El caso de la viuda negra (18 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de la viuda negra
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Heredia hizo una mueca como si eso no fuera con él y contestó:

—No sé, es hombre que viaja a menudo, la verdad.

—¿No vas a colaborar? ¿Permitirás que se dé la gran vida por ahí mientras tú pagas la culpa?

Vas a morir, Heredia, y él se beneficiará de la herencia de la viuda del marqués y, por añadidura, se hará con los cinco anillos. No te tenía por tan tonto, la verdad.

El preso quedó pensativo por unos segundos.

—Hablaba usted de un trato...

—Sí, el comisario Buendía me ha autorizado a decirte que si nos ayudas podría conmutarse la pena capital por la cadena perpetua.

—Menudo consuelo.

—No, no, espera. Se te enviaría a una prisión de Cuba, el penal de La Trinidad. Se trata de un lugar paradisíaco, y aunque nunca es fácil vivir en prisión, dejan a los reclusos salir todos los días al aire libre para trabajar en una plantación. A veces incluso se bañan en la playa. El clima es maravilloso allí, y quién sabe...

—¿Está insinuando que podría fugarme de allí?

—Yo no he dicho eso, Heredia, simplemente te planteo una alternativa mejor que la muerte.

Además, ten por seguro que De la Rubia intentará eliminarte. Tengo la tentación de dejarte en libertad y hacer correr el bulo de que has cantado. Cuando se sepan los detalles del caso, nadie creerá que lo hemos averiguado nosotros solos, pensarán que has hablado y tu vida no valdrá una peseta, irá a por ti. Ya viste lo que le ocurrió al doctor.

—De la Rubia no me contaba nunca los detalles, es un tipo desconfiado y decía que cuanto menos supiera, mejor.

—¿Eso es un sí? ¿Colaborarás?

—Sí. ¿Acaso tengo otra opción?

—Bien; ¿dónde se esconde?

—Hay un sitio, pero no es tonto y lo abandonaría cuando nos detuvieron a mí y al doctor.

—Da igual, algo es algo; ¿dónde?

—En una fonda, más allá de la calle de Valencia, junto a la fábrica de salitre; le llaman casa Adela y...

Antes de que el reo pudiera continuar, los dos policías volaban escaleras arriba.

El cuarto que ocupaba Eduardo de la Rubia era pequeño y estaba muy desordenado. Siempre bajo la vigilancia de la patrona, Víctor y don Alfredo comprobaron que el pájaro había volado no hacía mucho. Había restos de comida sobre la mesa y una botella de vino abierta. Víctor desmenuzó el pan con los dedos y concluyó:

—Como mucho, de ayer. Hemos estado cerca, maldita sea.

Había botellas de vino semivacías y multitud de libros tirados aquí y allá. Eran de temática variada. Desde tratados de Medicina hasta poesía en francés o incluso novelas en inglés que Víctor examinó con cierta curiosidad.

Blázquez sostenía en la mano un repujado ejemplar de Ricardo III en inglés; mirándolo con extrañeza, comentó:

—Creo que este rival sí que está a la altura, Víctor.

—Demasiado, me temo. Un tipo inteligente. Y leído. Don Alfredo se dirigió a la dueña, una mujer entrada en años, delgada y muy alta, con el moño teñido con alheña:

—Perdone, señora; ¿le ha visto usted hoy?

—¿Al pelirrojo? No, pero aquí entra y sale mucha gente. Ayer sí que le vi, por la tarde. Es una pena que se haya ido, era buen pagador.

Víctor recorrió el cuarto mirando con atención a través de una lupa. Inspeccionó la mesa, la silla, incluso se tumbó para analizar de cerca el desvencijado suelo de madera. Un gesto de fastidio en su rostro denotaba que no había suerte. Miró con detalle algunas ropas del fugado que había en un arcón y, tras inspeccionar un gabán, emitió un gruñido de satisfacción. En el bolsillo había algo:

—¡Un horario de trenes! —exclamó Víctor tendiendo la cartulina a don Alfredo.

