Llegué al séptimo piso, donde una pareja de jóvenes fanáticos de Henry Fielding se atareaba intercambiando cromos de chicles.
—Te cambio una Sophia por una Amelia.
—¡Que te den! —respondió indignado su amigo—. Si quieres a Sophia, tendrás que darme un Allworthy además de un Tom Jones, ¡
así como
la Amelia!
Su amigo, al comprender la rareza de una Sophia, aceptó renuentemente. Se completó el acuerdo y corrieron escaleras abajo para buscar tapacubos. Comparé un número con la dirección que me había dado Tamworth y llamé a una puerta cubierta con pintura color melocotón y descascarillada. La abrió cautelosamente un hombre de unos ochenta años. Se medió ocultaba la cara con una mano arrugada y yo le mostré mi placa.
—Usted debe de ser Next —dijo con voz bastante vivaz para su edad.
Pase del chiste viejo
[1]
y entré. Tamworth miraba a través de unos binoculares a una habitación en el edificio opuesto y me saludó con la mano sin apartar la vista. Volví a mirar al anciano y sonreí.
—Llámeme Thursday.
Pareció contento de oírlo y me dio la mano.
—Me llamo Snood; puede llamarme en junio
[2]
.
—¿Snood? —repetí—. ¿Algún parentesco con Filbert?
El anciano asintió.
—Filbert, ah, sí —murmuró—. ¡Un buen chico y un buen hijo para su padre!
Filbert Snood era el único hombre que me había interesado incluso remotamente desde que había abandonado a Landen diez años antes. Snood había sido miembro de la CronoGuardia; se fue a una misión a Tewkesbury y no regresó nunca. Recibí una llamada de su oficial al mando explicándome que había quedado retenido ineludiblemente. Supuse que eso significaba que había otra chica. Me dolió en su momento, pero no había estado enamorada de Filbert. Estaba segura porque sí
había
estado enamorada de Landen. Cuando ya has estado allí ya sabes cómo es, como ver un Turner o ir de paseo por la costa oeste de Irlanda.
—
¿Es usted su padre?
Snood se fue a la cocina, pero no iba a permitir que escapase.
—Bien, ¿cómo está? ¿Dónde vive hoy en día?
El anciano jugueteó con la tetera.
—Me resulta difícil hablar de Filbert —anunció tras un rato, limpiándose la comisura de la boca con un pañuelo—. ¡Fue hace
tanto
tiempo!
—¿Está muerto? —pregunté.
—Oh, no —murmuró el anciano—. No está muerto; creo que le dijeron que estaba retenido ineludiblemente, ¿no?
—Sí. Pensé que había encontrado a otra persona o a otra cosa.
—Creímos que lo comprendería; su padre pertenecía o pertenece, supongo, a la CronoGuardia y nosotros empleamos ciertos… veamos…
eufemismos
.
Me miró atentamente con límpidos ojos azules tras párpados pesados. El corazón me latió con fuerza.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
El anciano consideró decir algo más pero luego guardó silencio, se detuvo un momento y luego volvió al salón a marcar cintas de vídeo. Evidentemente la cosa era más complicada que una chica en Tewkesbury, pero tenía al tiempo de mi parte. Dejé la cuestión.
La pausa me ofreció una oportunidad de dar un vistazo a la sala. Una mesa sostenida por caballetes contra una pared húmeda estaba cubierta de equipo de vigilancia. Una grabadora Revox de bobina a bobina giraba junto a una caja de mezclas que colocaba los siete micrófonos de la habitación opuesta y la línea de teléfono en ocho pistas diferentes de la cinta. Frente a la ventana había dos binoculares, una cámara con un potente teleobjetivo y junto a ésta una cámara de vídeo grabando a cámara lenta en una cinta de diez horas.
Tamworth apartó la vista de los binoculares.
—Bienvenida, Thursday. ¡Ven y echa un vistazo!
Miré por los binoculares. En el piso opuesto, ni a treinta metros de distancia, podía ver a un hombre bien vestido de unos cincuenta años con rostro ojeroso y expresión de preocupación. Parecía hablar por teléfono.
—No es él.
Tamworth sonrió.
—Lo sé. Es su hermano, Styx. Supimos de él esta mañana. OE-14 iba a pillarle, pero el
nuestro
es un pez mucho más gordo; llamé a OE-1, que intervino a nuestro favor; Styx es por el momento responsabilidad nuestra. Escucha.
Me pasó los auriculares y volví a mirar por los binoculares. El hermano de Hades estaba sentado ante una enorme mesa de nogal repasando un ejemplar de
Compraventa de coches de Londres y distrito
. Mientras yo miraba, se detuvo, tomó el teléfono y marcó un número.
—¿Hola? —dijo Styx al teléfono.
—¿Hola? —respondió una mujer de mediana edad, la receptora de la llamada.
—¿Tiene a la venta un Chevrolet de 1976?
—¿Compra un coche? —le pregunté a Tamworth.
—Sigue escuchando. Aparentemente a la misma hora todas las semanas. Regular como un reloj.
