Read El cantar de los Nibelungos Online
Authors: Anónimo
—Dejemos ahora las heridas de Sigfrido; por mucho que viva la señora Crimilda son de temer grandes desgracias. —Así dijo el noble Dietrich de Berna—. Por eso os debéis cuidar, jefe de los Nibelungos.
—¿Por qué he de cuidarme? —contestó el altivo rey—. Etzel nos ha enviado mensajeros. ¿Qué tenía más que preguntar para venir a su reino? También nos ha enviado su invitación mi hermana Crimilda.
Los tres reyes comenzaron a hablar entre sí, el señor Gunter y Gernot y el señor Dietrich.
—Dinos, noble y buen caballero de Berna, ¿en qué disposición has visto a la reina?
—¿Qué queréis que os diga? —contestó el héroe de Berna—. Todas las mañanas veo llorar y lamentarse de sus desgracias a la esposa de Etzel, la señora Crimilda y quejarse al Dios del cielo de la muerte del valeroso Sigfrido.
—No nos es posible librarnos —dijo el fuerte Volker, el músico—: Iremos a la corte y veremos que puede pasar a los atrevidos héroes entre los Hunos.
Los fuertes Borgoñones se dirigieron a la corte vestidos suntuosamente según la usanza de su país: muchos fuertes hombres de entre los Hunos admiraban la gallardía de Hagen.
Como lo referían, el pueblo supo bien pronto que él era quien había matado a Sigfrido el del Niderland, al guerrero más fuerte, al esposo de Crimilda: en la corte se hacían muchas preguntas acerca de Hagen.
El héroe era de magnífico aspecto, ancho de espaldas; sus cabellos eran grises; largas sus piernas, su rostro feroz y su andar imponente.
Los guerreros Borgoñones fueron llevados a sus alojamientos, quedando separados de ellos los del acompañamiento de Gunter. Esto era por consejo de la reina que lo odiaba: más tarde los escuderos fueron degollados en sus aposentos.
Dankwart el hermano de Hagen, era mariscal: el rey le recomendó mucho su acompañamiento para que le dieran cuanto pudiera necesitar. De todo cuidaba con esmero el fuerte héroe.
La hermosa Crimilda, rodeada de su acompañamiento, fue a recibir a los Nibelungos con falsa intención. Besó a Geiselher y lo cogió de la mano. Al ver esto Hagen de Troneja, se ciñó más su yelmo.
—Después de semejantes saludos —dijo Hagen— bien pueden tener cuidado los intrépidos guerreros. Saludan de distinto modo a los príncipes y a los que con ellos vienen: no hemos hecho buen viaje viniendo a esta fiesta.
—Sed bienvenidos para los que os ven con gusto —dijo ella—. No os saludo por la amistad con que os veo. Decidme que me traéis de Worms, sobre el Rhin, para que seáis bienvenido para mí.
—¿Qué queréis decir? —replicó Hagen—. ¿Debían traeros regalos estos guerreros? Os creía bastante rica, según me han dicho, y por esto no he traído presente ninguno al país de los Hunos.
—Pues bien, decidme, ¿del tesoro de los Nibelungos qué habéis hecho? Me pertenecía, bien lo sabéis, y eso podíais haberlo traído al país del rey Etzel.
—Por mi fe, señora Crimilda, que hace muchos días que no he visitado el tesoro de los Nibelungos. Mis señores me mandaron arrojarlo al Rhin y allí debe permanecer hasta el día del juicio.
—Ya me lo había yo pensado —le replicó la reina—, nada me habéis traído aquí de los bienes que eran míos y de que podía disponer. Por ti y por tus señores he tenido muchos días de pesar.
—¡Os traigo al demonio! —exclamó colérico Hagen—. Vengo cargado con mi escudo, mi arnés, mi brillante yelmo y la espada en la diestra: por esto no os traje nada.
