El cantar de los Nibelungos (34 page)

BOOK: El cantar de los Nibelungos
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»¿De qué nos sirve rey Etzel que le hayamos dado todo cuanto ha querido? Él no ha obrado bien. Él que debía vengarnos, quiere hacer la paz.

A estas palabras respondió Volker el audaz guerrero:

—No ha sucedido como dices, noble esposa del rey. Si me atreviera a decir que es mentirosa tan elevada señora, diría que a propósito de Rudiguero habéis dicho diabólicas mentiras. Él y sus guerreros han muerto sin proponer en ningún momento la paz.

»Tan fielmente ha cumplido las órdenes que rey le ha dado, que él y su acompañamiento han muerto. Mira a tu alrededor, señora Crimilda, para ver a quien das tus órdenes: hasta su fin os ha servido el valiente Rudiguero.

»Por si no queréis creerme vais a verlo.

Entonces para causarle mayor pena, trajeron al héroe con la cabeza hendida, al sitio desde donde pudiera verlo el rey. Los hombres de Etzel no habían experimentado nunca una pena mayor.

Cuando vieron al margrave muerto, ningún escritor podrá decir ni contar como lloraron hombres y mujeres. Todos sentían el corazón destrozado.

La pena del rey Etzel era también muy grande. Semejantes a los ruidos del león eran los lamentos del rico rey, y lo mismo hacía su esposa. Muchos lloraron la muerte del buen Rudiguero.

CANTO XXXVIII De cómo murieron los guerreros de Dietrich

Por todas partes se escuchaban tan grandes lamentos que retemblaban las torres y el palacio. Lo oyó uno de los hombres de Dietrich de Berna y se apresuró a comunicar la horrible noticia. Dijo al príncipe:

—Óyeme señor Dietrich, en lo que he vivido no sentí tan grandes lamentos como los que llegan ahora a mi oído. Paréceme que el rey mismo ha perecido en esta fiesta.

»De otro modo ¿cómo habían de estar todos en tan grande aflicción? El rey o Crimilda, uno de los dos, ha muerto por la cólera de esos fuertes extranjeros. Muchos héroes soberbios lloraron amargamente.

—Mi querido guerrero—dijo el príncipe de Berna—, no te precipites tanto: cuanto hayan hecho esos extranjeros ha sido obligados por la necesidad: déjales la ventaja de que esté en paz con ellos.

—Yo iré a la sala para saber noticias de los que han hecho —dijo el fuerte Wolfhart—, y haré saber a mi querido señor cuál es la causa de los lamentos que se escuchan.

—Cuando se espera hallar la cólera —contestó el noble Dietrich—, las preguntas importunas irritan al alma de los guerreros: por esto, Wolfhart, no quiero que les preguntes nada.

Mandó a Helferico que fuera y preguntara lo que había sucedido, fuera a los hombres de Etzel, fuera a los extranjeros. Nunca habían visto a gente tan profundamente afligida. El mensajero llegó y preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

Uno de los que allí estaban le respondió:

—Todos aquellos a quienes amábamos en el Huneland han sido matados. Aquí yace Rudiguero, muerto por los Borgoñones.

»Ninguno de los que habían venido con él ha podido escapar.

La aflicción de Helferico no pudo ser mayor. Nunca había recibido una noticia que le causara tanta pena. Volvió a Dietrich llorando y lamentándose.

—¿Qué habéis podido saber? —preguntó Dietrich—, ¿por qué lloráis tanto, héroe Helferico?

—Gran motivo tengo para llorar —respondió el noble guerrero—, los Borgoñones han matado a Rudiguero.

—No lo habrá querido Dios. Sería demasiada venganza; sería una jugada del demonio. ¿Cómo puede ser que Rudiguero haya tenido tan triste suerte? Yo sé que es muy amigo de los extranjeros.

—Si han hecho tal cosa —le respondió el fuerte Wolfhart— es menester que lo paguen con la vida. Si lo sufriéramos sería un vergüenza, un deshonor. Grandes servicios nos ha prestado el brazo de Rudiguero.

El jefe de los Amelungos mandó tomar mejores informes. Sentóse a una ventana con el corazón oprimido. Luego dijo a Hildebrando que se acercara a los extranjeros para saber por ellos lo que había pasado.

El fuerte guerrero en los combates, el maestre Hildebrando, no llevaba en las manos ni escudo ni armas. Quería llegar cortésmente a los extranjeros, pero el hijo de su hermana le hizo una buena observación. El furioso Wolfhart, le dijo:

—Si vais sin armas, os ultrajarán y tendréis que retiraros de un modo vergonzoso; llevad vuestras armas y os respetarán muchos.

Siguiendo el viejo el consejo del joven, Hildebrando tomó sus armas, y antes que lo advirtiera, todos los guerreros de Dietrich tenían las espadas en la mano. Esto causó pena al héroe y hubiera querido evitarlo. Preguntó a dónde querían ir:

—Nosotros queremos ir contigo, porque Hagen de Troneja es tan osado que podría hablaros con desprecio, como hace con frecuencia.

Cuando escuchó esto, el héroe accedió a los deseos de los guerreros. Vio el fuerte Volker cómo avanzaban los guerreros de Berna, la gente de Dietrich, con las espadas ceñidas y los escudos al brazo y lo hizo saber a sus señores de Borgoña. El músico dijo:

—Se aproximan hacia acá en actitud hostil los hombres de Dietrich, armados y cubiertos con el yelmo, querrán atacarnos y me parece que nos ocurrirá una desgracia.

Sin tardar más llegó Hildebrando: puso a sus pies su adornado escudo y preguntó a los que acompañaban a Gunter:

—Decidme, buenos héroes, ¿qué habéis hecho de Rudiguero?

»Me ha enviado mi señor Dietrich para que me digáis si la mano de uno de vosotros ha matado a ese noble margrave, según nos han dicho. Nosotros no podremos sufrir tan dura pena.

El furioso Hagen le respondió:

—Lo que os han dicho no es mentira; bien quisiera que vuestro mensajero os hubiera engañado y que Rudiguero gozara aún con vida; lo quería mucho; ya pueden llorarlo para siempre hombres y mujeres.

Cuando supieron ciertamente que Rudiguero había muerto, lloraron los guerreros como se lo exigía el afecto. Los hombres de Dietrich vertieron lágrimas que caían de sus mejillas a la barba: sentían un grandísimo pesar. Siegstab, el duque de Berna, dijo:

—Ha tenido fin la aventura que Rudiguero nos había proporcionado, después de nuestros días de desgracia. La alegría de un pueblo expatriado yace ahí muerta por vuestras manos.

El jefe de los Amelungos, el héroe Wolfwein, dijo:

—Aun cuando viera muerto a mi padre, no sufriría tanto pesar como con la muerte de Rudiguero. ¿Quién consolará ahora la margrave?

—¿Quién guiará a nuestros guerreros en muchas expediciones como el margrave lo hizo? —dijo el héroe Wolfhart—. ¡Oh muy noble Rudiguero, lástima que te hayamos perdido!

Wolfrando, Helferico y también Helmnot con todos sus amigos, lloraron su muerte. El llanto no dejó preguntar más a Hildebrando.

—Ahora, guerreros, haced lo que mi señor me ha mandado.

»Sacad al muerto Rudiguero de la sala donde han muerto todas nuestras alegrías. Dejad que le tributemos honores al que nosotros y a muchos hombres ha hecho tan grandes beneficios.

»Nosotros, como Rudiguero, estamos aquí fuera de nuestra patria; ¿a qué suplicar? Dejad que nos lo llevemos para que lo honremos muerto; lo mismo hubiéramos hecho durante su vida.

—Ningún servicio es can bueno como el que hace el amigo a su amigo muerto —respondió el rey Gunter—. Obrar así se llama fidelidad y constancia: con razón queréis honrarlo, os quería mucho.

—¿Cuanto tiempo rogaremos todavía? —preguntó el héroe Wolfhart—. Ya que hemos perdido nuestro consuelo por vuestra causa y que no alegrará su presencia, dejad que lo llevemos a donde se entierran a los guerreros.

A estas palabras contestó Volker:

—Nadie os lo dará, pero entrad por él al palacio donde yace el héroe con muchas heridas en el corazón, bañado en su sangre. Así será completo el servicio que queréis hacer a Rudiguero.

—Dios sabe, señor músico —respondió el fuerte Wolfhart—, que no hace falta provocarnos: nos habéis causado grave daño. Si me atreviera delante de mis señores, os ocurriría una desgracia; pero tenemos que estar quietos, no nos es permitido combatir.

—Muy prudente el que deja de hacer lo que quiere —le replicó el músico—, porque le está prohibido, pero no puedo decir que eso lo hagan los valientes.

El discurso agradó a Hagen, su buen compañero de armas.

—No será vuestra la jugada —le contestó Wolfhart—, desafinaré de tal modo las cuerdas de vuestro laúd que no podréis alabaros cuando volváis al Rhin. Vuestra arrogancia no puedo soportarla sin deshonor.

—Si de mi instrumento rompéis los suaves tonos —dijo el músico—, mi brazo hará perder a vuestro casco su brillantez y sin que importe cómo, regresaré a Borgoña.

Wolfhart quiso arrojarse sobre él, pero su tío Hildebrando lo contuvo por la fuerza

—Creo que no debes dejarte llevar de tu violenta cólera, pues si lo haces perderás el favor de mi señor.

—Dejad al león, maestre; se siente furioso, pero si se acerca a mí —dijo el buen héroe Volker—, aun cuando sus manos hubieran domeñado al universo, le daré un golpe que no lo deje hablar en lo venidero.

La cólera excitó al de Berna. Wolfhart el bueno y atrevido guerrero, se cubrió con el escudo y avanzó como un león furioso. Todos sus amigos lo siguieron al momento de la pelea.

A violentos saltos se dirigió contra los muros de la sala, pero el viejo Hildebrando llegó primero: no quería que nadie entrara en el combate antes que él. Pronto hallaron en los extranjeros lo que querían.

El maestre Hildebrando se arrojó sobre Hagen y se oyó crujir las espadas en la mano de los héroes. Su cólera era tan grande que le brillaban sus ojos. Las dos espadas movían un aire ardiente.

En lo más terrible del combate, fueron separados por la fuerza y la cólera de los de Berna. El maestre Hildebrando se separó de Hagen y entonces el atrevido Wolfhart acometió al fuerte Volker.

Descargó tan fuerte golpe en el casco del músico, que el filo de su espada se inflamó, pero con tal vigor se lo devolvió el artista que la armadura de Wolfhart despidió chispas.

Brotaba el fuego de sus corazas, pues la más grande furia animaba a los unos contra los otros. El guerrero Wolfwein de Berna los separó; sino hubiera sido un héroe, no lo hubiera conseguido nunca.

Gunter el fuerte rechazó con poderoso brazo a los terribles guerreros Amelungos. El joven Geiselher dejó tinto con olas de sangre más de un brillante casco.

Dankwart, el hermano de Hagen, era un hombre terrible: lo que en los combates anteriores había hecho de notable contra los guerreros de Etzel, no era más que aire. Ahora se batía con rabia verdadera el hijo de Aldriano.

Ritschart y Gerbart, Helferico y Wichart no se habían echado atrás en ningún combate: se lo hicieron ver a los guerreros de Gunter. Allí se veía a Wolfrando portarse bravamente en el combate.

El viejo Hildebrando se batía como un loco. Muchos buenos guerreros murieron a manos de Wolfhart y hallaron la muerte ahogados en sangre. Así vengaban la muerte de Rudiguero aquellos guerreros fuertes y buenos.

Cediendo a su cólera se batía el duque Siegstab. ¡Ah! ¡cuántos magníficos yelmos hendió en aquella batalla el sobrino de Dietrich! En la pelea nadie podía portarse mejor.

Como viera Volker el fuerte que Siegstab hacía verter torrentes de sangre por las buenas armaduras, se sintió furioso y se lanzó contra él. Allí perdió la vida Siegstab a manos del músico: Volker dio tales pruebas de su arte, que con la espada le dio muerte. El viejo Hildebrando lo vengó, según su valor se lo exigía.

—¡Oh! ¡desgracia —exclamó el maestre Hildebrando— mi querido señor yace aquí muerto por la mano de Volker! Ya no puede vivir más el músico.

¿Quién vio a nadie más furioso que el fuerte Hildebrando?

Dio a Volker con tanta fuerza, que los pedazos de su yelmo y las piezas del escudo del valeroso músico saltaron hasta las paredes de la sala, allí encontró su fin el terrible Volker.

Los hombres de Dietrich se apresuraban en el combate: daban tan fuertes golpes que hacían saltar las mallas de las cotas y las puntas de las espadas volaban. Por debajo de los cascos hacían correr torrentes de humeante sangre.

Hagen de Troneja vio muerto al guerrero Volker: esto era para él la pérdida mayor entre sus amigos y compañeros. ¡Con cuánta furia emprendió Hagen la venganza de su amigo!

—No gozará de su victoria el viejo Hildebrando: mi querido amigo, el mejor compañero de armas que he tenido, ha muerto a manos de ese guerrero.

Levantó su escudo y avanzó, amenazador contra él. Helferico el valiente mató a Dankwart causando gran pena a Gunter y a Geiselher, cuando lo vieron caer en la revuelta lucha. Su valentía había vengado de antemano su muerte.

(Aunque había allí mucha gente de distintos países y muy poderosos príncipes contra el pequeño grupo, si los cristianos no hubieran estado contra ellos, su valor hubiera bastado para rechazar a los paganos.)

A pesar de todo, Wolfhart seguía saltando acá y allá matando sin tregua a los del acompañamiento de Gunter. Atravesaba por tercera vez la sala del combate, y su brazo derribaba muertos a muchos héroes. El valeroso Geiselher gritó a Wolfhart:

—¡Oh! ¡qué terrible enemigo hemos encontrado! Noble y valiente guerrero, venid hacia acá; quiero ayudaros a terminar; esto no puede durar más tiempo.

Wolfhart se volvió luchando hacia Geiselher; cada uno hizo al contrario profundas heridas. Descargó con tanta fuerza contra el rey, que de la cabeza a los pies quedó bañado en sangre.

Encolerizado el hijo de la hermosa Uta, atacó a Wolfhart con horribles tajos. Por muy fuerte que fuera el guerrero, tenía que sucumbir. Nunca un rey tan joven fue más valiente.

Alcanzó a Wolfhart sobre la buena armadura, y de las heridas brotó la sangre en abundancia. Hirió de muerte al guerrero de Dietrich. Sólo siendo un héroe pudo dar un golpe semejante.

Cuando el fuerte Wolfhart recibió la herida, dejó caer el escudo: después con ambas manos levantó una cortante espada con la que hirió al héroe Geiselher a través del yelmo y la coraza.

Uno a otro se habían dado horrible muerte. El guerrero de Dietrich no podía conservar la vida. El viejo Hildebrando vio caer a Wolfhart: en su vida había experimentado mayor pena.

Todos los hombres de Dietrich y Gunter habían muerto. Hildebrando fue al sitio en que había caído Wolfhart, bañado en su sangre, y lo tomó en sus brazos el guerrero fiel y bueno.

Quiso sacarlo fuera del palacio, pero pesaba mucho. Aquel hombre mortalmente herido volvió los ojos hacia su tío, y vio que lo quería sacar de allí. El moribundo dijo:

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