—¿Cuidado?
—Sí. Asegúrate de no llevar hebillas sueltas que rocen el cuero y lo corten. Parece que esto es cosa de una silla. A veces, la gente deja que la cincha cuelgue cuando prepara la silla para la noche, y le dejan algo pillado debajo. Supongo que eso es lo que causó el corte.
—Oh —dijo Adolin—. ¿Quieres decir que no fue intencionado?
—Bueno, puede haber sido así. ¿Pero, por qué cortaría nadie una cincha así?
«Por qué, en efecto», pensó Adolin. Se despidió de los dos talabarteros, se metió la correa en el bolsillo y le ofreció el codo a Janala. Ella lo aceptó con su mano libre, obviamente feliz por marcharse de la tienda de productos de cuero. Tenía un olor raro, aunque no tan malo como el de una curtiembre. Adolin la había visto echar mano al pañuelo varias veces, actuando como si quisiera llevárselo a la nariz.
Salieron al sol de mediodía. Tibon y Marks (dos ojos claros miembros de la Guardia de Cobalto) esperaban con la criada de Janala, Falksi, que era una joven ojos oscuros azish. Los tres los siguieron mientras Adolin y Janala paseaban por la calle del campamento, y Falksi murmuró entre dientes con voz cargada de acento, quejándose por la falta de un palanquín adecuado para su señora.
A Janala no parecía importarle. Inspiró profundamente el aire y se aferró al brazo de Adolin. Era bastante bonita, aunque le gustaba hablar sobre sí misma. La charlatanería era un atributo de las mujeres que normalmente le gustaba, pero hoy tenía problemas para prestarle atención a Janala cuando empezó a contarle los últimos chismes de la corte.
Habían cortado la correa, pero los dos talabarteros habían dado por hecho que era resultado de un accidente. Eso implicaba que habían visto cortes como este antes. Una hebilla suelta o cualquier otro accidente casual había cortado el cuero.
Pero esta vez el corte había arrojado al rey de su caballo en mitad de una lucha. ¿Podía haber implicado algo más?
—¿No te parece, Adolin? —preguntó Janala.
—Indudablemente —respondió él, escuchando a medias.
—¿Entonces hablarás con él?
—¿Hmm?
—Con tu padre. ¿Le pedirás que permita a los hombres abandonar ese horrible uniforme pasado de moda de vez en cuando?
—Bueno, es de ideas fijas —dijo Adolin—. Además, no está tan pasado de moda.
Janala lo fulminó con la mirada.
—Muy bien —admitió él—. Es un poco soso.
Como todos los demás oficiales ojos claros del ejército de Dalinar, Adolin llevaba un simple traje azul de corte militar. Un largo gabán azul oscuro, sin brocados, y pantalones recios en una época en que los chalecos, los adornos de seda y los pañuelos eran la moda. El glifopar Kholin de su padre iba bordado en el pecho y la espalda de forma bastante molesta, y la parte delantera abrochaba con botones plateados a ambos lados. Era simple, claramente reconocible, pero horriblemente soso.
—Los hombres de tu padre lo adoran, Adolin —dijo Janala—. Pero sus exigencias se vuelven cansinas.
—Lo sé. A mí me lo vas a decir. Pero no creo que pueda hacerle cambiar de opinión.
¿Cómo explicarlo? A pesar de seis años de guerra, Dalinar no flaqueaba en su resolución de mantener los Códigos. En todo caso, su dedicación a ellos aumentaba.
Al menos ahora Adolin comprendía una cosa. El amado hermano de Dalinar había hecho una última petición: seguir los Códigos. Cierto, esa petición se refería a un solo hecho, pero el padre de Adolin era famoso por llevar las cosas a los extremos.
Adolin tan solo deseaba que no hiciera la misma petición a todo el mundo. Individualmente, los Códigos eran solo inconveniencias menores: ir siempre de uniforme en público, no emborracharse nunca, evitar los duelos. En conjunto, sin embargo, eran una carga.
Su respuesta a Janala quedó interrumpida cuando una serie de cuernos resonó por todo el campamento. Adolin alzó la cabeza, dio media vuelta y miró hacia el este, hacia las Llanuras Quebradas. Fue contando la siguiente serie de cuernos. Habían localizado una crisálida en la meseta ciento cuarenta y siete. ¡Eso estaba ahí al lado!
Contuvo la respiración, esperando la siguiente serie de cuernos que llamaría a los ejércitos de Dalinar a la batalla. Eso solo sucedería si su padre lo ordenaba.
Una parte de él sabía que esos cuernos no sonarían. La meseta ciento cuarenta y siete estaba lo bastante cerca del campamento de Sadeas para que el otro alto príncipe lo intentara.
«Vamos, padre —pensó Adolin—. ¡Podemos ganarle!»
No sonó ningún cuerno más.
Adolin miró a Janala. Ella había escogido la música como Llamada y le prestaba poca atención a la guerra, aunque su padre era uno de los oficiales de caballería de Dalinar. Por su expresión, Adolin se dio cuenta de que comprendía lo que significaba la falta de un tercer toque de cuerno.
