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Authors: Anónimo
—Conozco mucho de esto —respondió Sigfrido—; de Brunequilda son esas ciudades, esos campos y la fortaleza de Isenstein, yo lo afirmo. Hoy mismo podréis ver a muchas mujeres hermosas.
»Yo os aconsejo, guerreros, que no afirméis y neguéis las mismas cosas, esto me parece bueno; si hoy mismo comparecemos ante Brunequilda, debemos estar prevenidos ante la joven reina.
»Cuando veamos a la joven digna de amor, seguida de su acompañamiento, acordaos, héroes, de decir la misma cosa: que Gunter sea mi señor y yo su vasallo, todo lo que él desee se cumplirá.»
Todos estaban dispuestos a ejecutar lo que les hizo prometer; el estímulo les hizo ser fuertes. Hablaron como quería: y les estuvo muy bien, cuando Gunter compareció ante Brunequilda.
—He venido hasta tan lejos, no por tus deseos, sino por tu hermana, la hermosa virgen. Ella es para mí, como mi alma y como mi cuerpo, y haré todo esto, porque quiero que sea mi esposa.
Su barca adelantando en el mar, se había aproximado tanto a la ciudad, que pudieron ver en las ventanas muchas bellas jóvenes. Mucho sentía no conocerlas a todas. Preguntó a su compañero Sigfrido:
—¿Sabes qué cosa notable puede llamar la atención de esas jóvenes hacia las ondas? Cualquiera que sea el señor de ellas, me parece de elevado espíritu.
Así le contestó el fuerte Sigfrido:
—Es necesario mirar con disimulo a todas esas jóvenes para que me digas después cual escogerías si estuviera en tu mano.
—Lo haré —respondió Gunter, el noble y esforzado caballero—. Veo en aquella ventana a una con traje blanco como la nieve, que es muy bella. Mis ojos la escogen; su cuerpo es muy hermoso. Si pudiera la había de hacer mi esposa.
—Muy bien ha escogido la mirada de tus ojos: esa es la noble Brunequilda, la hermosa joven hacia la que tienden tu corazón y tu alma.
Todo aquello agradaba al rey Gunter el bueno.
La joven reina mandó a las jóvenes vírgenes que se retiraran de las ventana; no debían permanecer allí contemplando a los extranjeros y estuvieron prontas a obedecer. Lo que las mujeres hicieron, nos lo han contado después.
AI aproximarse los héroes desconocidos, se pusieron de pie según la costumbre de las hermosas jóvenes. Después se asomaron a las estrechas ventanas desde las que podían ver a los guerreros: esto lo hacían por curiosidad.
Sólo eran cuatro los que desembarcaban en aquel país. El fuerte Sigfrido llevaba un caballo de la brida. Esto lo veían por las ventanas las hermosas; gran honor recibió luego el rey Gunter.
Tuvo allí sujeto al caballo enjaezado, bueno y hermoso, grande y fuerte, hasta que el rey Gunter estuvo en la silla. Así lo sirvió Sigfrido, pero después lo olvidó.
Después sacó su caballo de la barca: nunca hasta entonces sirvió para tener el estribo a ningún otro guerrero. Las hermosas mujeres miraban por las ventanas.
Muy semejante era la presencia de los héroes: de color blanco como la nieve eran sus vestidos y sus caballos. Sus escudos estaban muy bien trabajados y brillaban en las manos de aquellos hombres valientes.
Las monturas iban adornadas de pedrería; los pretales eran estrechos y pendientes de ellos iban campanillas de oro rojo y brillante. Llegados al país aquel inspirados por su valor, se encaminaron también magníficamente vestidos hacia Brunequilda.
Avanzaban con sus bien agudas lanzas y con sus espadas, que les llegaban hasta las espuelas: eran puntiagudas y muy largas. Brunequilda, la virgen digna de amor, miraba todo aquello.