—No me expreso de esta manera porque desee más oro: tengo tanto para dar que no necesito de vuestros obsequios. Un asesinato y varios robos se han cometido por mi mal y de esto, pobre de mí, quisiera hallar satisfacción. —La reina dijo después a los guerreros reunidos—: Ninguno llevará espadas en esta sala, me las entregaréis; las haré guardar.
—Por mi fe —respondió Hagen—, yo no haré eso.
—Rehusó el honor, amable hija de reyes, de que llevéis a vuestro aposento mi escudo y mi armadura —dijo Geiselher—; vos sois aquí la reina, pero mi padre me enseñó a que yo fuera mi camarero.
—¡Oh, qué dolor! —exclamó Crimilda— ¿por qué ni mi hermano ni Hagen quieren que se Ies guarde sus escudos? Están sobre aviso, y si supiera quién se los ha dado lo haría condenar a muerte.
Al escuchar esto, dijo con cólera Dietrich:
—Yo soy quien ha avisado a los ricos príncipes y al fuerte Hagen, el héroe de Borgoña: sin embargo, mujer de los demonios, no me haréis sufrir pena ninguna.
La noble reina se sintió confusa, pues el héroe Dietrich le causaba miedo. Se separó de ellos sin pronunciar una palabra, pero lanzó a sus enemigos furiosas miradas. Entonces dos guerreros se estrecharon la mano, el uno era Hagen, el otro Dietrich. El héroe valeroso dijo:
—Vuestro viaje al Huneland me causa pena. Porque la reina os ha hablado así.
—Estaremos con cuidado a todo —dijo Hagen de Troneja. Dicho esto, los héroes avanzaron el uno al lado de otro. Al ver esto, el rey Etzel preguntó:
—Quisiera saber quién es el guerrero que tan amistosa mente ha sido recibido por Dietrich; parece muy animoso: sea quien fuese su padre, parece buen guerrero.
Uno de los hombres de Crimilda respondió al rey:
—En Troneja ha nacido; su padre se llamaba Aldriano; aunque parezca agradable es un hombre terrible: ya os probaré que no he mentido.
—¿Cómo conoceré yo que es terrible?
El rey no sabía aún los crueles lazos a que después atrajo la reina a sus parientes, de tal modo que ni uno pudo volver a salir del Huneland.
—Conocí mucho a Aldriano, pues fue vasallo mío: gloria y grande honor adquirió aquí a mi lado. Yo lo hice caballero y le di mi oro; como me era fiel lo quería mucho.
»Por esto conozco todo lo que a Hagen se refiere: dos nobles niños estuvieron aquí en gajes; él y Walther de España crecieron aquí. A Hagen lo envié a su patria; Walther huyó con Hildegunda.
Así pensaba en los hechos ocurridos en los pasados tiempos. Volvía a ver a su amigo el de Troneja que en su juventud le prestó grandes servicios. Ahora en su vejez, Hagen le mataría muchos amigos.
Los dos héroes dignos de alabanza, Hagen de Troneja y Dietrich se separaron. El vasallo del rey Gunter miró por encima del hombro buscando un compañero de armas, que halló en seguida.
Allí cerca de Geiselher estaba el notable músico Volker; le rogó que lo acompañara, pues sabía que era muy amigo de querellas. Volker era en todo un noble y valiente caballero.
Dejaron a los príncipes en la corte y marcharon solos a través de ella dirigiéndose hacia un gran palacio. Aquellos guerreros escogidos no temían al rencor de nadie.
En aquella morada sentáronse en un banco que había frente al salón en que estaba Crimilda. Sus armaduras esparcían reflejos luminosos alrededor de ellos. Muchos de los que los veían hubieran deseado conocerlos.
Los Hunos veían con admiración a los atrevidos héroes, lo mismo que se mira a las fieras. La esposa de Etzel los vio desde la ventana y tal vista le afligió el alma.
Ellos le hacían recordar sus sufrimientos y rompió a llorar. Los guerreros de Etzel se extrañaban sin saber qué era lo que le causaba su aflicción. Ella dijo:
—Hagen tiene la culpa, buenos y valientes héroes.
