El cantar de los Nibelungos (9 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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«Abandona de tus manos el escudo, déjamelo coger a mí, pon gran atención a todo lo que yo diga: tú haz los ademanes, yo haré el trabajo.

«Disimula mi astucia, esto será bueno para los dos: así la joven reina no ejercerá su soberbia sobre ti, como es su intención. Mira ahora como está preparada contra ti en el extremo del círculo.

Esgrimió con gran fuerza la valerosa joven la lanza contra el nuevo y brillante escudo que llevaba en el brazo el hijo de Sigelinda. El fuego brotaba del acero como si hubiera soplado el huracán.

La fuerte punta de la espada atravesó el escudo y se vio salir chispas de los anillos de la cota. Del fuerte golpe cayeron los héroes: sin la Tarnkappa los dos hubieran muerto, t El fuerte Sigfrido echó sangre por la boca: pero el buen caballero se levantó rápido, cogió la jabalina que le había arrojado ella, y con segura ^ mano, la esgrimió a su vez.

Se dijo: «Yo no quiero marar a la hermosa virgen». Volvió el filo de la jabalina hacia atrás y lo arrojó por el puño con tanta fuerza que la hizo tambalear.

Brotaba el fuego de la coraza como si lo hubiera soplado el viento. Con tanto vigor se había lanzado el hijo de Sigelinda, que ella a pesar de su fuerza, no pudo resistir el golpe; semejante cosa no la hubiera podido hacer nunca el rey Gunter.

La hermosa Brunequilda se levantó inmediatamente:

—¡Gunter, noble caballero, gracias por este golpe!

Creía ella que la había vencido con sus fuerzas: no, un hombre más fuerte la había derrotado.

Se adelantó en seguida llena de furor, levantó la piedra la noble y buena joven: lanzóla con gran vigor lejos de sí, dio un salto y su armadura crujió con fuerza.

La piedra había caído a doce brazadas de allí: de un bote había rebasado la distancia la noble virgen. Fue el atrevido Sigfrido hasta el sitio donde estaba la piedra; Gunter la levantó y Sigfrido lanzó el golpe.

Era fuerte, vigoroso y fornido: lanzó la piedra más lejos y saltó también a más distancia.

Gracias a aquellas mañas, tenía fuerza bastante para saltar al mismo tiempo con el rey Gunter.

El salto estaba dado, allí se hallaba tendida la piedra; solo a Gunter el héroe se había visto. La hermosa Brunequilda se puso roja de furia; Sigfrido había salvado al rey Gunter de la muerte.

La reina dijo a los de su acompañamiento, cuando vio al héroe fuera de peligro al otro extremo del círculo.

—Aquí mis parientes y guerreros, es menester que todos os sometáis al rey Gunter.

Aquellos bravos abandonaros sus armas, y muchos vigorosos hombres se pusieron a los pies de Gunter, rey del país de Borgoña: ellos creían que había justado con sus propias fuerzas.

Los saludó cariñosamente, pues tenía muy buenas prendas. La hermosa digna de alabanza, lo tomó de la mano y le concedió poder sobre su reino. Los guerreros fuertes e impetuosos se alegraron.

Ella rogó al noble caballero que la acompañara al magnífico salón, donde fueron servidos los guerreros. El fuerte Sigfrido lo había preservado de la desgracia.

Sigfrido el atrevido era prudente y se apresuró a ocultar la Tarnkappa. Después volvió al salón donde se hallaban muchas mujeres: dijo al rey con fingimiento:

—¿Qué es lo que esperáis, señor rey, que no comenzáis las numerosas pruebas que la reina os ha propuesto? Dejadnos ver cómo las realizáis.

El astuto héroe simulaba no haber visto nada. Así habló la joven reina:

—¿Cómo es que nada de las pruebas que el rey Gunter ha realizado aquí con su propio valor lo ha visto el señor Sigfrido?