En compañía de ellos iban Dankwart y su hermano Hagen. Hemos oído contar que estos guerreros llevaban vestidos negros como las alas del cuervo. Nuevos eran sus escudos, buenos, largos y fuertes.
De la India era la pedrería que se veía relucir suntuosamente en sus vestidos. En la orilla dejaron sin guardia la embarcación, y se encaminaron hacia la ciudad aquellos héroes nobles y buenos.
Ochenta y seis torres se elevaban allí, tres palacios y un salón construido magníficamente con mármol verde como la hierba. Allí se hallaba la joven reina y su acompañamiento.
Las puertas de la ciudad se abrieron tan anchas como eran. Los hombres de Brunequilda salieron a su encuentro y los recibieron como a huéspedes, en el país de su soberana. Sus caballos y sus escudos quedaron bajo la custodia de ellos.
Uno de los camareros habló de este modo:
—Dadme vuestras espadas y vuestras bruñidas corazas.
—No podemos concederos eso —respondió Hagen de Troneja—, nosotros mismos queremos llevarlas.
Sigfrido comenzó entonces a explicarle los usos de aquella corte.
—Es costumbre en esta ciudad, debo decíroslo, que ningún huésped lleve armas: dejad que recojan las vuestras y estará bien hecho.
No siguió gustoso este consejo Hagen, el guerrero de Gunter. Hicieron servir a los héroes licores y otras cosas convenientes. Muchos brillantes guerreros, con trajes de príncipes, se encaminaron a la corte. Dirigían a los héroes muchas miradas de curiosidad.
Dijeron a Brunequilda, que unos guerreros extranjeros habían llegado con ricos trajes, navegando por el mar. La joven hermosa y buena comenzó a informarse.
—Hacedme escuchar —dijo la reina— quiénes pueden ser esos guerreros desconocidos de tan arrogante presencia, que veo en mi ciudad, y cuáles pueden ser los motivos por que han navegado hasta aquí.
Uno de su acompañamiento le respondió:
—Señora yo puedo afirmar que jamás he visto a ninguno de ellos, uno de los que con ellos están, me parece que es Sigfrido: mi opinión es que debemos recibirlos bien.
»El segundo compañero suyo tiene una arrogante presencia; si tuviera valor para ello y pudiera conseguirlo sería digno de ser rey de este extenso país. Se distingue de los demás por su aire de jefe.
»El tercero de esos compañeros, parece que debe ser muy feroz, y sin embargo su cuerpo es hermoso, rica reina: sus miradas son vivas y las sostiene con altivez. Se refleja en su semblante que debe ser muy violento.
»El más joven de entre ellos, me parece muy hermoso: se ve a esc rico guerrero modesto como a una joven en su buena apariencia y en su gracia encantadora. Deberíamos temerlo todo, si le ocurriera alguna desgracia.
»Pero por sencillo que sea en apariencia, por bello que sea su cuerpo, si se enfurece hará llorar a muchas mujeres: su aspecto es tan bueno que por todas sus cualidades se ve que es un guerrero fuerte y atrevido.
Así habló la joven reina:
—Que me traigan mi armadura: y si el fuerte Sigfrido ha venido a mi reino para conseguir mi amor, posible es que le cueste la vida: no lo temo tanto que pueda llegar a ser su esposa.
Brunequilda la hermosa se vistió bien pronto su traje. Muchas hermosas jóvenes formaban su acompañamiento, ciento o más, con riquísimos vestidos. Los huéspedes deseaban ver a una mujer tan valiente.
En su compañía iban los héroes de Islandia, los guerreros de Brunequilda, llevando las espadas en las manos, en número de quinientos o más; esto infundió cuidado a los huéspedes. Los fuertes héroes se levantaron de sus asientos. Cuando la joven reina vio a Sigfrido, dijo a los extranjeros cortésmente:
—Sed bienvenidos a este país, señor Sigfrido. ¿Cuál es el objeto de vuestro viaje? Deseo conocerlo.
