Sólo un arcón junto a la cama, los muebles típicos de un cuarto de residencia y una lamparita de gas en la pared. En el armario, sólo sus uniformes. No tenía ni un solo traje de paisano.
Las botas, tres pares, estaban limpias, relucientes y dormitaban alineadas en la parte inferior del armario, bajo las guerreras.
El contenido del arca se limitaba a algunos libros, una chilaba, un revólver, un extraño y exótico cuchillo de hoja curva y viejas fotos de las colonias en las que aparecía el coronel de joven: delgado, alto y con la barba bien recortada. No sonreía en ninguna instantánea. Antiguos daguerrotipos de un hombre muerto que comenzaban a adquirir tonalidades de reflejos cobrizos.
Víctor comenzó a repasar los libros: una Biblia, un Quijote y dos novelas en alemán de Goethe.
Entonces reparó en un pequeño volumen. Parecía un diario. Lo abrió. Estaba enteramente en blanco excepto la primera y la última página.
En la inicial había un dibujo: una cruz con una rosa en el centro.
—Rosacruces —murmuró Víctor.
—Ese símbolo —comentó Ramiro— es igual al del anillo del coronel.
—No me sorprende, la verdad —contestó el detective mientras examinaba el cuaderno.
Junto a la cruz había un número: 4578, y en la última página del cuaderno había anotados cinco nombres con otras tantas direcciones:
—Georg Müller, Kopenhagener Strasse, 8, Berlín.
—Archibald Blake, 25 Nether Street, Londres.
—Jozsef Somogyi, 11 Szeher Ut, Budapest.
—Coronel Herminio Ansuátegui, cuartel de Conde Duque, Madrid.
—Agustín Sousa, calle de María Auxiliadora, 2, Córdoba.
Una lista de cinco hombres. ¿Qué querría decir aquello?
Ansuátegui era el cuarto. Pensó en escribir a su amigo el inspector Owen Bownes de Scotland Yard para preguntar por el tal Archibald Blake. Resultaría sencillo averiguar quién era Agustín Sousa, de Córdoba.
Rosacruces.
Debía enterarse de más cosas sobre el pasado del coronel Ansuátegui.
Aquella misma tarde pudo localizar al forense don Melquíades Ruiz en la Fonda de la Cruz de Malta, en la calle de Caballero de Gracia, junto a la banca de Felipe Tuato y la cerrajería-armería de Antonio Tomé. Todo el mundo sabía que el miserable del forense pasaba más tiempo dedicado al vino y al juego en aquel local que en su propio consultorio, por lo que completaba sus exiguos ingresos ejerciendo de forense para la administración. Era a todas luces un fracasado, un maldito para sus estirados compañeros de profesión.
—Buenas tardes a todos —saludó Víctor.
El orondo don Melquíades tuvo que girarse para poder ver al recién llegado.
—¡Hombre, si es don Víctor, la estrella de la Brigada Metropolitana! —dijo el forense con cierto retintín.
Aquel comentario hizo que los tres compañeros de partida del médico dieran un respingo en sus asientos; era evidente que no les hacía gracia verse cerca de un policía. Ninguno de ellos era trigo limpio.
El detective, mirando al de rostro más patibulario de los tres, dijo muy sereno:
—Sabrán ustedes perdonarme, pero don Melquíades tiene que hablar conmigo de un asunto oficial.
Gruñendo porque el inspector le había interrumpido la partida, el forense salió del reservado con Víctor para detenerse en el pasillo junto a una cortina de terciopelo rojo que hacía de aquél un lugar aparentemente tranquilo.
—Usted dirá.
—Quería hacerle unas preguntas sobre el caso del coronel Ansuátegui.
—¡Ah! ¿Es eso? —exclamó Ruiz, mientras Víctor leía el alivio en sus ojos. Definitivamente, aquel tipo no era de fiar—. Lea el informe que redacté —añadió Melquíades.
Víctor le sujetó por el brazo evitando que volviera al reservado. Olía a vino barato.
