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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (92 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—¿De noche? ¿En una zona peligrosa? ¿Exhibiendo riquezas? ¡Estabas pidiendo que ocurriera!

—¿Y eso hace que estuviera bien? —dijo Jasnah, inclinándose hacia delante—. ¿Apruebas lo que iban a hacer?

—Por supuesto que no. ¡Pero eso no hace que lo que tú hiciste estuviera bien tampoco!

—Y sin embargo, esos hombres han sido apartados de las calles. La gente de esta ciudad está mucho más segura. El asunto que tanto preocupaba a Taravangian ha sido resuelto, y nadie más que acuda al teatro caerá ante esos hampones. ¿Cuántas vidas acabo de salvar?

—Sé las que acabas de quitar —dijo Shallan—. ¡Y con el poder de algo que debería ser sagrado!

—Filosofía en acción. Una lección importante para ti.

—Lo has hecho solo para demostrar un argumento —dijo Shallan en voz baja—. Lo hiciste para demostrarme que podías hacerlo. Condenación, Jasnah, ¿cómo has podido hacer una cosa así?

Jasnah no respondió. Shallan se la quedó mirando, buscando emoción en aquellos ojos inexpresivos. «Padre Tormenta. ¿He conocido alguna vez de verdad a esta mujer? ¿Quién es realmente?»

Jasnah se acomodó, viendo pasar la ciudad.

—No lo he hecho para demostrar nada, niña. Llevo algún tiempo pensando que me aprovecho de la hospitalidad de su majestad. No se da cuenta de cuántos problemas pueden echársele encima por aliarse conmigo. Además, hombres como estos… —Había algo en su voz, una tensión que Shallan nunca había oído antes.

«¿Qué te han hecho? —se preguntó Shallan con horror—. ¿Y quién ha sido?»

—De cualquier forma, las acciones de esta noche sucedieron porque elegí este camino, no porque hubiera nada que considerara que tenías que ver. Sin embargo, también se presentó la oportunidad para aprender, para hacer preguntas. ¿Soy un monstruo o soy un héroe? ¿Acabo de asesinar a cuatro hombres, o he impedido que cuatro asesinos recorran las calles? ¿Se merece alguien que le hagan daño como consecuencia de ponerse donde el daño puede alcanzarte? ¿Tenía derecho a defenderme? ¿O estaba buscando una excusa para matar?

—No lo sé —susurró Shallan.

—Te pasarás la siguiente semana investigando y reflexionando sobre ello. Si deseas ser una erudita, una auténtica erudita que cambie el mundo, tendrás que enfrentarte a cuestiones como estas. Habrá momentos en que deberás tomar decisiones que te revolverán el estómago, Shallan Davar. Yo te preparé para tomar esas decisiones.

Jasnah guardó silencio y miró por la ventanilla del palanquín mientras los porteadores las llevaban al Cónclave. Demasiado preocupada para decir nada más, Shallan sufrió el resto del viaje en silencio. Siguió a Jasnah a través de los silenciosos pasillos hasta sus aposentos, dejando atrás a eruditos camino de Palaneo para una noche de estudio.

En sus aposentos, Shallan ayudó a Jasnah a desvestirse, aunque odiaba tocar a la mujer. No debería sentirse así. Los hombres a quienes Jasnah había matado eran criaturas terribles, y tenía pocas dudas de que la habrían matado. Pero no le molestaba el acto en sí tanto como su fría crueldad.

Todavía aturdida, le llevó una bata a su maestra mientras la mujer se quitaba las joyas y las depositaba sobre un vestidor.

—Podrías haber dejado escapar a los otros —dijo Shallan, volviéndose hacia Jasnah, que se había sentado a cepillarse el pelo—. Solo tenías que matar a uno.

—No, nada de eso.

—¿Por qué? Tendrían demasiado miedo para volver a hacer algo así otra vez.

—Eso no lo sabes. Sinceramente, quería eliminar a esos hombres. Una camarera descuidada que vuelve a casa por el camino equivocado no puede protegerse, pero yo sí. Y lo haré.

—No tienes ninguna autoridad para hacerlo, no en una ciudad ajena.

—Cierto. Otro punto a considerar, supongo.

Se llevó el cepillo al pelo, volviéndose. Cerró los ojos, como si no quisiera ver a Shallan.

La animista estaba en el vestidor, junto a los pendientes de Jasnah. Shallan apretó los dientes, sosteniendo la suave bata de seda. Jasnah estaba en ropa interior, cepillándose el pelo.

