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Authors: Anónimo
Como hemos dicho, la crítica ha rechazado unánimemente y desde hace mucho tiempo esta opinión: fijándose en las formas del lenguaje, es lo más sensato admitir que la obra pertenece al siglo XII y no al XIII, en el que floreció el protagonista de Novalis. En aquella época la estrofa que caracteriza la composición de
Los Nibelungos
constituye una novedad bastante extraña en la literatura alemana, mas ya antes había sido empleada por un poeta cuya vida y nombre se ignoran, pero al que se conoce por el feudo en que naciera y de que fuera poseedor, llamándosele por esto el poeta de Küremberg, único que con Dietmar de Ast florecieron antes del año 1143. Las composiciones líricas que de él se conservan permiten hacer una comparación con
Los Nibelungos;
el lenguaje y la elevación de ideas son muy parecidos y desde que tal paralelo ha podido establecerse se ha afirmado como verdad indudable que
Los Nibelungos
pertenecen al anónimo autor que dejamos apuntado. En apoyo de esta tesis, hay un dato de verdadera importancia, cual es lo que puede llamarse geografía del poema: a partir de Passau (Batava Castra), la descripción que hacen los héroes borgoñones es perfectamente exacra, puede seguirse paso a paso, denota gran conocimiento del país y precisamente cerca de Linz, en la orilla izquierda del Danubio, es donde se encuentran las ruinas del castillo de Küremberg, que ha dado nombre al poeta.
Monumento de grandísima importancia en la Historia de la literatura alemana, ya lo hemos dicho,
Los Nibelungos
han sido objetos de serios y concienzudos trabajos por parte de afamados críticos. Antes del siglo XVIII sólo los hallamos mencionados por el célebre historiador alemán Wolfgang Lazius, mas a partir de dicha fecha parece que los alemanes han querido reparar el agravio que con el injusto olvido se hacían unas y otras, y casi sin interrupción han aparecido muchas ediciones del poema, no pocos volúmenes de notas, comentarios e interpretaciones y gran número de obras cuyo principal objeto es analizar este poema. El primero que acerca de ello excitó la atención de sus compatriotas, en la forma que se debía, fue Bodmer de Zurich, el jefe de la escuela suiza que asociado con Breitinger concibió el empeño de reformar la literatura alemana, supeditada en aquella época casi por completo a las influencias francesas. En sus
Cartas criticas
no pudo menos de revelar el entusiasmo que ya en 1784 había dado a luz la célebre colección de poemas alemanes de los siglos XII, XIII y XIV, pero no halló desde el principio la acogida que merecía. Al enviar el ilustre bibliófilo al rey de Prusia un ejemplar del poema más original de Alemania, Federico II, más versado en achaques de campañas militares que en cuestiones de literatura, le contestó «que todo aquello no valía lo que un cartucho, y que si antes los hubiera tenido en su biblioteca lo arrojara por la ventana». Por fortuna esta joya literaria de la edad media, como los alemanes la llaman, es hoy justamente apreciada. En la presente traducción no hemos escatimado medio alguno y, teniendo a la vista los textos umversalmente reconocidos como mejores, hemos procurado que nuestra traducción, siendo castellana, conserve algo del carácter que el original tiene y en lo que consiste uno de sus méritos principales: de haber hecho la traducción palabra por palabra, hubiera resultado una obra incomprensible; exponer el pensamiento sólo era darla incompleta; era preciso armonizar ambos extremos, y así lo hemos hecho. Otra de las dificultades con que también tropezaba el traductor era el adaptar a nuestro idioma los complicados y difíciles nombres alemanes, pero ésta nos fue allanada por el ilustre académico Tamayo y Baus.
Madrid, octubre de 1882.
El Cantar de los Nibelungos
Las tradiciones de los antiguos tiempos nos refieren maravillas, nos hablan de héroes dignos de alabanza, de audaces empresas, de fiestas alegres, de lágrimas y de gemidos. Ahora podréis escuchar de nuevo la maravillosa historia de aquellos guerreros valerosos.
Vivía en Borgoña una joven tan bella, que en ningún país podría encontrarse otra que la aventajara en hermosura. Se llamaba Crimilda y era una hermosa mujer: por su causa muchos héroes debían perder la vida.
Muchos valientes guerreros se atrevían a pretenderla en mente, como se debe hacer con una virgen digna de amor; nadie la odiaba. Su noble cuerpo era notablemente bello, y las cualidades de aquella joven hubieran sido ornamento de cualquier mujer
La guardaban tres poderosos reyes, nobles y ricos; Gunter y Gernot, guerreros ilustres, y él joven Geiselher, un guerrero distinguido. La joven era hermana de ellos y sus mayores tenían que cuidarla.
Estos príncipes eran buenos y descendían de muy ilustre linaje: héroes probados, eran sumamente fuertes y de una audacia extraordinaria. El país a que pertenecían se llamaba Borgoña y habían realizado prodigios de valor en el reino de Etzel.