—Córdoba —informó éste tras inspeccionarlo.

Capítulo 13

—¡Don Horacio, don Horacio! —llamó una voz al comisario, cuando descendía del coche, acompañado por su esposa, a la puerta del Teatro de la Opera.

Eran los inspectores Ros y Blázquez.

—¿Pero es que nunca descansan ustedes dos?

El comisario se disponía a escuchar a Julián Gayarre, el tenor que con su voz había conquistado Madrid, y aquellos dos locos no cesaban de importunarle.

—Hemos localizado el último escondrijo de Eduardo de la Rubia, un cuarto en una pensión de las afueras; nos lo dijo Heredia —aclaró Víctor.

—Espérame dentro, querida, ahora mismo voy —indicó El Mastín, para hacer un aparte con sus hombres.

—¿Han encontrado algo?

—Sólo esto. El pájaro voló ayer —contestó Víctor mientras tendía una cartulina al comisario con el horario de trenes.

Don Horacio comprobó que alguien había subrayado las salidas hacia Córdoba.

—Va a por Sousa y el anillo.

—En efecto —convino Ros.

—Deben ir ustedes o, al menos, uno de ustedes. Ros, dijo que sabía cómo averiguar si Lucía Alonso había eliminado a su marido.

—Sí, así es.

—Y supongo que para ello deberá ir a Córdoba.

—Así es. Debemos ser discretos y que De la Rubia no sepa que le buscamos, creerá que lo hemos dado por muerto.

—Pues bien, vaya usted e intentaremos matar dos pájaros de un tiro. Salve al tal Sousa y mire lo de la viudita, espero que se equivoque en esto último y que la joven sea inocente. Manténgase en contacto con don Alfredo, él me tendrá informado. Buenas noches.

—Don Horacio... —comenzó Víctor.

El comisario se volvió hacia su subordinado:

—¿Sí?

—La única manera de saber si envenenaron al marqués puede resultar un tanto... traumática.

—Hágalo con discreción, joven, hágalo con discreción y no me dé más disgustos con sus excentricidades, que bastante tengo con el asunto de la dichosa boda.

Víctor entró en casa y se sintió cómodo. Era un hogar acogedor y la cálida luz que iluminaba el recibidor le hizo sentirse a salvo. Fuera hacía demasiado frío. Se miró al espejo y se vio cansado, con ojeras. Tenía que hablar con Clara. Sobre la mesita que había bajo el espejo, en una cesta de mimbre, estaba depositado el correo. Nada importante, excepto un telegrama. Era de Fitzgerald. Lo abrió con premura y leyó: «Gestión en la Embajada: Lewis viajó a Córdoba.»

Víctor sintió cómo la sorpresa y quizá el miedo se apoderaban de él. ¡Córdoba! ¿Quién sería el tal Lewis que lo había seguido por las calles de Madrid? ¿Un enviado de los radicales de Oviedo para pasarle factura por su actuación en el pasado? ¿Un rosacruz? Quizá fuera un cómplice de De la Rubia...

Aquel misterioso inglés se le adelantaba; él había sabido hacía unas horas que tenía que ir a Córdoba, mientras que el inglés había partido hacia allí varios días antes. No quiso pensar más en ello. Estaba cansado. Subió los peldaños y entró en el dormitorio. Clara y la niña dormían. Encendió tenuemente un quinqué y se quitó la chaqueta y los zapatos.

—¿Ya has llegado? —murmuró Clara con voz somnolienta:

—Tengo que hablar contigo.

Ella se incorporó restregándose los ojos.

—Mañana me voy a Córdoba. ¿Podrás arreglártelas sola?

—Claro, Víctor, estoy embarazada, no inválida.

—Sí, claro —asintió pensativo—. ¿Podría venir tu madre? Sólo mientras estoy fuera.