—¿Cómo es eso? —respondieron a la señora— nunca os hemos visto contenta. Por fuerte que sea el que os ha agraviado, decidnos que os venguemos y le daremos muerte.
—Al que me vengue de las penas sufridas le daré todo cuanto desee. Yo os lo pido de rodillas —añadió la esposa del rey—. Vengadme de Hagen, hacedle perder la vida.
Inmediatamente se ciñeron las espadas sesenta guerreros. Por amor a Crimilda querían salir del salón al encuentro de Hagen y matar al fuerte héroe y al músico; hablaron acerca de esto. Viendo la reina que eran pocos, dijo con brío a los guerreros.
—Desechad la resolución que habéis tomado siendo tan pocos, nunca podréis luchar contra el terrible Hagen.
»Por fuerte y altivo que sea el de Troneja, más fuerte es aún el que está sentado a su lado, Volker el músico; es un hombre terrible: no debéis atacar a esos héroes siendo tan pocos.»
Al escuchar esto se armaron mayor número de ellos, hasta cuatrocientos. La soberbia reina sintió alegre el corazón pensando que quedarían vengadas sus ofensas. Los guerreros no dejaron de sentir grandes cuidados.
Cuando vio armado a su acompañamiento, la reina dijo a los atrevidos guerreros:
—Esperad todavía, permaneced quietos aún. Quiero pasar la corona por delante de mis enemigos.
»Quiero decir todo el mal que me ha hecho Hagen, el compañero de Gunter. Sé que es tan impertinente que no lo negará; pero tampoco me importa el mal que le pudiera suceder.
Cuando el hábil tañedor de laúd, el fuerte músico, vio a la reina bajar los escalones para salir de la casa, el fuerte Volker se volvió hacia su compañero de guerras y le dijo:
—Mira amigo, como se adelanta altiva la que con mala fe te ha invitado para que vengas a este país. Nunca vi a una reina acompañada de tantos hombres, con las espadas desnudas y las armaduras puestas.
»¿Sabéis, amigo Hagen, si os odian? Si estas son vuestras noticias, cuidad de vuestra vida y de vuestro honor; esto me parece conveniente, pues si no me engaño parece que siente gran cólera.
»Todos son anchos de espaldas, fuertes y valientes: tiempo es de defender la vida. Creo ver que bajo la seda traen las corazas, pero nadie me ha dicho lo que quieren.
Así dijo con ira concentrada Hagen, el fuerte hombre:
—Bien sé que todos traen en las manos las brillantes espadas para atacarme; pero aún puedo salir de aquí y volver a Borgoña.
»Ahora dime, amigo Volker, ¿me harás el favor de ayudarme si la gente de Crimilda me quisiera atacar? Contéstame a esto en nombre del cariño que me tengas, yo por mi parte os serviré siempre fielmente.
—Os ayudaré —le contestó Volker—, y aun cuando viera venir en contra nuestra al rey Etzel con todos sus guerreros, mientras tenga vida, el temor no me hará retroceder un paso de vuestro lado.
—¡Ahora doy gracias al Dios del cielo, muy noble Volker! Si me atacaran, ¿qué otra ayuda puedo desear?
«Puesto que me queréis socorrer, según he oído, la cuestión será peligrosa para esos guerreros.
—Levantémonos de nuestros asientos —dijo el músico—. Hija de reyes
es
la que pasa. Hagámosle los honores a la noble reina. Así seremos más honrados.
—¡No! por lo que me quieras —replicó Hagen en seguida—. Esos guerreros podrían creer que lo hacíamos por miedo y que nos queríamos ir. No me levantaré de mi asiento por ninguno de ellos.
»Bueno es que nos dejemos de cortesías. ¿Por qué hacer honores a quien me odia? No, nunca los haré en mi vida. ¿Qué puede importarme en el mundo el odio de Crimilda?