—Ya lo he leído —repuso muy serio—. Pero he venido a verle a usted por el otro muerto, el mendigo, el pelirrojo.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Y el informe de la autopsia?
Don Melquíades Ruiz le miró, soltó una risita despectiva y preguntó:
—¿Qué autopsia?
—La del mendigo.
El forense estalló en una sonora risotada.
—Inspector, era un mendigo, un don nadie; ¿a quién le importa la muerte de un tirado como ése?
—Ya; no le hizo la autopsia.
—¡Premio para el caballero! —repuso riendo el orondo matasanos, que encontraba aquello divertido, al parecer.
Víctor pensó que aquel tipo le desagradaba. Gordo, de rostro grasiento y grandes patillas, hacía esfuerzos por respirar, como si le faltara el resuello.
—Al menos sabrá usted decirme la causa de la muerte. Otra carcajada del forense le hizo saber que no.
—¿Se fijó en si era realmente un mendigo?
—No se lo pregunté.
—Claro. No me está resultando usted de mucha ayuda.
—¿Y qué? Era un mendigo.
—¿Entró usted el primero en el depósito a la mañana siguiente? Ya sabe, cuando se comprobó que había desaparecido el dedo del coronel.
Melquíades Ruiz dio un respingo.
—Sí, creo que sí.
—¿Y notó usted algo raro?
—No, no, me dirigí al fondo, a dejar mi maletín; entonces oí a ese militar gritar que le faltaba un dedo al muerto.
—Ya; supongo que cuando usted lo dejó la noche antes, el cuerpo estaba intacto.
—Sí.
—¿Llevaba los guantes puestos el coronel cuando usted dejó el depósito la noche anterior?
—En efecto.
—Usted no se los quitó en ningún momento.
—No.
—No es usted precisamente minucioso en su trabajo.
—¿Qué está insinuando? —contestó azorado el forense, que comenzaba a sudar con profusión.
—Creo que está bastante claro: aquella noche ingresaron dos cadáveres en el depósito y usted realizó la friolera de cero autopsias.
—Los militares no me dejaron; además, la causa de la muerte del coronel estaba clara.
—¿Y el pelirrojo?
—Era un don nadie.
—Sí, ya me lo ha dicho usted antes, don Melquíades. Tendrá usted noticias mías. Por cierto, sepa que redactaré un informe detallado sobre su intervención el día de autos. Buenas tardes.
Francisco Martínez de la Rosa no era un mal policía, aunque para Víctor resultaba demasiado rudo, a veces brutal. Era uno de esos tipos que abundaban en el Cuerpo que usaban más la fuerza bruta que el intelecto, tiraban de confidentes y de chismes de comadres o apaleaban en los calabazos al primer sospechoso que se cruzaba con ellos para resolver cualquier caso —Dime, Paco —indicó Víctor al verle entrar en su despacho, sin chaqueta, luciendo un chaleco de mezclilla beige y con las mangas de la camisa arremangadas.
—Ros, me ha dicho don Horacio que estás en el caso de Ansuátegui.
—No, no, el caso es tuyo. Estoy intentando averiguar quién le cortó el dedo, ése es otro asunto.
—Pues eso. Venía a verte porque no sacamos nada en claro. Hemos echado el guante a cuantos radicales conocemos, les hemos apretado las tuercas y no hay noticias de los dos compinches que asesinaron a ese estirado.
Víctor y don Alfredo se miraron.
—Sí, fueron dos —continuó De la Rosa—. Uno disparó y el otro pasó con un carruaje para ayudar al asesino en la fuga.
—Desconocía los detalles —mintió Víctor. No quería que su compañero pensara que estaba metiéndose en un caso que no era suyo.