—Si eso te tranquiliza...

—Sí, gracias. ¿Sabes?, De la Rubia, el pelirrojo, está vivo.

—¿Cómo?

Estaba un poco adormilada, pero aquello le hizo incorporarse.

—Sí, es cataléptico, una enfermedad que consiste en...

—Víctor, sé lo que es la catalepsia —le interrumpió ella frotándose de nuevo los ojos.

—Ya, bueno. El caso es que se las apañó para que su cómplice matara al coronel mientras él ingería una droga, al parecer extracto de beleño, que le provocó un ataque. No sé si me sigues.

—Estoy despierta, Víctor.

—Bien, el pelirrojo ingresó aparentemente cadáver en el depósito; cuando pasó el efecto de la droga y despertó, seccionó el dedo del coronel y luego volvió a tomar otra dosis. Al día siguiente lo enterraron y un compinche le exhumó antes de que pudiera asfixiarse.

—¡Madre mía! Pero eso es increíble. ¿Cómo lo has descubierto?

—Un poco de suerte y mucho trabajo. Una tía suya me puso sobre la pista y luego hice unos experimentos en el desván. Entre las cosas del coronel había una lista de cinco nombres, cinco miembros de los rosacruces que poseían al parecer cinco anillos idénticos. Ese condenado pelirrojo se ha hecho ya con cuatro de ellos. Los cuatro caballeros han muerto y sólo queda uno, un tal Agustín Sousa para el que trabajó de secretario.

—Y vive en Córdoba.

—Exacto.

—Ve.

—Ya. Lo sé. No termino de entender por qué esos anillos son tan importantes y por qué pretende reunirlos, pero es evidente que deben de proporcionar a quien los tenga una buena suma. De no ser así, De la Rubia no se hubiera tomado tanto trabajo.

—Me parece razonable, sí.

Hubo un silencio.

—Hay otra cosa que quiero decirte. Se trata de Lucía Alonso. Clara Alvear puso cara de pocos amigos. El detective inspiró aire antes de decir:

—Mira, cariño, ese tipo, De la Rubia, es inteligentísimo. Yo leí las cartas que se enviaban él y Lucía.

—Mal hecho, y lo sabes.

—No, querida, no. Es mi trabajo. No te imaginas cómo es ese hombre. Está acostumbrado a tratar con prostitutas, timadores y asesinos, pero tuvo una buena educación, supo cómo acercarse a una dama como Lucía. La conoció un verano en Córdoba, ella estaba allí con su marido. Deberías haber leído las cartas, sabe cómo llegar al corazón de una mujer. Si hubiera utilizado su genio para otros menesteres distintos al delito, nos hallaríamos ante un gran poeta, un médico notable o un excelente abogado. La fue conquistando poco a poco, con halagos, pequeños requiebros, poemas.

Sabía cómo hacerlo, ella era una joven hermosa casada con un anciano y una mujer que no sabía nada de la vida, venía de un internado y no había conocido el amor romántico. Necesitaba, como toda mujer, vivir un amor como aquél.

—Sí, como yo.

—¡Clara, por Dios, no digas tonterías! Este hombre es un lince, no te haces siquiera una idea. Supo enamorarla y la hizo caer. Luego, por algún motivo, ella le devolvió las cartas dando por terminada la relación. Supongo que la muerte del marqués fue el detonante.

—¿Sigues pensando que lo envenenaron?

—Hablé con don Higinio Martínez, el médico personal del marqués. En el último año experimentó ciertos síntomas.

—Era un anciano, Víctor.

—Síntomas de envenenamiento por plomo, saturnismo. Hasta ese momento había gozado de buena salud y los síntomas coinciden con el comienzo de los amores de Lucía con el pelirrojo. En aquella época ella comenzó a darle un tónico, parece que con objeto de que el anciano... ¡pudiera mantener relaciones sexuales! Es patético; si ella ya tenía intimidad con De la Rubia...