En el tiempo de su poder, habitaban en Worms, sobre el Rhin: muchos nobles y valientes caballeros les sirvieron con honor hasta su muerte, mas perecieron tristemente a causa de los celos de dos notables mujeres.
Uta, se llamaba su madre, reina poderosa; y el padre Dankrat, que al morir les dejara una cuantiosa herencia, estaba dotado de grandísima fuerza; también en su juventud había conquistado inmarcesible gloria.
Como he dicho ya, los tres reyes eran valerosos, por lo que tenían a su servicio los mejores guerreros de que se había oído hablar, todos muy vigorosos y sumamente intrépidos en el combate.
Se llamaban Hagen de Troneja y su hermano, el muy hábil Dankwart; Ortewein de Metz, los dos margraves Gere y Eckewart, y Volker dé Alceya, de un indomable valor.
Rumold, el intendente de las cocinas, era un guerrero distinguido; Sindold y Hunold debían dirigir la corte y las fiestas como vasallos de los tres reyes, los cuales tenían también en su servidumbre muchos héroes que no pueden enumerarse.
Dankwart era mariscal: Ortewein de Metz, su sobrino, sumiller del rey. Sindold, el guerrero escogido, era copero; Hunold camarero: dignos eran todos de servir los más elevados empleos.
La verdad es que nadie podrá decir con exactitud cuán grande era el poder de aquella corte, la extensión de sus fuerzas, su alta dignidad y el valor de aquellos caballeros que sirvieron con alegría a sus jefes durante toda su vida.
Véase lo que Crimilda soñó: el halcón salvaje que domesticara empleando tantos días, lo vio estrangulado entre las garras de dos águilas y nada en la tierra podía causarle pesar tan grande.
Cuando refirió el sueño que había tenido a su madre Uta, ésta no pudo dar a su sencilla hija más que la explicación siguiente:
—El halcón que tú domesticabas es un noble esposo, que si Dios no te lo conserva, habrás de perder muy pronto.
—¿Qué me dices a mí de esposo, querida madre mía? Quiero vivir siempre sin el amor de un guerrero, a fin de que por ningún hombre pueda sentir la menor pena. Así pues permaneceré doncella toda mi vida.
—No hagas votos tan anticipadamente —le respondió su madre—; si en este mundo experimentas alguna vez la felicidad del corazón, ésta te vendrá por el amor de un esposo. Te vas haciendo una hermosa mujer; quiera Dios unirte a un buen caballero.
—Dejad esa manera de hablar, madre muy querida; muchas mujeres pueden presentarse como ejemplo de que el amor tiene por continuación el sufrimiento. Quiero evitar los dos, para que nunca me pueda suceder una desgracia.
Crimilda vivió feliz pensando de este modo sin conocer a nadie a quien quisiera amar, pero después y muy dignamente se hizo esposa de un noble caballero.
Aquel era el halcón que viera en el sueño que le explicara su madre. ¡Cuando lo mataron extremó su venganza en sus próximos parientes! Por la muerte de uno solo, perecieron los hijos de muchas madres.
Por aquel tiempo vivía en el Niderland el hijo de un rey poderoso; su padre se llamaba Sigemundo, su madre Sigelinda y habitaban en una ciudad muy conocida situada cerca del Rhin: esta ciudad se llamaba Xanten.
¡No os diré cuán hermoso era aquel héroe! Su cuerpo estaba exento de toda falta y con el tiempo se hizo fuerte e ilustre aquel hombre atrevido. ¡Ah! ¡cuán grande fue la gloria que conquistó en el mundo!
Aquel héroe se llamaba Sigfrido, y gracias a su indomable valor visitó muchos reinos; por la fuerza de su brazo domino a muchos países. ¡Cuántos héroes encontró entre los Borgoñones.
De su mejor tiempo, de los días de su juventud, pueden contarse maravillas que Sigfrido realizara; de mucha gloria está circundado su nombre, su presencia era arrogante muchas mujeres hermosas lo amaron.
Lo educaron con todos los cuidados que merecía, pero por naturaleza tenía más sobresalientes cualidades; el reino de su padre adquirió fama por él, pues en todas las cosas se mostró perfecto.
Llegado que hubo a la edad de presentarse en la corte, todos deseaban verle; muchas mujeres y hermosas vírgenes anhelaban que su voluntad se fijara en ellas; todos le querían bien y el joven héroe se daba cuenta de ello.
Muy pocas veces permitían que el joven cabalgara sin acompañamiento; riquísimos vestidos le dio su madre Sigelinda; hombres instruidos que sabían lo que el honor vale, cuidaban de él: de esta manera pudo conseguir hombres y tierras.
Cuando llegó a la plenitud de la edad, y pudo llevar las armas, le dieron todo lo necesario: gustaba de las mujeres que saben amar, pero en nada se olvidaba del honor el hermoso Sigfrido.
He aquí que su padre Sigemundo hizo saber a los hombres que eran amigos suyos, que iba a dar una gran fiesta; la noticia circuló por las tierras de los demás reyes; daba a cada uno un caballo y un traje.
Donde quiera que había un joven noble, que por los méritos de sus antepasados pudiera ser caballero, lo invitaban a la fiesta del reino y más tarde todos ellos fueron armados al lado de Sigfrido.
Grandes cosas podrían contarse de aquella fiesta maravillosa. Sigemundo y Sigelinda merecieron gran gloria por su generosidad: sus manos hicieron grandes dádivas, y por esto se vieron en su reino a muchos caballeros extranjeros que los servían con gusto.
Cuatrocientos portaespadas debían recibir la investidura al mismo tiempo que el joven rey; muchas hermosas jóvenes trabajaban con afán, pues querían favorecerlos y engarzaban en oro gran cantidad de piedras preciosas.
Querían bordar los vestidos de los jóvenes y valerosos héroes y no les faltaba que hacer. El real huésped hizo preparar asientos para gran número de hombres atrevidos, cuando hacia el solsticio de estío, Sigfrido obtuvo el título de caballero.
Muchos ricos de la clase media y muchos nobles caballeros fueron a la catedral: los prudentes ancianos hacían bien en dirigir a los jóvenes como en otro tiempo lo habían hecho con ellos; allí gozaron de placeres sin número y de no pocas diversiones.
Se cantó una misa en honor de Dios. La gente se agolpaba en numerosos grupos cuando llegó la hora de armar caballeros, según los antiguos usos de la caballería, a los jóvenes guerreros, y se hizo con tan ostentosos honores como nunca hasta entonces se había visto.
Inmediatamente se dirigieron ellos al lugar en que se hallaban los corceles ensillados. En el patio de Sigemundo el torneo era tan animado que las salas y el palacio entero retemblaban. Los guerreros de gran valentía hacían un ruido formidable.
Podrían escucharse y distinguirse los golpes de los expertos y de los novicios, y el ruido de las lanzas rotas que se elevaba hasta el cielo; los fragmentos de muchas de ellas despedidos por las manos de los héroes, volaban hasta el palacio. La lucha era ardiente.
El real huésped les mandó cesar; retiraron los caballos y sobre el campo pudieron verse rotos muchos fuertes escudos; esparcidas sobre el verde césped muchas piedras preciosas, así como también las placas de las bruñidas rodelas. Todo aquello era resultado de los violentos choques.
Los convidados por el rey tomaron asiento en el orden señalado de antemano. Sirviéronse con profusión ricos manjares y vinos exquisitos, con los que dieron al olvido sus fatigas. No fueron pocos los honores que se hicieron lo mismo a los extranjeros que a los hijos del país.
El día entero lo pasaron en alegres goces: allí aparecieron multitud de personas que no estuvieron desocupadas, pues mediante recompensa sirvieron a los ricos señores que se encontraban en la fiesta. El reino entero de Sigemundo fue colmado de alabanzas.
El rey dio al joven Sigfrido la investidura de las ciudades y de los campos, de la misma manera que él la había recibido. Su mano fue pródiga para los demás hermanos de armas, y todos se felicitaron del viaje que habían hecho hasta el reino aquel.
La fiesta se prolongó durante siete días: Sigelinda la rica, perpetuando antiguas costumbres, distribuyó oro rojo por amor de su hijo, al que deseaba asegurar el cariño de todos sus subditos.
En el país no volvieron a encontrarse pobres vagabundos. El rey y la reina esparcieron por doquier vestidos y caballos, lo mismo que si no les quedara más que un día de vida. Creo que en ninguna corte se desplegó tanta munificencia.
Los festejos terminaron con ceremonias dignas de general alabanza. Muchos ricos señores dijeron después de aquel tiempo, que hubieran querido tener por jefe al gallardo príncipe, pero Sigfrido, el arrogante joven no sentía tales deseos.
Por mucho que vivieron Sigemundo y Sigelinda, nunca el hijo querido de ambos ambicionó ceñir la corona; aquel guerrero bravo y atrevido quería ser sólo el jefe para afrontar todos los peligros que pudieran amenazar el reino de su padre.
Nadie se atrevió a insultarlo nunca y desde que tomó las armas apenas si se permitió reposo aquel ilustre héroe. Los combates eran su alegría y el poder de su brazo le hizo adquirir nombre en los países extranjeros.
Ningún pesar de amor torturaba al novel caballero, mas oyó decir que vivía en Borgoña una hermosa joven que parecía hecha a deseo, y esto le hizo experimentar muchas alegrías y muchas calamidades.
Hasta muy lejos había llegado el conocimiento de aquella extraordinaria belleza, así como también el de los altaneros sentimientos de que más de un héroe había encontrado poseída a la joven: por esto llegaron muchos extranjeros al país de Gunter.
Por más que gran número de ellos habían solicitado su amor, Crimilda no podía resolverse a elegir uno para hacerlo dueño de su corazón. Todavía le era desconocido aquel a quien más tarde.debía someterse.