—Sólo tiene ciento treinta y dos mil kilómetros —siguió diciendo la dama—, y corre bastante bien. Pasó la revisión y los impuestos están pagados hasta fin de año.
—Suena
perfecto
—respondió Styx—. Estoy dispuesto a pagar en efectivo. ¿Lo reservará para mí? Me llevará una hora. Está en Clapham, ¿no?
La mujer aceptó, y le dio una dirección que Styx no se molestó en apuntar. Reafirmó su interés y luego colgó, sólo para llamar a un número diferente por otro coche en Hounslow. Me quité los auriculares y retiré el conector para poder oír la voz nasal de Styx por los altavoces.
—¿Cuánto tiempo lo hace?
—Según los registros de OE-14, hasta que se aburre. Seis horas, en ocasiones ocho. Tampoco es el único. Cualquiera que alguna vez haya vendido un coche recibe al menos una llamada de alguien como Styx. Toma, para ti.
Me pasó una caja de munición con balas expansivas desarrolladas para provocar el máximo daño interno.
—¿Qué es el tipo? ¿Un búfalo?
Pero a Tamworth no le hizo gracia.
—Aquí nos enfrentamos a algo
muy
diferente, Thursday. Rézale al DEG no tener que usarlas nunca, pero si tienes que hacerlo, no vaciles. Nuestro hombre no concede segundas oportunidades.
Saqué el cargador de mi automática y lo recargué, y también el de repuesto que llevaba conmigo, dejando una bala normal la primera en caso de una comprobación de OE-1. En el piso, Styx había marcado otro número en Ruislip.
—¿Hola? —respondió el desafortunado propietario de un coche al otro extremo de la línea.
—Sí, vi su anuncio de un Ford Granda en el
Compraventa
de hoy dijo Styx—. ¿Está a la venta?
Styx recibió la dirección del propietario, prometió llegar en diez minutos, colgó el teléfono y luego se frotó encantado las manos, riendo como un niño. Cruzó el anuncio con una línea y pasó al siguiente.
—Ni siquiera tiene carné de conducir —dijo Tamworth desde el otro extremo de la sala—. Pasa el resto de su tiempo robando bolígrafos, haciendo que los dispositivos eléctricos fallen
después
de que expire la garantía y rayando discos en las tiendas.
—Un poco infantil, ¿no?
—Diría yo —respondió Tamworth—. Le posee cierta cantidad de maldad, pero nada comparado con su hermano.
—Bien, ¿cuál es la conexión entre Styx y el manuscrito
Chuzzlewit
?
—Sospechamos que podría tenerlo en su poder. Según los registros de vigilancia de OE-14, vino con un paquete la noche del robo en Gad’s Hill. Soy el primero en admitir que las posibilidades son remotas, pero es la mejor prueba de
su
paradero en estos últimos tres años. Es hora de que se deje ver.
—¿Ha pedido rescate por el manuscrito? —pregunté.
—No, pero todavía es pronto. Puede que no sea tan simple como creemos. Nuestro hombre posee un CI estimado de 180, así que la simple extorsión puede que le resulte demasiado fácil.
Snood vino y se sentó ligeramente nervioso frente a los binoculares, se puso los auriculares y los conectó. Tamworth tomó sus llaves y me entregó un libro.
—Tengo que reunirme con mi equivalente en OE-4. Será como una hora. Si pasa algo, llámame al busca. Mi número está en el uno de marcación rápida. Échale un vistazo a esto si te aburres.
Miré el pequeño libro que me había dado. Era
Jane Eyre
de Charlotte Brontë, encuadernado en cuero rojo.
—¿Quién te lo dijo? —pregunté con brusquedad.
—¿Quién me dijo qué? —respondió Tamworth, sinceramente sorprendido.
—Es solo que… he leído mucho este libro. Cuando era más joven. Lo conozco muy bien.
—¿Y te gusta el final?
Pensé durante un momento. El clímax bastante fallido del libro era causa de muchas amarguras en los círculos de Brontë. El acuerdo general era que si Jane hubiese regresado a Thornfield Hall y se hubiese casado con Rochester, el libro podría haber sido mucho mejor de lo que era.
—A nadie le gusta el final, Tamworth. Pero hay mucho dentro a pesar de eso.
—Entonces releerlo será especialmente instructivo, ¿no es así?
Llamaron a la puerta. Tamworth abrió y entró un hombre que era todo hombros sin cuello.
—¡Justo a tiempo! —dijo Tamworth, mirando el reloj—. Thursday Next, este es Buckett. Es temporal hasta que consiga un reemplazo.
Sonrió y se fue.
Buckett y yo nos dimos la mano. Sonrió con tristeza, como si no le gustasen este tipo de trabajos. Me dijo que estaba encantado de conocerme, y luego se fue a donde Snood para hablar de los resultados de las carreras de caballos.
Golpeé con los dedos el ejemplar de
Jane Eyre
que me había dado Tamworth y me lo metí en el bolsillo del pecho. Recogí las tazas de café y las llevé a la habitación hasta el fregadero de esmalte agrietado. Buckett apareció a la puerta.