«Habrá momentos en que deberás tomar decisiones que te revolverán el estómago, Shallan Davar.» «Ya me he enfrentado a ellos.» «Me enfrento a uno ahora.»

¿Cómo se atrevía Jasnah a hacer esto? ¿Cómo se atrevía a hacer que Shallan formara parte? ¿Cómo se atrevía a usar algo hermoso y sagrado como fuente de destrucción?

Jasnah no se merecía poseer la animista.

Con un rápido movimiento de la mano, Shallan metió la bata doblada bajo su brazo seguro, y luego metió la mano en su bolsa y sacó la gema de cuarzo ahumado de la animista de su padre. Se acercó al vestidor y, usando el movimiento de colocar la bata sobre la mesa como tapadera, hizo el cambio. Deslizó la animista que funcionaba en su mano segura dentro de la manga, dando un paso atrás mientras Jasnah abría los ojos y miraba la bata, que ahora permanecía inocentemente junto a la animista estropeada.

Shallan contuvo la respiración.

Jasnah volvió a cerrar los ojos y le tendió el cepillo.

—Ha sido un día fatigoso, Shallan.

Shallan se movió mecánicamente, cepillando el pelo de su señora mientras agarraba la animista rota en su mano segura oculta, aterrada por si Jasnah advertía el cambio en algún momento.

No lo hizo. No cuando se puso la bata. No cuando guardó la animista rota en su joyero y lo cerró con la llave que llevaba al cuello cuando dormía.

Shallan salió de la habitación aturdida, agitada. Exhausta, mareada, confusa.

Pero impune.

CINCO AÑOS Y MEDIO ANTES

—Kaladin, mira esta roca —dijo Tien—. Cambia de color cuando la miras desde diferentes lados.

Kal se volvió desde la ventana y miró a su hermano. Con casi trece años ya, Tien había pasado de ser un niño ansioso a ser un adolescente ansioso. Aunque había crecido, seguía siendo pequeño para su edad, y su mata de pelo negro marrón seguía negándose a estar ordenada. Estaba sentado junto a la mesa de maderazorca lacada, los ojos al nivel de la brillante superficie, mirando una piedra pequeña y abultada.

Kal estaba sentado en un banco pelando largorraíces con un cuchillo corto. Las raíces marrones estaban sucias por fuera y pegajosas cuando las cortaba, así que trabajaba con los dedos cubiertos de una densa capa de crem. Terminó con una raíz y se la entregó a su madre, que la lavó y la cortó antes de echarla a la olla de guiso.

—Madre, mira esto —dijo Tien. La luz del atardecer entraba por la ventana a sotavento, bañando la mesa—. Desde este lado, la roca chispea de rojo, pero desde el otro lado es verde.

—Tal vez sea mágica —dijo Hesina. Fue echando en el agua trozo tras trozo de largorraíz, cada salpicadura con una nota levemente distinta.

—Creo que lo es. O tiene un spren. ¿Viven los spren en las rocas?

—Los spren viven en todo —respondió Hesina.

—No pueden vivir en todo —dijo Kal, dejando caer una monda en el cubo que había a sus pies. Miró por la ventana, contemplando el camino que llevaba de la ciudad a la mansión del consistor.

—Sí que viven —dijo Hesina—. Los spren aparecen cuando algo cambia: cuando aparece el miedo, o cuando empieza a llover. Son el corazón del cambio, y por tanto el corazón de todas las cosas.

—Esta largorraíz —dijo Kal, alzándola escéptico.

—Tiene un spren.

—¿Y si la cortas?

—Cada trozo tiene un spren. Solo que más pequeño.

Kal frunció el ceño y miró el largo tubérculo. Crecían en las grietas de piedra donde se acumulaba el agua. Sabían levemente a minerales, pero eran fáciles de cultivar. Su familia necesitaba comida que no costara mucho, hoy en día.

—Así que comemos spren —dijo Kal tristemente.

—No, comemos las raíces.

—Cuando tenemos que hacerlo —añadió Tien con una mueca.

—¿Y los spren? —insistió Kal.

—Son liberados y pueden regresar a dondequiera que vivan.

—¿Tengo yo un spren? —preguntó Kal, mirándose el pecho.

—Tienes un alma, querido. Eres una persona. Pero las partes de tu cuerpo bien pueden tener spren viviendo en ellas. Son muy pequeños.

Tien se pellizcó, como intentando hacer salir a los diminutos spren.

—La mierda —dijo Kal de pronto.

—¡Kal! —exclamó Hesina—. No se habla así en la mesa.

