Unos pocos vidaspren (motitas verde brillante) flotaban en torno a los montículos de cortezapizarra. Algunos bailaban entre las grietas de la corteza, otros en el aire como motas de polvo zigzagueando hacia arriba, solo para volver a caer.
Utilizó un carboncillo de punta fina para anotar algunos pensamientos sobre la relación entre los animales y las plantas. No conocía ningún libro que hablara de relaciones como esta. Los eruditos parecían preferir el estudio de los animales grandes y dinámicos, como los conchagrandes o los espinasblancas. Pero esto le parecía un descubrimiento hermoso y maravilloso.
«Los caracoles y las plantas pueden ayudarse unos a otros. Pero yo traiciono a Jasnah.»
Se miró la mano segura, y la bolsa oculta en su interior. Se sentía más protegida teniendo la animista cerca. Todavía no se había atrevido a usarla. El robo la había puesto demasiado nerviosa, y le preocupaba usar el artilugio cerca de Jasnah. Ahora, sin embargo, estaba en un hueco en el interior del laberinto, con solo una entrada en curva en su callejón sin salida. Se levantó como casualmente, miró alrededor. No había nadie más en los jardines, y estaba tan lejos que tardarían minutos en llegar adonde estaba.
Volvió a sentarse, apartó a un lado su lápiz y su libreta. «Bien puedo ver si soy capaz de descubrir cómo se usa. Tal vez no haya necesidad de buscar una solución en el Palaneo.» Mientras se levantara y echara un vistazo periódicamente, podía estar segura de que no se acercaría nadie ni la verían por accidente.
Sacó el artilugio prohibido. Era pesado, sólido. Inspirando profundamente, enrolló las cadenas en sus dedos y su muñeca, las gemas contra el dorso de la mano. El metal estaba frío, las cadenas flojas. Flexionó la mano, tensando el fabrial.
Esperaba sentir un arrebato de poder. Un cosquilleo en la piel, tal vez, o una sensación de fuerza y energía. Pero no hubo nada.
Dio un golpecito a las tres gemas: había colocado su cuarzo ahumado en la tercera posición. Otros fabriales, como la abarcaña, funcionaban cuando les dabas un golpecito a las piedras. Pero eso era una tontería ya que nunca se lo había visto hacer a Jasnah. La mujer tan solo cerró los ojos y tocó algo, animándolo. Humo, cristal y fuego eran la especialidad de esta animista. Solo en una ocasión había visto a Jasnah crear algo más.
Vacilante, Shallan cogió un pedazo de cortezapizarra roto de la base de una de las plantas. Lo alzó con su mano libre y cerró los ojos.
«¡Conviértete en humo!»
No sucedió nada.
«¡Conviértete en cristal!»
Abrió un ojo. No hubo ningún cambio.
«Fuego. Arde. ¡Eres fuego! Te…»
Se detuvo, advirtiendo la estupidez de todo aquello. ¿Una mano misteriosamente quemada? No, eso no sería nada sospechoso, claro. Se concentró en cambio en el cristal. Volvió a cerrar los ojos, manteniendo la imagen de un trozo de cuarzo en la mente. Trató de desear que la cortezapizarra cambiara.
No sucedió nada, así que intentó concentrarse, imaginándose que la cortezapizarra se transformaba. Después de unos minutos de fracaso, trató de hacer que cambiara la bolsa, y luego el banco, y luego probó con uno de sus cabellos. Nada.
Shallan comprobó para asegurarse de que seguía sola, y luego se sentó, frustrada. Nan Balat le había preguntado a Luesh cómo funcionaban los artilugios, y este había dicho que era más fácil mostrarlo que explicarlo. Había prometido ofrecerles respuestas si ella conseguía robar la animista de Jasnah.
Ahora estaba muerta. ¿Estaba condenada a llevarla a su familia, solo para dársela inmediatamente a aquellos hombres peligrosos, sin usarla para conseguir riquezas con las que proteger su casa? ¿Todo porque no sabía activarla?
Los otros fabriales que había usado eran sencillos de activar, pero los habían construido artifabrianos contemporáneos. Las animistas eran fabriales de tiempos antiguos. No emplearían métodos modernos de activación. Shallan contempló las brillantes gemas del dorso de su mano. ¿Cómo descubrir el método para usar una herramienta que tenía miles de años de antigüedad y que estaba prohibida para todos menos los fervorosos?
Volvió a guardar la animista en su bolsa de seguridad. Parecía que iba a tener que investigar en el Palaneo.
Eso, o preguntarle a Kabsal. ¿Pero lo conseguiría sin levantar sospechas? Sacó el pan y la mermelada y se puso a comer mientras pensaba. Si Kabsal no lo sabía, y no podía encontrar las respuestas para cuando se marchara de Kharbranth, ¿había otras opciones? Si le llevaba el artefacto al rey veden, o tal vez a los fervorosos, ¿podrían proteger a su familia a cambio del regalo? Después de todo, no podían reprocharle que le hubiera robado a una hereje, y mientras Jasnah no supiera quién tenía la animista, estarían a salvo.