—Muchas gracias, señora Brunequilda, dulce hija de príncipes, porque os dignáis saludarme ante el noble guerrero que está aquí; él es mi señor: Sigfrido renuncia el honor.
»Es un rey del Rhin; ¿qué más queréis que os diga? Hasta aquí hemos navegado por vuestro amor. Quiere amaros, suceda lo que suceda. Ahora reflexionad con tiempo: mi señor no abandonará por nada su propósito.
»Su nombre es Gunter, rey rico y valeroso. Si obtiene vuestro amor, nada más desea. Por vuestra causa lo he acompañado hasta aquí; si no fuera mi señor, jamás hubiera venido.
—Si él es tu señor y tú su siervo —le contestó ella—, él querrá probar lo que yo diga; si sale vencedor seré su esposa, más si una sola vez lo venzo, os costará la vida a todos.
Así dijo Hagen de Troneja:
—Permitid, reina, que presenciemos esas pruebas. Menester es que sean muy rudas para que Gunter, mi señor, quede derrotado; al contrario, confía conseguir a tan hermosa reina.
—Debe arrojar la piedra, luchar después y esgrimir la lanza conmigo; no os precipitéis, pues pudiera suceder que aquí perdierais el honor y la vida; pensadlo bien —respondió la hermosa mujer.
Sigfrido el atrevido se adelantó hacia el rey y le suplicó le permitiera decir a la reina cuáles eran sus deseos.
—Yo os preservaré de todo con mis mañas; no temáis nada.
—Elevada princesa —dijo Gunter—, disponed lo que queráis: por vuestro hermoso cuerpo lo haré todo y aún más si son vuestros deseos. O perderé la vida o seréis mi esposa.
Al escuchar estas palabras, la reina mandó disponer las pruebas como se tenía por costumbre. Se hizo traer su armadura de combate, una coraza de oro y un buen escudo.
La hermosa se ciñó una cota de armas de seda, que en ningún combate había podido ser mellada por la espada: era un tejido de la Libia muy bien hecho, adornado con dibujos primorosos.
Sin embargo, a pesar de que ante los guerreros manifestaban gran orgullo, Dankwart y Hagen estaba poco tranquilos. Su espíritu se agitaba temiendo por su señor y se decían: «De este viaje no saldrá nada bueno para los guerreros.'»
Entretanto, Sigfrido, el astuto joven, sin que nadie lo viera, había vuelto a la embarcación para traerse la Tarnkappa que dejara oculta allí; penetró cautelosamente en la barca, así nadie lo vio.
Diose prisa en volver y vio a un gran número de guerreros: la reina venía entre ellos para preparar las pruebas. Se adelantó haciéndose invisible y ninguno de ellos pudo verlo gracias a su artificio.
Se trazó el sitio en que las pruebas debían celebrarse, ante un gran número de guerreros. Eran más de setecientos bien armados y ellos estaban encargados de decidir en justicia a quién pertenecía la victoria.
He aquí que se acerca Brunequilda, armada como si fuera a combatir por los dominios de un rey. Sobre sus vestidos de seda trae muchas láminas de oro. Su belleza seductora deslumhra bajo aquel traje.
Después vienen los de su acompañamiento, que le traen un escudo de oro, grande y ancho, recamado de placas de templado acero, con el cual ha de combatir la joven digna de amor.
Las abrazaderas de aquel escudo eran de un riquísimo tejido en el que lucían piedras preciosas, verdes como la hierba; brillaban refulgentemente entre el oro en que estaban engarzadas. Muy bravo tenía que ser el que agradara a la joven aquella.
Aquel escudo de acero y oro con que la reina debía combatir tenía, según nos han dicho, el grueso de tres hojas por la parte de las hebillas, y con gran trabajo podían conducirlo cuatro de sus servidores.