—La mierda —dijo Kal, tozudo—. ¿Tiene spren?

—Supongo que sí.

—Mierdaspren —dijo Tien, y se echó a reír.

Su madre continuó cortando.

—¿Por qué todas estas preguntas de repente?

Kal se encogió de hombros.

—Yo…, no lo sé. Porque sí.

Últimamente había estado pensando en cómo funcionaba el mundo, en lo que iba a hacer con su lugar en él. Los otros chicos de su edad no se hacían esas preguntas. La mayoría sabía qué les deparaba el futuro. Trabajar en los campos.

Pero Kal tenía una opción. A lo largo de los últimos meses finalmente había tomado su decisión. Sería soldado. Ya tenía quince años, y podía presentarse voluntario cuando el siguiente reclutador pasara por el pueblo. Pensaba hacer justo eso. No más dudas. Aprendería a luchar. Eso era el final de la discusión, ¿no?

—Quiero comprender —dijo—. Solo quiero que todo tenga sentido.

Su madre sonrió. Iba vestida con su traje marrón de trabajo, el pelo recogido en una cola, la parte superior oculta bajo un pañuelo amarillo.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Por qué sonríes?

—¿«Solo» quieres que todo tenga sentido?

—Sí.

—Pues la próxima vez que los fervorosos vengan al pueblo a quemar plegarias y Elevar las Llamadas de la gente, les transmitiré el mensaje. Hasta entonces, sigue pelando raíces.

Kal suspiró, pero hizo lo que le decía. Miró de nuevo por la ventana, y casi dejó caer la raíz de sorpresa. El carruaje. Bajaba por el camino de la mansión. Sintió un aleteo de vacilación nerviosa. Creía haberlo planeado, pero ahora que llegaba el momento, quiso seguir sentado pelando raíces. Sin duda habría otra oportunidad…

No. Se levantó, intentando que la ansiedad no se le notara en la voz.

—Voy a enjuagarme. —Mostró sus dedos cubiertos de crem.

—Tendrías que haber lavado las raíces primero, como te dije —advirtió su madre.

—Lo sé —respondió Kal. ¿Sonó falso su suspiro de pesar?—. Las lavaré ahora mismo.

Hesina no dijo nada mientras él recogía las raíces restantes, cruzaba la puerta, el corazón martilleándole, y salía a la luz de la tarde.

—¿Ves? —dijo Tien desde atrás—. Desde este lado es verde. No creo que sea un spren, madre. Es la luz. Hace que la roca cambie…

La puerta se cerró. Kal soltó los tubérculos y corrió por las calles de Piedralar, dejando atrás hombres que cortaban madera, mujeres que vaciaban cubos, y un grupo de abuelos que estaban sentados en los escalones y contemplaban la puesta de sol. Metió las manos en un barril de lluvia, pero no se detuvo mientras se las sacudía. Rodeó la casa de Mabrow el porquero, dejó atrás el abrevadero común, el gran agujero abierto en la roca en el centro del pueblo para recoger lluvia, y siguió corriendo a lo largo de la pared rompiente, la empinada falda de la montaña contra la que habían construido el pueblo para protegerlo de las tormentas.

Aquí encontró un bosquecillo de árboles tocopeso. Nudosos y tan altos como un hombre, solo les crecían hojas en la parte de sotavento, y corrían por todo el árbol como los peldaños de una escalera, agitándose con la fresca brisa. Mientras Kal se acercaba, las grandes hojas como estandartes se cerraron en torno a los troncos, creando una serie de sonidos restallantes.

El padre de Kal estaba al otro lado, las manos a la espalda. Estaba esperando donde la carretera de la mansión pasaba ante Piedralar. Lirin se volvió con un sobresalto y reparó en Kal. Llevaba sus mejores ropas: un abrigo azul, abotonado a los lados, como los de los ojos claros. Pero eran sus pantalones blancos los que mostraban signos de desgaste. Estudió a Kal a través de sus gafas.

—Voy contigo —estalló Kal—. A la mansión.

—¿Cómo lo sabías?

—Lo sabe todo el mundo. ¿Crees que no iban a hablar si el brillante señor Roshone te invita a cenar? ¿A ti, nada menos?

Lirin desvió la mirada.

—Le dije a tu madre que te mantuviera ocupado.

—Lo intentó —Kal sonrió—. Probablemente me caerá una tormenta encima cuando encuentre esas largorraíces tiradas delante de la puerta.

Lirin no dijo nada. El carruaje se detuvo cerca, las ruedas rechinando contra la piedra.

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