A esto respondió Hagen del país de Borgoña:

—Mientras que nos asombrabais con nuestro valor y el jefe del Rhin vencía en la lid, el buen héroe Sigfrido estaba en la barca; por esto no ha visto nada —así dijo el que iba con Gunter.

—Es para mí una buena noticia —dijo el noble Sigfrido— que nuestro viaje haya tenido tan buen éxito y que hayáis encontrado vencedor. Ahora, noble joven, nos seguiréis al Rhin.

—No puede ser tan pronto —respondió la hermosa—. Es menester llamar a mis parientes y a mis hombres: no puedo dejar mi país tan repentinamente, es menester que antes advierta a mis fieles amigos.

Envió mensajeros por todas partes: éstos advirtieron a sus pariente y amigos que fueran pronto a Isenstein; a cada uno dio ricos y magníficos trajes. Caminaron día y noche hacia la ciudad de Brunequilda.

—¿Pero qué hacemos? —dijo Hagen—, mal obramos esperando aquí a la gente de Brunequilda.

»Si llegan a esta tierra por la fuerza, no sabemos los designios de la reina: ¿volverá su cólera? entonces estamos perdidos, y esta noble joven ha nacido para causarnos grandes sobresaltos.

—No lo sufriré en manera alguna —dijo el fuerte Sigfrido—. Nunca sucederá lo que teméis. Yo traeré en vuestra ayuda a este país guerreros cuya destreza os es desconocida,

»Nada pediréis cuando me haya marchado, quiero ir muy lejos; Dios guardará vuestro honor entre tanto. Quiero traer mil hombres, los mejores héroes que nunca hayáis visto.

—No estéis ausente mucho tiempo —le dijo el rey—, pues sin vuestra ayuda no conseguiremos nada.

—Estaré de vuelta dentro de muy pocos días —le respondió—. Decid a la reina que me habéis enviado con una embajada.

CANTO VIII De cómo Sigfrido se dirigió en busca de los Nibelungos

Inmediatamente después, Sigfrido, llevando siempre su Tarnkappa, se dirigió por la playa hacia el puerto en que se encontraba la barca. Penetró en ella invisible para todos, el hijo de Sigemundo. Después se alejó rápido como el viento.

Nadie veía quién era el que conducía la barca: la embarcación se alejaba rápida, pues la fuerza de Sigfrido era grande. Hubiera podido creerse que la impulsaba un fuerte viento, pero sólo la llevaba Sigfrido el hijo de la hermosa Sigelinda.

En un día y una noche llegó a un poderoso reino que tenía cien marcas, y aun más extensión, el cual se llamaba el país de los Nibelungos; allí era donde tenían su cuantioso tesoro.

El héroe llegó solo a una gran isla. Pronto amarró su barca el buen caballero y en seguida se dirigió a una montaña, cerca de la que había una ciudad en la que buscó asilo, como suelen hacer los rendidos por la fatiga del camino.

Llegó ante las puertas que estaban cerradas: defendían su honor como aún sucede en nuestro país. El hombre desconocido comenzó a dar golpes en ellas: todo estaba prevenido; en el interior había gente.

Un gigante que con sus armas siempre dispuestas guardaba la ciudad le dijo:

—¿Quién es el que tan fuertemente llama a las puertas?

El arrogante Sigfrido fingiendo la voz, le dijo:

—Soy un guerrero, ábreme la puerta, pues de lo contrario alguno que prefiere a todo el dulce reposo y su comodidad, tendrá que sentir mi cólera.

La respuesta dada por Sigfrido irritó al guardián. El gigantesco guerrero se vistió su armadura y se puso el casco en la cabeza; el hombre fuerte cogió su escudo y abrió la puerta lanzándose furioso sobre Sigfrido.

—¿Quién se ha atrevido a despertar a tantos esforzados hombres?

Su mano daba fortísimos golpes. El noble extranjero comenzó a defenderse, pero tal hizo el portero que le rompió la cota de mallas.

