijo quiénes éramos.

—Son el tu… tu… tu… tutelado del jo… jo… joyero y… y… y… y su tío, ¡señor!

—Vaya, es verdad —dijo el sargento tras un instante—. Ya te reconozco…, dormiste en el calabozo por el asunto del padre Benito…, yo mismo te interrogué durante horas… Vaya asunto feo aquel…, todavía nada de nada… Ya, ya… ¿Cómo te va, Adiel? Ya me contó el viernes pasado el señor Donabella que estabas en La Capital, con un familiar…, mientras terminan las obras.

El sonido de las tripas del sargento contrastaba con el que hacía mi respiración.

—De todas maneras, tenía que veros, al menos a ti, Adiel, el señor Donabella me dijo que seguramente vendrías un día de estos, insistió mucho en que te viera para darte una cosa… —El sargento parecía estar pensando en algo—. ¿Dónde lo metí?…

La mujer regordeta colocó en mitad de la mesa unos pichones fritos con ajetes y manteca de cerdo, media docena de huevos enterrados en tomate y casi tres cuartos de costillar de cordero a la plancha. Vino y pan. Mucho pan.

—Bueno, no creo que pase nada si primeramente desayunarnos, ¿no? —El sargento, antes de bendecir la mesa, ya colaba tres costillas en su estómago—. Ahora dime, Adiel —masticaba y hablaba al mismo tiempo—, ¿qué tal las cosas por La Capital? Es duro estar lejos de tu hogar, ¿verdad?

—Sí, ya lo creo… —contesté, sentándome al lado de Pierre, con un nudo en la garganta—. La ciudad no está hecha para mí.

El sargento ofreció con sus manos grasientas un pichón a cada uno de nosotros. Pierre empezó a trocear con las manos el ave. Yo no podía pegar bocado.

—¿Qué se cuenta el bueno de Tito? —preguntó Pierre en un tono que pretendía sonar indiferente—. ¿Por dónde para ahora?

—Seguirá en la residencia, o en un hospital, o una clínica, supongo. Me contó que su hermana lo estaba pasando bastante mal con lo de su riñón. Esas cosas son muy delicadas, ya se lo decía yo…

Era indudable que Tito Donabella le había vendido una buena historia para que no sospechase de él, de mí; de todo.

—Lo que no entiendo es cómo pretende avanzar en las obras de la joyería… de esa manera, ¿sabes a lo que me refiero?

Pierre negó con la cabeza.

—Sí, hombre, sí…, solo vinieron los trabajadores una vez que yo sepa, armaron un alboroto de la leche con el mazo…, una mañana, y ya está… No han vuelto a venir desde entonces… ¡Las obras hay que comenzarlas y no parar hasta que se terminen!, si no son un fracaso… Ya se lo decía yo…

—Pero él estuvo antes de ayer aquí, ¿no?

—Sí, claro, claro que estuvo…, pero… ¿de qué le sirve venir a revisar las obras si no tiene obreros que le trabajen?

—Es un sinsentido…

—Ya se lo decía yo…, él me ha dicho que pronto contrataría a obreros de La Capital, por eso en un principio creía que erais vosotros los obreros —el sargento soltó una risotada que a punto estuvo de atragantarle—. Aquí hay tan buenos trabajadores como en La Capital, no sé esa manía de contratar gente de fuera…

—Manías.

—Sí, sí…, ya se lo decía yo…

Al sargento no pareció importarle demasiado que no probara bocado. Al contrario, se alegró al ver cómo su buche era saciado con las sobras de otros polluelos. El Francés empezó a hablar animadamente con él sobre temas muy triviales y mundanos. El pobre guardia era el vivo retrato del ridículo. Su cara era un poema, los mofletes estaban colorados y repletos de aceite. Sonreía atorado y harto. En la cocina no quedaba ya rastro de comida cocinada.

—Bueno, sargento Novell…

—Puede llamarme «Nov» a secas —apuntó al Francés con una tos nerviosa—, así es como me llaman los amigos.

—¿Nov?… Nov, ha sido un placer compartir esta mañana contigo, con tan buena comida y mejor compañía. Pero debemos irnos, ¿no tenía algo por ahí que darnos del señor Donabella?

El sargento se levantó de la silla y estalló en una sonora carcajada. Le rodeamos porque pensábamos que se caía al suelo. Se había colocado detrás de la mesa, ante la vieja chimenea inservible, e intentaba agacharse a coger algo. Su ataque de risa no parecía terminar. Me miraba con la inquietud de alguien a quien no reconocía. Estaba borracho perdido.

—Aquí tienes…

Una vieja fotografía envuelta en una servilleta.

La cabeza me parecía a punto de explotar. Mi cuerpo oscilaba como un péndulo, de un lado a otro. Salimos del cuartel con la sensación de que habíamos estado en una cárcel de juguete. En un penal donde el chocolate te lo servían caliente y a última hora de la noche.

El viento había cambiado de dirección, ahora soplaba del norte.

La esperanza cambió de muda, se tiñó de negro.

Other books

One Dangerous Lady by Jane Stanton Hitchcock
Winning Dawn by Thayer King
Un día perfecto by Ira Levin
An Unlikely Alliance by Patricia Bray
Angry Ghosts by F. Allen Farnham
Jack by Amanda Anderson
Shadows & Tall Trees by Michael Kelly