—La atacas así porque es mujer. Si fuera un hombre, no le perseguirías de esa forma.

—¡Si fuera un hombre estaría ya en la cárcel! —gritó él fuera de sí.

—No alces la voz o despertarás a Cecilia. Además, no me convences. Hablas de indicios.

—De la Rubia le insinuaba en las cartas que debían envenenarlo. Por otra parte, los síntomas..., los síntomas se inician cuando ella empieza a suministrarle el tónico. Clara, y yo, yo...

—No crees en casualidades. Lo sé —completó ella con aire cansino.

—Sí, en efecto. Clara, no sé por qué, pero la mayoría de las veces acierto, no sé cómo, pero hay ocasiones en que percibo algo sobre la gente y resulta ser cierto.

—Intuición.

—Llámalo así.

—No siempre aciertas sobre tus percepciones sobre la gente.

—La mayoría de las veces.

—Ya, como con el amigo de mamá.

—Pues sí, no es de fiar.

—Víctor, a veces te excedes llevando las cosas más allá. Siempre quieres rizar el rizo, ser el más genial de los detectives.

Él quedó pensativo, como encajando el golpe.

—Yo no soy así, Clara. Y deberías saberlo. No hago las cosas buscando la gloria. El mundo está lleno de monstruos y mi deber es quitarlos de en medio. Yo adquirí ciertas capacidades en el pasado por una vía reprobable sin saberlo, y siempre estaré en deuda con la humanidad por ello. Siempre lo recordaré, siempre. ¿Sabes?, cuando cierro los ojos veo la cara de Lola y de tantas y tantas jóvenes asesinadas. No quiero un mundo así para mi hija, un mundo lleno de monstruos, y tú pareces no comprenderme. Mañana me voy, tengo dos asuntos pendientes en Córdoba y no son precisamente sencillos, uno es capturar a De la Rubia y el otro averiguar si Lucía es, como dices, inocente.

Necesito sentir que me apoyas, que me comprendes.

Silencio.

—Bien. Dormiré en el sofá del salón. Buenas noches.

Ella ni siquiera le contestó; se dio vuelta en la cama para seguir durmiendo.

Segunda Parte
Capítulo 14

Toledo. Finales de enero

Los cuatro jugadores parecían ensimismados en la partida de tute, aunque uno de ellos miraba de vez en cuando hacia el fondo del local, donde un misterioso desconocido bebía un café con leche a pequeños tragos sin quitarles la vista de encima. La Fonda del Rulo, situada en el callejón de San Ginés, en pleno centro de Toledo, estaba hasta los topes. Eran muchos los parroquianos allí reunidos huyendo del frío de la noche castellana.

—Ese petimetre no nos quita ojo —dijo uno de los jugadores.

—No hagas caso —contestó el más joven de los cuatro, un hombre moreno, de estatura media, bien formado y de rostro agraciado.

La camarera se acercó a traer otra jarra de vino haciendo monerías y lanzando miradas ardientes al joven bien parecido. El desconocido no perdía detalle. Iba bien vestido y se notaba que venía de la ciudad. Vestía un elegante traje de color gris con una discreta corbata azul marino. En la mesa descansaban guantes, bombín y un llamativo bastón. El abrigo negro que había colgado en el perchero era de calidad, sin duda. Un hombre de posibles, pensaron los parroquianos.

—Perdón, ¿es usted Teodoro Garriga? —preguntó el desconocido refiriéndose al joven que jugaba al tute. Se había acercado a ellos sigilosamente.

—¿Quién quiere saberlo? —repuso muy chulesco el interpelado.

—Víctor Ros, inspector de policía, Brigada Metropolitana —dijo el detective al tiempo que mostraba su placa—. Acompáñeme a mi mesa por favor.

Todos quedaron en silencio. Teodoro arrojó sus cartas hacia un lado, como asqueado, a la vez que decía:

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