Por algún motivo, eso la hizo sentirse aún peor. Robar la animista para salvar a su familia era una cosa, ¿pero entregársela a los mismos fervorosos a quienes Jasnah despreciaba? Parecía una traición aún más grande.
Otra decisión difícil más. «Menos mal que Jasnah está tan empeñada en educarme para tratar con ellos. Para cuando todo esto termine, seré una verdadera experta…»
«Muerte en los labios. Sonido en el aire. Brea en la piel.»
De
La última desolación
, de Ambrian, versículo 335.
Kaladin salió dando tumbos a la luz, protegiéndose los ojos contra el ardiente sol, los pies descalzos sintiendo la transición de la fría piedra del interior a las calentadas por el sol del exterior. El aire estaba ligeramente húmedo, no bochornoso como en las semanas anteriores.
Apoyó las manos en el marco de madera, las piernas temblando rebeldes, notando los brazos como si hubiera cargado puentes tres días seguidos. Inspiró profundamente. Su costado debería arder de dolor, pero sentía solo una molestia residual. Algunos de sus cortes más profundos estaban cicatrizando todavía, pero los más pequeños habían desaparecido por completo. Notaba la cabeza sorprendentemente clara. Ni siquiera le dolía.
Rodeó el lateral del barrancón, sintiéndose más fuerte con cada paso, aunque no quitó la mano de la pared. Lopen lo seguía; el herdaziano lo estaba cuidando cuando despertó.
«Debería de estar muerto —pensó Kaladin—. ¿Qué está pasando?»
Se sorprendió al encontrar a un lado del barracón que sus hombres seguían su entrenamiento diario con el puente. Roca corría en la posición delantera central, marcando el ritmo de la marcha como Kaladin hacía antes. Llegaron al extremo del patio y dieron media vuelta. Estaban casi a punto de sobrepasar el barracón cuando uno de los hombres de delante, Moash, reparó en Kaladin. Se detuvo y a punto estuvo de provocar que toda la cuadrilla tropezara.
—¿Qué te pasa? —chilló Torfin desde atrás, la cabeza cubierta por la madera del puente.
Moash no escuchaba. Salió de debajo el puente, mirando a Kaladin con ojos como platos. Roca dio un grito apresurado para que los hombres soltaran el puente. Más miembros de la cuadrilla lo vieron, y adoptaron las mismas expresiones reverentes que Moash. Hobbet y Peet, cuyas heridas estaban suficientemente sanadas, habían empezado a practicar con los demás. Eso era bueno. Pronto estarían cobrando de nuevo.
Los hombres se acercaron a Kaladin, silenciosos. Mantuvieron la distancia, vacilantes, como si fuera frágil. O sagrado. Kaladin tenía el torso desnudo, al descubierto sus heridas casi curadas, y solo llevaba sus pantalones hasta las rodillas.
—Tenéis que practicar qué hacer si uno de vosotros resbala o tropieza —dijo Kaladin—. Cuando Moash se detuvo bruscamente, estuvisteis a punto de caer. En el campo de batalla eso podría ser un desastre.
Ellos se lo quedaron mirando, incrédulos, y Kaladin no pudo evitar sonreír. En un momento se congregaron a su alrededor, riendo y dándole manotazos en la espalda. No era una bienvenida del todo adecuada para un hombre enfermo, sobre todo cuando lo hizo Roca, pero Kaladin agradeció su entusiasmo.
Solo Teft no se unió. El viejo se quedó a un lado, cruzado de brazos. Parecía preocupado.
—¿Teft? —preguntó Kaladin—. ¿Estás bien?
Teft bufó, pero mostró un atisbo de sonrisa.
—Es que pienso que estos jóvenes de hoy no se bañan lo suficiente para que yo quiera acercarme a dar un abrazo. No te ofendas.
Kaladin se echó a reír.
—Comprendo.
Su último «baño» había sido la alta tormenta. La alta tormenta.
Los otros hombres del puente continuaron riendo, preguntando cómo se sentía, proclamando que Roca tendría que hacer algo verdaderamente especial para la cena de la noche en torno a la hoguera. Kaladin sonreía y asentía, asegurándoles que se encontraba bien, pero estaba recordando la tormenta.
La recordaba claramente. Agarrado a la anilla en lo alto del edificio, la cabeza gacha y los ojos cerrados contra el torrente picoteante. Recordó a Syl, plantada ante él, protegiéndolo como si pudiera hacer retroceder la tormenta. No podía verla ahora. ¿Dónde estaba?
También recordó el rostro. ¿El propio Padre Tormenta? Seguro que no. Un delirio. Sí…, sí, sin duda había estado delirando. Recuerdos de muertespren se fundían con partes redivivas de su vida, y ambos se mezclaban con extraños y súbitos arrebatos de fuerza, helados, pero refrescantes. Fueron como el aire frío de una mañana tras una larga noche en una habitación sofocante, o como frotar la savia de las hojas de gulket en los músculos doloridos, haciéndoles sentir calor y frío al mismo tiempo.
Podía recordar esos momentos claramente. ¿Qué los había causado? ¿La fiebre?
—¿Cuánto tiempo? —dijo, comprobando a los otros hombres, contándolos. Treinta y tres, incluidos Lopen y el silencioso Dabbid. Casi todos. Imposible. Si sus costillas habían sanado, debía de haber estado inconsciente al menos tres semanas. ¿Cuántas cargas con el puente?
—Diez días —dijo Moash.
—Imposible. Mis heridas…
—¡Por eso nos sorprende tanto verte de pie y caminando! —dijo Roca, riendo—. Debes de tener huesos como el granito. ¡Eres tú quien tendría que llevar mi nombre!
Kaladin se apoyó contra la pared. Nadie corrigió a Moash. Una cuadrilla entera no podía perder la pista del paso de las semanas.
—¿Idolir y Treff? —preguntó.
—Los perdimos —respondió Moash, solemne—. Hicimos dos cargas mientras estabas inconsciente. Nadie malherido, pero dos muertos. Nosotros…, no sabíamos cómo ayudarlos.
Eso hizo que los hombres se entristecieran un momento. Pero la muerte era parte de su oficio y no podían permitirse insistir demasiado en las pérdidas. Kaladin decidió, sin embargo, que tenía que enseñar a curar a algunos de los otros.
¿Pero cómo estaba de pie y caminando? ¿Sus heridas eran menos graves de lo que había supuesto? Vacilante, se palpó el costado, buscando las costillas rotas. Solo un pequeño malestar. Aparte de la debilidad, se sentía tan sano como siempre. Tal vez tendría que haber prestado un poco más de atención a las enseñanzas religiosas de su madre.
Mientras los hombres volvían a charlar y celebrarlo, advirtió las miradas que le dirigían. Respetuosas, reverentes. Recordaban lo que les había dicho antes de la alta tormenta. Ahora Kaladin se daba cuenta de que había delirado un poco. Parecía una proclamación increíblemente arrogante, por no mencionar que olía a profecía. Si los fervorosos lo descubrían…
Bueno, no podía deshacer lo que había hecho. Tendría que seguir adelante. «Ya hacías equilibrios sobre el abismo. ¿Tenías que subirte a un precipicio aún más alto?»
Una súbita y lastimera llamada sonó por todo el campamento. Los hombres del puente se callaron. El cuerno sonó dos veces más.
—Adivina —dijo Natam.
—¿Estamos de servicio? —preguntó Kaladin.
—Sí —respondió Moash.
—¡Alineaos! —exclamó Roca—. ¡Ya sabéis lo que hay que hacer! Enseñémosle al capitán Kaladin que no hemos olvidado cómo hacer esto.
—¿«Capitán» Kaladin?
—Claro, gancho —dijo Lopen a su lado, hablando con aquel rápido acento que parecía tan contrario a su actitud despreocupada—. Intentaron nombrar a Roca jefe del puente, pero nosotros empezamos a llamarte «capitán» y a él «jefe de pelotón.» Gaz se enfadó —Lopen sonrió.
Kaladin asintió. Los otros hombres se mostraban alegres, pero él no era capaz de compartir su estado de ánimo.
Mientras formaban alrededor del puente, empezó a advertir cuál era la fuente de su melancolía. Sus hombres habían vuelto al punto de partida. O peor. Él estaba débil y herido, y había ofendido al mismísimo alto príncipe. A Sadeas no le haría gracia enterarse de que Kaladin había sobrevivido a su fiebre.
Los hombres de los puentes seguían destinados a ser abatidos uno a uno. La carga lateral había sido un fracaso. No había salvado a sus hombres, solo había retrasado un poco su ejecución.
«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir…»
Sospechaba por qué era. Apretando los dientes, se soltó de la pared del barracón y se acercó a los hombres en fila, mientras los líderes de los subpelotones hacían una rápida comprobación de sus chalecos y sandalias.
Roca miró a Kaladin.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Voy con vosotros —dijo Kaladin.
—¿Y qué le dirías a uno de los otros si acabaran de levantarse tras una semana de fiebres?
Kaladin vaciló. «No soy como los otros hombres», pensó, pero luego lo lamentó. No podía empezar a creerse invencible. Correr con la cuadrilla, débil como estaba, sería una absoluta idiotez.