—Pues han volado. Nadie sabe nada. Ya conoces a esa gentuza de los bajos fondos. Esta mañana creí dar con la pista correcta. Al parecer, un fulano que se jacta de ser anarquista estuvo presumiendo en una tasca de que había acabado con el coronel. Esta misma mañana lo hemos detenido, pero nada, le hemos dado cera de la buena y el tipo dice que era mentira, que lo había dicho para beneficiarse a una golfa y hacerse el gallito. Además, no concuerda con la descripción de ninguno de los implicados, es bajo y de pelo castaño. Yo desisto, dejo el caso, los asesinos deben estar por lo menos en París. No sabes las presiones que estoy recibiendo desde arriba. Quieren resultados y estamos a oscuras. La maldita boda tiene a los jefes desquiciados. Y encima el detenido es un tipo duro, duro de veras. Un desgraciado, eso es lo que es. ¿Quieres hablar con el fulano en cuestión? Seguro que en su ambiente algo se habrá comentado, pero el muy hijo de puta no dice ni mú.
—¿Cómo dices que se llama el detenido?
—Olegario Puig; vino de Sabadell para predicar el anarquismo. Un loco. Peligroso, desde mi punto de vista. Tuvo cierta relación con la gente de El Combate. De hecho, se le llegó a detener por algún que otro desorden. Es más, nos ha llegado por telegrama una orden de Barcelona; parece que un anarquista de allí ha cantado y lo implica en el asesinato del hijo de un industrial en Mataró ocurrido hace siete años. Fue un asunto feo, un niño de siete años secuestrado al que mataron el primer día para seguir extorsionando a la familia como si estuviera vivo. Hijos de puta... En cuanto acabemos, tenemos que enviarlo para allá. ¿Quieres hablar con él?
—Ya. Bueno, aquí mi amigo don Alfredo y un servidor nos íbamos a jugar una partida al dominó, pero antes nos pasaremos a echarle un vistazo a ese detenido tuyo. ¿Dices que no te interesa el caso?
—Quia. Eso es asunto archivado.
—¿Me lo quedo entonces?
—Tuyo es, Ros; si lo resuelves, te invito a comer. Tengo bastante trabajo con el asunto de los falsificadores de Aranjuez.
—Muy bien, entonces.
Antes de acudir a casa Agapito, don Alfredo y Víctor bajaron a los calabozos de Sol para ver a Olegario Puig. Esperaron en la salita de los vigilantes mientras Víctor jugueteaba golpeando con los dedos en una pequeña mesa de madera de pino. Don Alfredo encendió un cigarro.
—Parece un eccehomo —susurró Blázquez a su compañero al ver aparecer al reo.
Le habían dado bien. Tenía un ojo morado, un corte en el labio y los pómulos tumefactos. Se sentó con dificultad en una silla ayudado por un carcelero y los miró con la cabeza ladeada para poder contemplarles con el ojo que le quedaba sano. Su camisa blanca aparecía llena de manchas rosáceas aquí y allá.
—¿Olegario Puig? —preguntó Víctor sintiendo cierta pena por aquel hombre.
—¿Qué tripa se les ha roto ahora? He contado lo que sé.
—O sea, nada —especificó don Alfredo ojeando la declaración del reo.
—Me llamo Ros, Víctor Ros, y me acabo de hacer cargo de este caso.
El preso escupió al conocer la identidad del policía que tenía delante.
Víctor continuó:
—Sabe usted perfectamente por qué está aquí. Se jactó en público de haber..., ¿cómo dijo?, «de haber acabado con ese maldito coronel».
—Fanfarroneaba.
—Ya.
—Mire, había bebido, estaba con unos compañeros y, ya sabe, uno a veces se da importancia.
Estábamos con unas chulapas y me hacía el gallito.
—¿Me va usted a decir que hay alguien tan tonto como para colocarse a sí mismo como primer sospechoso de un crimen de alguien tan importante? ¿No sabe usted que tenemos confidentes por todas partes? Las medidas de seguridad en estos días son extremas. Se acerca la boda, la presión sobre los sediciosos se irá incrementando y para el día de la ceremonia todos ustedes estarán en la cárcel. Al menos como precaución —intervino don Alfredo—. Le conviene hablar.
Olegario Puig los miró con desprecio.