El héroe estaba en peligro y temía la espantosa muerte, pues el guardián de la puerta golpeaba con violencia. Sin embargo, el héroe Sigfrido estaba satisfecho.

Combatieron con tanto estrépito que toda la ciudad se alarmó llegando el ruido hasta el salón del rey de los Nibelungos.\Derrotó y amarró al portero; la noticia se esparció por todo el país de los Nibelungos.

Más allá de la montaña, Alberico el valiente, un enano salvaje oyó la lucha. Se armó deprisa y corrió al lugar donde se encontraba el noble extranjero que había amarrado al gigante.

Alberico era valiente y muy fuerte. Llevaba yelmo y coraza y en la mano un pesado látigo de oro. Corrió rápidamente al encuentro de Sigfrido.

Siete pesadas bolas pendían del látigo, con las que golpeó el escudo de aquel hombre atrevido, rompiéndolo por varios lados. Gran cuidado tuvo por su vida el arrogante extranjero.

Dejó cacr su agujereado escudo y volvió a la vaina su larga espada. No quería dar muerte al hombre, pues así se lo imponía el deber.

Arrojándose sobre Alberico, cogió con sus férreas manos las canosas barbas de aquel hombre viejo ya y tiró con tanta fuerza que hízole gritar. La acción del joven héroe dolió en el corazón a Alberico.

—Perdonadme la vida —gritó el fuerte enano—; y si me es permitido ser siervo de otro, que no sea el héroe a quien he jurado ser fiel vasallo, os serviré hasta la muerte.

Amarró a Alberico como había hecho con el gigante; la gran fuerza de Sigfrido le hacía mucho daño. El enano le preguntó:

—¿Cómo te llaman?

—Me llamo Sigfrido —le respondió—, creí que me conoceríais bien.

—Me alegro de saberlo —le replicó AJberico—, sé que por vuestros heroicos trabajos sois con justicia señor de este país. Haré lo que mandéis si me dejáis libre.

Así le contestó el héroe Sigfrido:

—Irás rápidamente y me traerás los mejores guerreros nuestros que haya en el país: mil nibelungos; que sepan que estoy aquí: no quiero haceros daño, os dejo la vida.

Quitó las cuerdas al gigante y a Alberico. El enano corrió a donde estaban los guerreros y despertó a los Nibelungos diciéndoles:

—¡Arriba! héroes, es menester que vayáis con Sigfrido.

Saltaron de sus lechos y en breve tiempo estuvieron dispuestos. Mil esforzados guerreros se vistieron sus mejores trajes y fueron a donde estaba Sigfrido. Saludaron al hermoso héroe y estrecharon su mano.

Se encendieron muchas luces y le prepararon una deliciosa bebida: les dio las gracias por haber venido tan pronto y les dijo:

—Tendréis que venir conmigo hasta muy lejos.

Dispuestos a seguirlo estaban muchos héroes fuertes y buenos. Más de treinta mil guerreros habían llegado; entre ellos fueron escogidos los mil mejores. Trajéronles sus yelmos y sus armaduras, pues quería fueran con él al reino de Brunequilda.

—Mis buenos caballeros —Ies dijo—, quiero que sepáis que es menester llevar muchos y ricos vestidos a esta corte, pues allí os verán muchas hermosas mujeres: por esto hay que llevar muy ricos trajes.

Posible es que algún ignorante diga que esto es un cuento y pregunten: ¿Cómo en tan poco tiempo pudieron reunirse tantos caballeros? ¿Dónde hubieran podido hallar vituallas? ¿Dónde hubieran cogido los trajes? Nada hubieran podido hallar ni aun teniendo treinta países a su disposición.

Ya se ha oído hablar de las riquezas de Sigfrido: el tesoro y el reino de los Nibelungos estaba a su disposición; distribuyó aquel tesoro abundantemente entre los guerreros —y sin embargo no disminuía, cualquiera que fuera la cantidad tomada.