Cuando el fuerte Hagen vio el escudo que traían, gritó con gran cólera el de Troneja:
—¿Ves ahora rey Gunter? Aquí dejaremos nuestra vida y nuestro cuerpo. La que pretendéis por amor es una mujer de los demonios.
Sabed aún más acerca de sus vestidos; eran magníficos. La cota de armas que llevaba era de seda de Azaganga muy noble y rica. Muchas piedras deslumbradoras iluminaban a la reina con sus reflejos.
Trajeron a la hermosa una lanza pesada y larga, muy fuerte cuyos filos cortaban de una manera horrible. Era la misma de que siempre se servía.
Sabed las maravillas que se cuentan del peso de aquella lanza: había sido forjada con cuatro enorme mazas de hierro. Apenas si podían con ella tres guerreros de Brunequilda. El noble Gunter comenzó a experimentar algún cuidado.
Pensaba en su interior: «¿Qué va a suceder aquí?. ¿El diablo del infierno sostendría esta lucha? Que pueda regresar al Rhin con vida y por mucho tiempo se verá libre de mi amor.»
Sabedlo bien; su temor era grande. Trajéronle todas sus armas y quedó bien preparado el rey poderoso. La inquietud había hecho perder a Hagen toda su presencia de espíritu.
Así habló el hermano de Hagen, el fuerte Dankwart:
—Me arrepiento con toda mi alma de haber venido a esta corte. ¡Nos llamaban héroes! ¡Aquí debemos perder la vida! ¿Una mujer nos hará perecer en este país?
»Gran dolor me causa haber venido a esta región. Si mi hermano Hagen tuviera sus armas y yo las mías, la fiereza de todos los hombres de Brunequilda, se rebajaría un tanto.
»Por mi fe os lo juro, muchos se jactan de su arrogancia. Aun cuando mil veces hubiera jurado sostener la paz, antes que dejar perecer a mi amado jefe, la hermosa virgen perdería la vida.
—En verdad que marcharíamos libremente de este país —dijo su hermano Hagen—, si tuviéramos nuestras espadas; sabríamos contener la arrogancia de la bella mujer.
La hermosa comprendió lo que decía y mirándolo por encima del hombro, dijo sonriendo:
—Por cuanto tan fuertes se creen, que les traigan sus armaduras, que pongan en manos de los héroes sus afiladas espadas.
»Para mí es igual que estén armado, como que estuvieran completamente desnudos —dijo la hija del rey—. Yo no temo la fuerza de ninguno de aquellos a quien conozco: puedo muy bien combatir contra cualquier rey que sea.
Cuando tuvieron las espadas, según las órdenes de la joven, Dankwart se puso rojo de alegría.
—Ahora esgrimid como queráis —dijo el esforzado héroe—, Gunter es invencible: nosotros tenemos nuestras espadas.
La fuerza de Brunequilda se manifestó de una manera terrible: le trajeron al círculo una pesada piedra grande, redonda y enorme. La k traían entre doce guerreros fuertes y atrevidos.
Tenía por costumbre arrojarla después de haber manejado la lanza. La inquietud de los Borgoñones se hizo mayor.
—¿Pero qué es lo que el rey pretende? —exclamó Hagen con ira—. Así sea en los infiernos la novia del maldecido demonio.
Se ajustó la manopla a sus blancos brazos, embrazó el escudo con la mano y levantó la jabalina en la otra. Gunter y Sigfrido temían ya el furor de Brunequilda.
Y si Sigfrido no hubiera acudido en ayuda del rey, le hubiera arrancado la vida. Se aproximó el invencible y le tocó la mano; Gunter se apercibió de su astucia con gran inquietud.
«¿Quién me ha tocado?», pensó el atrevido hombre, y mirando a su alrededor, no vio a nadie.
—Soy yo, Sigfrido, tu fiel amigo —dijo una voz—. No tengas temor ninguno por la reina.