—Es usted un cerdo y no consiento que se me insulte. Yo no maté al militar, créanme, aunque me hubiera gustado hacerlo. Además, ¿qué más da? Me ha dicho mi abogado que ahora me reclaman de Barcelona por otro asunto. Pienso que allí nadie me salva del garrote. ¿Creen que no iba a confesar otro crimen en estas circunstancias? Me daría igual decirles una cosa que otra, total, no me pueden apiolar dos veces, pero no, yo no me cargué a ese puerco. Ahora lamento haberlo dicho, porque de no ser por eso no me hubieran detenido y no me llevarían a Barcelona.
—No me da usted lástima —dijo Víctor—. Se merece lo que le pasa.
—¿Y quién cree usted que es para hablarme así? Usted no es mejor que yo. Le conozco, mejor dicho, le conocemos. Usted es el traidor que se infiltró en la célula de Oviedo. Por su culpa cayeron algunos buenos compañeros, pero no crea, a cada cerdo le llega su San Martín. Los camaradas no olvidan, y me consta que conseguirán pasarle factura.
Víctor dio media vuelta y dijo:
—Aquí no hay nada que rascar; vámonos, Alfredo.
—Todo el mundo le conoce —exclamó el reo—. ¡Es usted el hijo de un monstruo! Mucha ciencia, sí, pero no es usted más que un carnicero. Todos sabemos lo que hizo a esas pobres chicas...
Un sonoro bofetón hizo que el preso callara. Víctor se había vuelto y abofeteado al detenido.
Entonces salió a toda prisa de aquel subterráneo. Don Alfredo nunca había visto comportarse así a su amigo, que voló de inmediato escaleras arriba.
En el trayecto a pie hasta casa Agapito, Víctor parecía meditabundo. Era evidente que su pasado iba a estar siempre ahí, acechando, y quizá le perseguiría eternamente. Se sentía orgulloso de su actuación en Oviedo. Como buen liberal, despreciaba a los radicales, a quienes consideraba más peligrosos que a los propios conservadores a la hora de frenar el progreso de España. Había actuado en conciencia. Además, aquello le valió un ascenso. Fue el primer policía en infiltrarse en una célula radical. Se hizo pasar por obrero, había ganado su confianza y dado al traste con su organización. Quizá le preocupaba más lo otro, el asunto de don Alberto Aldanza. Procuraba no recordar aquellos días. Bien era cierto que había resuelto dos casos complejos de un plumazo: el de la Casa Aranda y el del asesino de prostitutas, pero siempre consideraría que su aprendizaje junto a aquel monstruo de Alberto Aldanza le pasaría factura. Se sentía, en parte, culpable. No había duda de que gracias a los conocimientos adquiridos en aquellos días sobre medicina forense, sobre botánica o artrópodos habían ayudado a salvar muchas vidas, pero la manera en que los había adquirido le hacía sentirse mal. No quiso pensar más en ello. Además, recordaba a Lola, la joven prostituta a la que no pudo salvar. Ella le quería. Se lo había confesado yaciendo en sus brazos, casi muerta. Se le aparecía en sueños, pálida, macilenta.
Casa Agapito era una pequeña taberna más que un café, situada en la calle de la Flora, que agradaba a los dos amigos por ser un sitio recogido, tranquilo, en el que se podía echar una partida de dominó en condiciones con los parroquianos o tomar unos vinos polemizando sobre toros con su dueño, encendido defensor de Frascuelo. Estaba situada frente a la Embajada de Italia y la Asociación Real de Beneficencia, junto a la casa en la que aún se podían observar los disparos realizados cuando el atentado contra el rey Amadeo y su esposa. Víctor conoció aquel lugar gracias a don Alfredo, que era un asiduo parroquiano, y habían terminado desarrollando una creciente rivalidad en el dominó con la pareja integrada por Sebastián, carnicero del mercado de la Cebada, y Aurelio, un sereno que trabajaba en La Latina, a los que nunca habían conseguido ganar. Nada más entrar, pidieron un café con «chispazo» para quitarse de encima el frío de la calle y comprobaron con satisfacción que sus rivales se hallaban en el local.