—Tamworth dice que eras de detectives literarios.
—Tamworth tiene razón.
—Yo quería pertenecer a detectives literarios.
—¿Sí? —respondí, comprobando que en el frigorífico no había nada que no hubiese caducado hacía un año.
—Sí. Pero dijeron que había que leer un libro o dos.
—Eso ayuda.
Llamaron a la puerta y Buckett instintivamente fue a coger la pistola. Estaba más nervioso de lo que parecía.
—Calma, Buckett. Me ocupo yo.
Se unió a mí en la puerta y soltó el seguro de la pistola. Le miré y él asintió como respuesta.
—¿Quién es? —dije sin abrir la puerta.
—¡Hola! —respondió la voz—. Mi nombre es Edmund Capillary. ¿Se ha parado a preguntarse alguna vez si fue
realmente
William Shakespeare el que escribió esas obras maravillosas?
Los dos respiramos aliviados y Buckett volvió a poner el seguro de su automática, murmurando:
—¡Malditos baconianos!
—Calma —respondí—, no es ilegal.
—Peor me lo pones.
—Calla.
Abrí la puerta con la cadena secundaria puesta y me encontré a un hombre pequeño con un traje arrugado de pana. Sostenía una identificación desgastada para que la viese y amablemente levantó el sombrero con sonrisa nerviosa. Los baconianos estaban bastante locos, pero en general eran muy inofensivos. Su propósito en la vida era demostrar que Francis Bacon, y no Will Shakespeare, había escrito las grandes obras de la lengua inglesa. Bacon, creían, no había recibido el crédito que merecía por derecho y hacían campaña interminable por corregir esa supuesta injusticia.
—¡Hola! —dijo el baconiano con alegría—. ¿Puedo ocupar un momento de su tiempo?
Respondí lentamente:
—Si espera que crea que un abogado escribió
El sueño de una noche de verano
, entonces debo de ser más estúpida de lo que parezco.
El baconiano no se mostró desanimado. Evidentemente le gustaba pelear un mal argumento; en la vida real lo más probable es que fuese un abogado de accidentes.
—No tan estúpido como suponer que un colegial de Warwickshire casi sin educación pudiese escribir obras que no sólo pertenecían a su época sino a la eternidad.
—No hay pruebas de que careciese de educación formal —respondí tranquilamente, de pronto disfrutando. Buckett quería que me deshiciese de él, pero pasé de sus gestos.
—Cierto —siguió diciendo el baconiano—, pero yo argumentaría que el Shakespeare de Stratford
no
era el mismo hombre que el Shakespeare de Londres.
Era una aproximación interesante. Hice una pausa y Edmund Capillary aprovechó la oportunidad de atacar. Se lanzó casi automáticamente a un discurso bien ensayado.
—El Shakespeare de Stratford era un comerciante de grano con dinero y compraba casas mientras al Shakespeare de Londres lo perseguían los recaudadores de impuestos por sumas pequeñas. Los recaudadores lo localizaron en una ocasión en Sussex, en 1600; entonces, ¿por qué no actuar contra él en Stratford?
—Dígame.
Ahora estaba en marcha.
—No hay registros de que nadie en Stratford tuviese alguna idea de su éxito literario. No se sabe que comprase libros, escribiese cartas o hiciese cualquier otra cosa excepto ser traficante de productos en saco: grano, malta y demás.
El pequeño hombre parecía triunfante.
—Bien, ¿dónde encaja Bacon en todo esto? —le pregunté.
—Francis Bacon era un escritor isabelino al que su familia obligó a convertirse en abogado y político. Como el hecho de asociarse con algo como el teatro hubiese sido mal visto, Bacon tuvo que conseguir la ayuda de un actor pobre llamado Shakespeare para que actuase como su testaferro… La historia erróneamente ha conectado a los dos Shakespeare para añadir validez a una fábula que por demás carece de sustancia.
—¿Y la prueba?
—Hall y Marston, ambos escritores satíricos isabelinos, creían firmemente que Bacon era el verdadero autor de «Venus y Adonis» y «La violación de Lucrecia». Tengo aquí un panfleto que amplía la cuestión. Hay más detalles disponibles en nuestras reuniones mensuales; nos solíamos reunir en el ayuntamiento, pero el ala radical de los «Nuevos Marlovianos» nos puso una bomba la semana pasada. No sé dónde nos reuniremos la próxima semana. Pero si me da su nombre y su número, estaremos en contacto.
Su rostro era serio y estaba cargado de suficiencia; creía haberme pillado. Decidí sacar mi as de la manga.
—¿Qué hay del testamento?
—¿El testamento? —repitió, ligeramente nervioso. Era evidente que había esperado que no lo mencionase.
—Sí —seguí diciendo—. Si Shakespeare era
realmente
dos personas, entonces, ¿por qué iba el Shakespeare de Stratford a mencionar en su testamento a los colegas de teatro del Shakespeare de Londres: Condell, Heming y Burbage?