Una vez más, Dalinar Kholin había decidido no luchar.
—Vamos —dijo Adolin, dándose media vuelta y moviéndose en otra dirección, tirando prácticamente de Janala, que seguía enganchada a su codo—. Hay algo más que quiero comprobar.
Dalinar permanecía de pie, con las manos a la espalda, contemplando las Llanuras Quebradas. Estaba en una de las terrazas inferiores situadas ante el palacio elevado de Elhokar: el rey no residía en ninguno de los diez campamentos de guerra, sino en un pequeño complejo elevado en una colina cercana. El ascenso de Dalinar a aquel lugar había sido interrumpido por el sonar de los cuernos.
Esperó el tiempo suficiente para ver el ejército de Sadeas congregarse en su campamento. Dalinar podía haber enviado a un soldado a preparar a sus propios hombres. Estaba lo bastante cerca.
—¿Brillante señor? —preguntó una voz a su lado—. ¿Deseas continuar?
«Tú lo proteges a tu modo —Sadeas, pensó Dalinar—. Yo lo protegeré al mío.»
—Sí, Teshav —dijo, volviéndose para continuar subiendo por el camino en zigzag.
Teshav lo siguió. Tenía vetas rubias en su negro pelo alezi, que llevaba en un intrincado peinado entrelazado. Sus ojos eran violetas y su rostro afilado mostraba expresión de inquietud. Era normal: siempre parecía necesitar algo de lo que preocuparse.
Teshav y su ayudante escriba eran ambas esposas de oficiales. Dalinar confiaba en ellas. Más o menos. Era difícil confiar en alguien por completo. «Basta —pensó—. Empiezas a parecer tan paranoico como el rey.»
De cualquier forma, se alegraría del regreso de Jasnah. Si es que alguna vez decidía hacerlo. Algunos de sus oficiales de más alto rango le instaban a volver a casarse, aunque solo fuera por tener una mujer que fuera su escriba principal. Pensaban que rechazaba sus sugerencias por amor a su primera esposa. No sabía que ella había desaparecido de su mente, un blanco parche de niebla en su memoria. Aunque, en cierto modo, los oficiales tenían razón. Le habían quitado todo lo que se refería a su esposa. Todo lo que quedaba era un agujero, y llenarlo de nuevo para ganar una escriba parecía una crueldad.
Dalinar continuó su camino. Aparte de las dos mujeres, ya lo ayudaban Renarin y tres miembros de la Guardia de Cobalto. Estos llevaban gorras de fieltro azul oscuro y capas sobre petos plateados y pantalones azules. Eran ojos claros de bajo rango, capaces de llevar espadas para la lucha cuerpo a cuerpo.
—Bien, brillante señor —dijo Teshav—. El brillante señor Adolin me pidió que informara de los progresos en la investigación de la cincha. Está hablando con los talabarteros en este mismo momento, pero hasta ahora hay poco que decir. Nadie vio a nadie manipular la silla del caballo de su majestad. Nuestros espías dicen que no se murmura que haya nadie alardeando en los otros campamentos, y nadie en el nuestro ha recibido de pronto grandes sumas de dinero, por lo que hemos podido descubrir.
—¿Y los mozos?
—Dicen que revisaron la silla, pero cuando se les insistió, admitieron que no pueden recordar haber comprobado específicamente la cincha —sacudió la cabeza—. Llevar a un portador de esquirlada pone a veces gran tensión tanto en el caballo como en la silla. Si tan solo hubiera algún modo de domar a más ryshadios…
—Creo que antes se podría domar las altas tormentas, brillante. Bien, supongo que es una buena noticia. Mejor para todos que este asunto de la cincha resulte ser nada. Ahora hay otro tema que quisiera que examinaras.
—Es mi placer servirte, brillante señor.
—El alto príncipe Aladar ha empezado a hablar de tomarse unas cortas vacaciones y volver a Alezkar. Quiero que averigües si habla en serio.
—Sí, brillante señor —asintió Teshav—. ¿Eso sería un problema?
—La verdad es que no lo sé.
No se fiaba de los altos príncipes, pero al menos con ellos aquí podía vigilarlos. Si uno de ellos regresaba a Alezkar, podría conspirar sin que alguien lo controlara. Naturalmente, incluso las visitas breves podrían ayudar a estabilizar sus tierras.
¿Qué era más importante? ¿La estabilidad o la capacidad de vigilar a los otros? «Sangre de mis padres. No me hicieron para este politiqueo y estas conspiraciones. Me hicieron para que empuñara una espada y abatiera enemigos.»
Haría lo que hacía falta hacer, de cualquier manera.
—¿No dijiste que tenías información sobre las cuentas del rey, Teshav?
—Así es —dijo ella, mientras continuaban el corto paseo—. Hiciste bien en pedirme que examinara los libros, ya que parece que tres de los altos príncipes (Thanadal, Hatham y Vamah) van muy retrasados en sus pagos. Aparte de ti, solo el alto príncipe Sadeas ha pagado por adelantado lo que es debido, como exigen los principios de la guerra.
Dalinar asintió.