El soberbio Hagen cruzó sobre sus rodillas una brillante espada, en cuyo pomo había un jaspe deslumbrador, verde como la hierba. Crimilda reconoció muy bien que era la de Sigfrido.
Al reconocer la espada experimentó grande aflicción. El puño era de oro, la vaina de galón rojo. Acudieron a su mente todos sus pesares y rompió a llorar. Creo que Hagen lo había hecho ex profeso.
Volker el fuerte colocó a su lado, en el banco, un duro arco, largo y fuerte semejante a un acerado machete. Allí permanecieron sentados sin ningún temor aquellos dos guerreros valerosos.
Los dos fuertes héroes estaban con tanta altivez que por temor de que creyeran otra cosa, no se levantaron de sus asientos. La reina pasó por delante de ellos y les hizo un saludo en el que se advertía el odio.
—Me parece señor Hagen —dijo ella—, que sabéis todo el mal que habéis hecho a quien os ha mandado buscar, a quien os ha invitado a venir a este país. Obrando con un poco de juicio debíais haber renunciado.
—Nadie me ha mandado buscar —respondió Hagen—. Pero han invitado a este país a tres héroes que son mis señores; yo soy de sus huestes y nunca me he quedado atrás cuando la corte hace una expedición.
—Decidme —replicó ella— ¿por qué siempre obráis de manera que se excite mi cólera? Vos habéis matado a Sigfrido mi querido esposo, del que hasta mi fin lloraré la muerte.
—¿Aún hay más palabras? —dijo él—, ya son bastantes. Yo soy Hagen, el que mató a Sigfrido, el arrogante héroe. ¡Qué caro pagó el insulto que la señora Crimilda hizo a la hermosa Brunequilda!
»No quiero mentir, rica reina, de todos vuestros males y pesares yo soy la causa. Ahora vénguese el que quiera, mujer u hombre. Yo no lo niego, os he causado grandes penas.
—Ya lo oís, guerreros —dijo ella—, no niega ninguno de los males que me ha causado; ya no me inspira cuidado nada de lo que pueda suceder hombres de Etzel.
Los feroces guerreros comenzaron a mirarse. Si se hubiera comenzado el combate, el honor habría sido para los dos compañeros que tantas veces habían vencido en las batallas. Pero el temor les hizo abandonar el intento que habían formado.
Así dijo uno de los guerreros:
—¿Por qué me miráis? No quiero realizar lo que había prometido: por obsequios de nadie quiero perder la vida. Mal nos quiere guiar la esposa del rey Etzel.
Otro dijo:
—En el mismo sentido me hallo yo. Aunque me dieran torres enteras de oro rojo y bueno no querría combatir con ese músico, pues horribles son las miradas que le he visto dirigir.
—También conozco a Hagen desde su juventud, y creo cierto cuanto de él hayan dicho. Lo he visto en veintidós combates, y por sus hechos muchas mujeres han sentido su corazón roto.
»Él y el de España han realizado muchas proezas cuando al lado de Etzel combatían con honor del rey. Con mucha frecuencia ha sucedido, y por esto no puede dudarse del honor de Hagen.
«Entonces el guerrero era casi un niño; los jóvenes de aquel tiempo han envejecido ya. Está todo el vigor de su espíritu, y es un hombre furioso: ciñe la Balmung que adquirió de una manera desleal.
Después de esto, se separaron sin librar combate, lo cual fue para la reina un pesar de corazón. Los guerreros se retiraron de allí, pues tenían miedo a la muerte de mano de los dos héroes hubieran sido para ellos un gran peligro.
—Ya hemos visto que tenemos aquí enemigos según nos habían anunciado —dijo el fuerte Volker—; vamos a reunimos con el rey en la corte, y nadie se atreverá a dirigir un ataque contra nuestros señores.
—Está bien, os sigo —respondió Hagen. Fueron a reunirse con los arrogantes guerreros que se preparaban para ser recibidos en la corte. Volker el fuerte hablaba en alta voz. Dijo a sus señores: