Read El cantar de los Nibelungos Online
Authors: Anónimo
No se veía allí ninguna mujer con colores: ciñiendo la cabeza llevaban brillantes bandas de oro para que el viento no las despeinara; estaban seductoras y hermosas.
Dejemos a las mujeres ocupadas en sus asuntos. Para salir al campo a recibir a los guerreros, los amigos de Rudiguero hicieron grandes preparativos; fueron muy bien recibidos en las tierras del margrave.
Cuando el margrave vio que se aproximaban, Rudiguero el valiente le dijo con cariño:
—Bienvenidos sean los señores y toda su gente, una satisfacción es para mí verlos en mis dominios.
Los guerreros dieron las gracias con buena fe y sin odio, pues les manifestaba claramente la alegría por su llegada. Saludó particularmente a Hagen, al que hacía mucho tiempo que conocía, y lo mismo con Volker, el héroe de Borgoña.
Recibió también a Dankwart; así dijo al fuerte héroe:
—Ya que consentís en recibirnos, ¿quién cuidará del acompañamiento que hemos traído de Worms sobre el Rhin?
—Ese cuidado es mío —respondió el margrave—. En este país se cuidará con esmero de vuestro acompañamiento y también de lo que habéis traído en caballos, plata y vestidos: pondré tan buena guardia que no se perderá nada, ni aun lo que valga media espuela.
«Criados, levantad tiendas en el campo; yo soy responsable de todo lo que se pierda; quitad las bridas y dejad libres los caballos.
Pocos huéspedes los habían recibido tan bien. Los extranjeros estaban alegres. Cuando estuvo todo preparado, los señores se alejaron de allí dejando a los criados que se acostaran en la hierba, donde reposaron bien. Pienso que en su viaje nunca se encontraron mejor.
La margrave había salido fuera de la ciudad con su hermosa hija. Allí se veían con ella mujeres admirables y muchas bellas jóvenes: llevaban muchas piedras preciosas y muchos ricos vestidos.
El fulgor de las piedras preciosas que llevaba en sus adornos se advertía desde muy lejos y estaban perfectamente puestos. Se acercaban ya los extranjeros y echaron pie a tierra. ¡Oh! ¡cuántas cortesías hicieron los Borgoñones!
Sesenta y tres vírgenes y muchas más mujeres, cuyos cuerpos parecían formados por el deseo, se presentaron ante ellos rodeadas de un gran número de fuertes hombres.
Distinguidamente saludaron todos a las nobles mujeres.
La margrave besó a los tres reyes y lo mismo hizo su hija. Hagen estaba al lado de ellos. El padre le dijo que lo abrazara: ella lo miró y pareciéndole muy feroz y muy horrible, se hubiera abstenido de hacerlo de buena gana.
Pero tuvo que hacer lo que su padre le mandaba. Sus colores se mudaban, siendo ora pálidos ora rojos. También besó a Dankwart y después al distinguido músico: este beso lo merecía por su valor y su arrojo.
La joven margrave tomó de la mano al joven Geiselher de Borgoña; y también hizo lo mismo su madre con el fuerte Gunter. Condujeron a los héroes con cariñosos miramientos.
El jefe, caminando al lado de Gernot, penetró en un anchuroso salón. Los caballeros y las señora se sentaron allí y dieron a los extranjeros del mejor vino que podía encontrarse: nunca hubo héroes que fueran mejor tratados.
Todos fijaban sus ávidos ojos en la hija de Rudiguero, que estaba magníficamente vestida. En lo íntimo de su alma, más de un noble caballero le declaró su amor; en verdad que lo merecía, pues sus sentimientos eran nobles y puros.
Lo que ellos pensaban no podía realizarse. Los buenos caballeros veían por todas partes doncellas y mujeres, de las que había muchas. El noble artista quería mucho y bien al noble Rudiguero.
Se separaron después, según era costumbre en el país, yéndose los caballeros por un lado y las mujeres por otro. Pusieron las mesas en la ancha sala y sirvieron abundantemente a los desconocidos extranjeros.
En prueba de consideración a ellos, la noble margrave los acompañó a la mesa. A su hija la dejó en compañía de las doncellas como era conveniente. Esto no agradó a los huéspedes que deseaban verla.
Cuando hubieron comido y bebido bien, entraron las hermosas en la sala. No faltaron los cuentos chistosos: Volker habló mucho, era un guerrero fuerte y muy hábil. El músico dijo en alta voz:
—Muy rico margrave, Dios ha obrado con vos misericordiosamente: os ha dado una esposa honrada y bella y una dichosa vida.
»Si fuera rey—añadió el músico—, si ciñiera una corona anhelaría tener por esposa a vuestra hermosa hija, ella ha impresionado fuertemente mi espíritu. Es digna de amor y además noble y buena.
—¿Cómo es posible que un rey pretendiera a mi querida hija? —le contestó el margrave—. Nosotros estamos desterrados aquí mi mujer y yo, y nada tenemos que dar; ¿para qué puede servir su belleza?
Gernot el noble y buen héroe dijo:
—En el caso de que se hubiera de escoger una esposa a mi gusto, mi corazón se estremecería de alegría al tenerla por mujer.
Entonces Hagen dijo en tono amistoso:
—Ya debe pensar en tomar mujer, mi señor Geiselher, y de tan ilustre prosapia es la joven margrave, que yo y todos los que me acompañan la serviríamos con gusto; menester es que se venga a Borgoña y ciña la corona.
Estas frases agradaron mucho al buen margrave y también a Gotelinda; luego muchos guerreros se arreglaron de modo que el noble Geiselher la tomó por esposa, según convenía a tan elevada persona.
¿Qué hay que oponerse a lo que se tiene que cumplir? Rogaron a la joven que fuera a la corte y prometieron al príncipe por medio de juramento la encantadora virgen. Él a su vez prometió amar a la joven digna de las mayores consideraciones.
Dieron a la desposada tierras y ciudades, y los nobles reyes confirmaron la donación extendiendo sus manos en señal de juramento. Así quedó hecho; el margrave añadió:
—Yo no tengo ciudades, pero siempre os seré fiel y constante con toda el alma. Doy a mi hija la plata y el oro que cien bestias de carga puedan llevar con trabajo, para que el honor del héroe quede satisfecho.
Hicieron que ambos permanecieran en un círculo como era costumbre. Muchos jóvenes guerreros de alegre carácter estaban frente a ellos. Se ponían en su caso como en tales ocasiones hacen los jóvenes.
Cuando preguntaron a la joven digna de amor si quería al guerrero, sintió tristeza; quería al arrogante joven, pero la pregunta la ruborizaba como acontece a muchas vírgenes.
Le aconsejó su padre Rudiguero que dijera que sí y que tomara su nombre con gusto: el joven Geiselher se adelantó rápidamente hacia ella y le cogió sus blancas manos. ¡Cuán poco gozó de su presencia! El margrave dijo:
—Nobles y ricos reyes, cuando volváis de vuestro viaje, os daré a mi hija según es costumbre, para que la llevéis con vosotros.
Así lo prometieron. Grande fue la alegría de todos, pero al fin tuvo que cesar. Aconsejaron a la joven que se retirara a su cámara, y a los huéspedes que fueran a dormir hasta que llegara el día. Se prepararon los víveres; el jefe los trató con verdadera munificencia.
Después de hacer la primera comida, hubieran querido partir para el Huneland.
—En verdad que tengo que oponerme —dijo el noble margrave—, pues rara vez tengo huéspedes que me sean tan queridos.
—No nos es posible detenernos —le respondió el margrave— ¿de dónde tomaríais los víveres, el pan y el vino, si aun hoy tuvierais que alimentar a tanta gente?
Al escuchar esto, dijo el jefe:
—No digáis eso mis queridos señores, no me neguéis lo que os pido. Sin trabajo ninguno os daré víveres durante catorce días para todo el acompañamiento que lleváis. Nada me ha negado hasta ahora el rey Etzel.
Por más que se defendieron, les fue necesario permanecer allí hasta la cuarta mañana. El generoso jefe hizo cosas de que se habló durante mucho tiempo: dio a sus huéspedes caballos y vestidos.
No podía durar esto mucho tiempo, porque tenían que marcharse. El valiente Rudiguero no escaseó nada; lo que cada uno deseaba se lo concedía y todos tenían razón para estar muy satisfechos.
Su noble acompañamiento condujo ante la puerta muchos caballos ensillados. Muchos valientes guerreros se adelantaron hacia ellos llevando el escudo en la mano, pues querían caminar hacia el país de Etzel.
El margrave había hecho los regalos a los héroes antes que los nobles extranjeros entraran en la sala. Podía vivir con honor y en abundancia, pues habían concedido su hermosa hija a Geiselher.
Regaló a Gernot una espada muy bien templada que el altivo guerrero usó después siempre en los combates. Este regalo agradó mucho a la esposa del margrave; por ella perdió luego el buen Rudiguero cuerpo y vida.
Regaló al rey Gunter, al héroe distinguido, una armadura que con honor podía llevarla el noble y rico rey, que casi nunca aceptaba los regalos. El rey manifestó su agradecimiento a Rudiguero.
Gotelinda dio a Hagen, según convenía, sus amistosos regalos: ya que el rey los aceptaba él no podía ir a la fiesta sin llevar los suyos; el noble guerrero dijo a pesar de todo:
—De cuanto he visto, nada deseo tanto como llevar este escudo que está colgado en la pared: quisiera llevarlo conmigo al Huneland.
Al escuchar estas palabras de Hagen, la margrave recordó sus penas y rompió a llorar. Pensaba con dolor profundo en la muerte de Nudungo al que había matado Wittich; no pudo contener sus gemido. Ella dijo al guerrero:
—Quiero daros ese escudo. Quisiera Dios del cielo que aún gozara de la vida el que se sirvió de él. ¡Murió en un combate! Lo lloraré siempre, así tiene que hacerlo una pobre mujer.
Se levantó de su asiento la amable margrave, y tomó con sus blancas manos el escudo que entregó a Hagen: éste se lo ajustó al brazo. Era un regalo de honor para el guerrero.
Una cubierta de brillantes telas velaba sus reflejos. Nunca a la luz del día habían brillado mejores piedras que las de aquel escudo, que de quererlo comprar habría costado mil marcos.
El héroe mandó que recogieran el escudo y en aquel momento su hermano Dankwart llegó a la corte. La hija de Rudiguero le regaló ricos vestidos que llevó con grande alegría al país de los Hunos.
De tantos regalos como tuvieron, nada hubieran disfrutado sin el cariño del jefe, que se los ofreció amistosamente. Sin embargo, llegaron a ser enemigos suyos y fueron los que le dieron muerte.
Volker, el atrevido guerrero, fue a colocarse con su viola ante la noble Gotelinda; tañó sus más dulces sones y entonó una troba; así se despidió al partir de Bechlaren.
La margrave hizo traer entonces una arqueta y vais a saber ahora cuales fueron aquellos cariñosos regalos: tomó doce brazaletes y se los puso en la mano:
—Volker, llevaréis esto al Huneland y por amor a mí, llevadlos en la corte para que cuando volváis me digan como me habéis servido en la fiesta.
Lo que ella deseaba lo hizo después el guerrero. El jefe dijo a los extranjeros:
—Para que caminéis mejor, quiero acompañaros yo mismo; todos os respetarán tanto que nadie se atreverá a molestarlos en el camino.
Las bestias de carga fueron preparadas inmediatamente. El jefe estaba preparado con quinientos hombres, caballos y vestidos, iba alegremente a la fiesta, pero ninguno de aquellos buenos caballeros volvió con vida a Bechlaren.
Con cariñosos besos se despidió Rudiguero de su esposa, y lo mismo hizo Geiselher, según el amor le aconsejaba. Besaron y abrazaron a las hermosas mujeres; después tuvieron que llorar muchas jóvenes.
Se abrieron las ventanas, el margrave iba a caminar con sus hombres. El corazón les predecía desgracias; muchas mujeres y tiernas jóvenes lloraron.
Sus amados amigos, a los que no volvieron a ver nunca en Bechlaren, les inspiraban pesar. Sin embargo, ellos marcharon con alegría por el camino y pasaron el Donau dirigiéndose hacia el Huneland.
Así dijo a los Borgoñones el amable margrave, el noble Rudiguero: —Anunciemos sin tardanza la noticia de que nos aproximamos al Huneland. Nunca habrá recibido el rey Etzel una más alegre.
El rápido mensajero caminó por el Osterreicheland; en todas partes anunció a las gentes que iban a llegar los héroes de Worms sobre el Rhin. Nada podía agradar tanto al acompañamiento del rey.
Los mensajeros esparcieron la nueva de que los Nibelungos llegaban al país de los Hunos. Crimilda la reina estaba en una ventana y desde ella veía llegar a sus parientes. Vio llegar a muchos hombres de su país natal; el rey que estaba a su lado, le dijo:
—Tú los recibirás bien, Crimilda esposa mía, un grande honor es para ti la venida de tus amados hermanos.
—Grande alegría es para mí —respondió Crimilda—. Aquí llegan mis amigos trayendo escudos nuevos y relucientes corazas: el que quiera ganar mi oro, que piense en mis penas y siempre le estaré agradecida.
»Quiero tomar venganza en esta fiesta y que alcance al que me ha causado tantas aflicciones; así quedaré satisfecha.»
Cuando los Borgoñones llegaron al país, lo supo el anciano Hildebrando de Berna, el cual lo dijo a su señor. Dietrich estaba con cuidado; y le rogó que recibiera bien a los fuertes y nobles caballeros.
Wolíhart el fuerte hizo traer sus caballos. Con Dietrich cabalgaron por el campo muchos atrevidos guerreros; en aquel sitio habían levantado muchas vistosas tiendas.
Cuando Hagen de Troneja los vio avanzar desde lejos, dijo a sus señores cortésmente:
—Echad pie a tierra guerreros, y salid al encuentro de los que vienen a recibiros.
»Veo venir hacia aquí a un grupo de señores que me son conocidos, son los valientes guerreros del Amelungenland. El de Berna los guía, son muy altivos: no rehuséis ninguno de los servicios que os ofrezcan.
Habiendo echado pie a tierra de los caballos, permanecieron al lado de Dietrich muchos caballeros y criados. Se adelantaron hacia los extranjeros hasta el lugar en que estaban los héroes y saludaron amistosamente a los del país de Borgoña.
Desearéis saber lo que Dietrich dijo a los hijos de Uta cuando vio que se acercaban; aquella expedición le causaba pesar y pensaba que Rudiguero lo sabía y se lo habría dicho.
—Bienvenidos seáis señores Gunter y Geiselher, Gernot y Hagen, y también vos señor Volker y el arrojado Dankwart: ¿no sabéis que todavía Crimilda llora al del país de los Nibelungos?
—Ella puede llorar largo tiempo —contestó Hagen—. Muchos años hace ya que cayó muerto y debe amar al rey de los Hunos. Sigfrido no puede volver; hace mucho tiempo que está enterrado.