—Cuanto más se alargue esta guerra, más cómodos se sienten los altos príncipes. Empiezan a hacerse preguntas. ¿Por qué pagar altas tasas de guerra por la alimentación? ¿Por qué no traer aquí a granjeros y empezar a cultivar su propio alimento?
—Perdona, brillante señor —dijo Teshav mientras transitaban un recodo del camino. Su escriba ayudante caminaba detrás, con varios libros de cuentas en un morral—. ¿Pero de verdad quieres desaconsejar eso? Un segundo grupo de suministros podría ser valioso como refuerzo.
—Los mercaderes ya proporcionan refuerzos. Es uno de los motivos por los que no los he hecho marcharse. No me importaría otro, pero el poder de las animistas es la única presión que tenemos sobre los altos príncipes. Le debían lealtad a Gavilar, pero no sienten lo mismo hacia su hijo. —Dalinar entornó los ojos—. Eso es un punto vital, Teshav. ¿Has leído las historias que te sugerí?
—Sí, brillante señor.
—Entonces ya lo sabes. El período más frágil en la existencia de un reino se produce durante la vida del heredero de su fundador. Durante el reinado de un hombre como Gavilar, los hombres se muestran leales porque lo respetan. Durante las generaciones subsiguientes, empiezan a verse a sí mismos como parte de un reino, una fuerza conjunta que se mantiene unida gracias a la tradición.
»Pero el reinado del heredero…, ese es el punto peligroso. Gavilar no está aquí para mantener unido a todo el mundo, y todavía no existe la tradición de que Alezkar sea un reino. Tenemos que aguantar lo suficiente para que los altos príncipes empiecen a considerarse parte de un todo mayor.
—Sí, brillante señor.
Ella no hacía preguntas. Teshav era profundamente leal, como la mayoría de sus oficiales. No cuestionaban por qué era tan importante para él que los diez principados se consideraran a sí mismos una sola nación. Tal vez asumían que era debido a Gavilar. De hecho, el sueño de su hermano de una Alezkar unida era parte de ello. Pero había también algo más.
«Viene la Tormenta Eterna. La Auténtica Desolación. La Noche de las Penas.»
Reprimió un escalofrío. Las visiones no hacían que pareciera tener mucho tiempo para prepararse.
—Escribe una misiva en nombre del rey —dijo Dalinar—, bajando el precio de las animistas para aquellos que hagan sus pagos a tiempo. Eso debería despertar a los demás. Dáselo a las escribas de Elhokar y que se lo expliquen a él. Esperemos que esté de acuerdo con la necesidad.
—Sí, brillante señor —dijo Teshav—. Si puedo mencionarlo, me sorprendió bastante que me sugirieras leer esas historias. En el pasado, esas cosas no te interesaban especialmente.
—Últimamente hago cosas que no son específicas de mis intereses o mis talentos —respondió Dalinar con una mueca—. Mi falta de capacidad no cambia las necesidades del reino. ¿Has recogido los informes sobre los bandidos de la zona?
—Sí, brillante señor —ella vaciló—. Las cifras son alarmantes.
—Dile a tu marido que le entrego el mando del Cuarto Batallón. Quiero que entre los dos elaboréis un sistema mejor de patrullas en las Montañas Irreclamadas. Mientras la monarquía alezi tenga presencia aquí, no quiero que sea una tierra sin ley.
—Sí, brillante señor —dijo Teshav, indecis—. ¿Te das cuentas de que eso significa que dedicas dos batallones enteros a patrullar?
—Sí —respondió Dalinar. Había pedido ayuda a los otros altos príncipes. Sus respuestas oscilaron entre la sorpresa y la risa. Nadie le había dado ningún soldado.
—Eso, añadido al batallón que asignaste para mantener la paz en las zonas entre los campamentos y los mercados exteriores —puntualizó Teshav—. En total, más de la cuarta parte de tus fuerzas aquí, brillante señor.
—Las órdenes se mantienen, Teshav. Encárgate. Pero primero tengo que seguir discutiendo contigo de los libros de cuentas. Ve a la sala de los legajos y espéranos allí.
Ella asintió respetuosa.
—Naturalmente, brillante señor.
Se retiró con su pupila.
Renarin se acercó a Dalinar.
—No le ha gustado eso, padre.
—Desea que su marido participe en la lucha. Todos esperan que gane otra espada esquirlada ahí fuera, y se la dé a ellos.
Los parshendi tenían esquirladas. No muchas, pero incluso una sola era sorprendente. Nadie sabía explicar dónde las habían conseguido. Dalinar había ganado una espada y una armadura parshendi durante su primer año aquí. Se las había dado ambas a Elhokar para que recompensara al guerrero que considerase el más útil para Alezkar y el esfuerzo bélico.
Dalinar se volvió y entró en el palacio. Los guardias de la puerta lo saludaron a Renarin y a él. El joven mantuvo la mirada al frente. Algunas personas pensaban que carecía de emociones, pero Dalinar sabía que solo estaba preocupado.
—Quería hablar contigo, hijo —dijo Dalinar—. Sobre la cacería de la semana pasada.