Partieron una mañana temprano. ¡Qué hombres tan valerosos llevaba Sigfrido en su compañía! Llevaban consigo buenos caballos y magníficos vestidos: de este modo llegaron al país de Brunequilda con grande ostentación.

En él vieron muchas hermosas jóvenes detrás de los miradores. Así dijo la joven reina:

—¿Sabe alguno quiénes son aquéllos que veo a lo lejos bogar hacia > aquí? Han arriado blancas velas más limpias que la nieve.

—Son soldados míos —le contestó el rey del Rhin—, que había dejado detrás en mi viaje cerca de aquí. Los he hecho llamar y helos ahí que ya vienen.

Los arrogantes extranjeros fueron admirados con alegría. En la popa de uno de los barcos se veía a Sigfrido vestido con un soberbio traje y rodeado de muchos guerreros. La joven reina, dijo:

—Decidme, señor rey; ¿debo saludar a esos guerreros o no? —Vos debéis salir a su encuentro hasta la puerta de vuestro palacio —le contestó—, a fin de que comprendan que los veis con gusto.

La joven reina hizo lo que el rey le decía: por su atención distinguió a Sigfrido de todos los demás.

Diéronles alojamientos y manifestaron cuidarse de sus trajes. Era tan grande el número de huéspedes venidos al país, que por todas partes se los veía en patrullas. Los héroes atrevidos deseaban volver a Borgoña. Así habló la joven reina:

—Quedaré muy agradecida a los que sepan distribuir mi oro y mi plata a los huéspedes míos y del rey que son tan numerosos. Así le contestó Dankwart el fuerte, el guerrero de Geiselher: —Muy noble reina, dejadme tomar las llaves; tengo confianza de hacer tan bien la repartición —dijo el fuerte héroe—, que si de ello resultara algún oprobio sería para mí completamente.

Supo demostrar muy bien cuán justo era. Cuando el hermano de Hagen hubo recibido las llaves, la mano del héroe hizo suntuosos regalos: al que deseaba un marco, le daba tantos, que los pobres pudieron luego pasar cómodamente la vida.

Muy bien puede calcularse que daba cien librar sin contarlas. Muchos salieron del salón llevando ricos trajes que nunca soñaron tener. La reina lo supo y se manifestó disgustada.

—Hace tan ricos presentes ese guerrero —le dijo al rey—, que no parece sino que imagina me voy a morir: aún quiero disfrutar de ello y pienso que podré gastar lo que mi padre me ha dejado. Nunca tuvo una reina servidor tan dispendioso.

—Señora —le dijo Hagen de Troneja—, debéis saber que el rey del Rhin tiene oro y trajes en tanta cantidad que no queremos llevar ni una parte de lo que tiene aquí Brunequilda la buena.

Llenaron las arcas de piedras preciosas. Su camarera tenía que vigilar esto, pues ya había perdido la confianza en el guerrero de Geiselher. Gunter y Hagen no pudieron menos que echarse a reír.

—¿A
quién dejaré mi reino? —dijo la joven reina—. Es necesario que nosotros mismos pongamos esto en orden.

—Haced que venga aquí vuestro preferido y lo haremos jefe —le contestó el noble rey.

El más próximo pariente que la joven veía allí, era un hermano de su madre, al que le dijo:

—Permitid que os encargue de mis ciudades y de mis campos; tal es el deseo del rey Gunter.

Entre sus hombres más valientes escogió dos mil, que debían acompañarla a Borgoña en compañía de los mil guerreros que habían venido del país de los Nibelungos. Inmediatamente prepararon el viaje y se los vio cabalgar por la arena.

Llevó consigo ochenta y seis mujeres y doscientas vírgenes de hermosos cuerpos. No se detuvieron mucho tiempo, pues todos deseaban partir. Mucho lloraron las que tenían que quedarse.

Después de tan elevadas pruebas, la joven abandonó su país; abrazó a sus amigos que estaba más próximos. Con bendiciones de todos se lanzaron al mar; después nunca volvió la joven al país de sus padres.

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