Kaladin se levantó. Le preocupaba (le aterraba, en realidad) convertirse de nuevo en aquel despojo que había sido. El que había renunciado a preocuparse porque no veía ninguna alternativa. Así que buscó conversación y se acercó a Sigzil. Su movimiento molestó a Syl, que hizo un ruidito y se encaramó en su hombro. Todavía tenía la forma de una llama oscilante; tenerla en el hombro resultaba aún más molesto. No dijo nada: si ella supiera que le molestaba, probablemente lo haría aún más. Seguía siendo una vientospren, después de todo.
Kaladin se sentó junto a Sigzil.
—¿No tienes hambre?
—Ellos están más ansiosos que yo. Si las noches anteriores sirven de indicativo, quedará suficiente para mí cuando hayan llenado sus cuencos.
Kaladin asintió.
—Me gustó tu análisis sobre la meseta hoy.
—Soy bueno en eso, a veces.
—Tienes educación. Se te nota en cómo hablas y actúas.
Sigzil vaciló.
—Sí —dijo por fin—. Entre mi gente, no es un pecado que los hombres sean cultos.
—Tampoco lo es para los alezi.
—Mi experiencia es que solo os preocupan las guerras y el arte de matar.
—¿Y qué has visto de nosotros, además de nuestro ejército?
—No mucho —admitió Sigzil.
—Así que tenemos un hombre con educación en una cuadrilla —dijo Kaladin, pensativo.
—Nunca completé mi educación.
—Yo tampoco.
Sigzil lo miró, curioso.
—Fui aprendiz de cirujano —dijo Kaladin.
Sigzil asintió, su denso pelo oscuro cayó sobre sus hombros. Era uno de los pocos hombres del puente que se molestaba en afeitarse. Ahora que Roca tenía una cuchilla, tal vez eso cambiaría.
—Cirujano —dijo—. No puedo decir que me sorprenda, considerando cómo tratabas a los heridos. Los hombres dicen que en secreto eres un ojos claros de rango muy alto.
—¿Qué? ¡Pero si mis ojos son marrón oscuro!
—Perdóname —dijo Sigzil—. No dije la palabra adecuada…, no la tenéis en vuestra lengua. Para vosotros, un ojos claros es lo mismo que un líder. En otros reinos, sin embargo, otras cosas hacen de un hombre un…, maldito sea este lenguaje alezi. Un hombre de alta cuna. Un brillante señor, pero sin los ojos. De todas formas, los hombres creen que debes de haberte criado fuera de Alezkar. Como líder.
Sigzil miró a los demás. Estaban empezando a sentarse y atacaban sus guisos con vigor.
—Es la forma tan natural en que los lideras, la forma en que haces que los otros quieran escucharte. Hay cosas que asocian con los ojos claros. Y por eso han inventado un pasado para ti. Ahora te costará trabajo convencerlos de lo contrario. —Sigzil lo miró—. Suponiendo que sea inventado. Yo estaba en el abismo el día que empleaste aquella lanza.
—Una lanza —dijo Kaladin—. Un arma de soldado ojos oscuros, no una espada de ojos claros.
—Para muchos hombres de los puentes, la diferencia es mínima. Todos están muy por encima de nosotros.
—¿Y cuál es tu historia?
Sigzil sonrió.
—Me preguntaba si ibas a pedírmelo. Los otros mencionaron que habías hurgado en sus orígenes.
—Me gusta conocer a los hombres que lidero.
—¿Y si algunos de nosotros somos asesinos? —preguntó Sigzil tranquilamente.
—Entonces estoy en buena compañía. Si mataste a un ojos claros, podría invitarte a una copa.
—No era un ojos claros. Y no está muerto.
—Entonces no eres un asesino —dijo Kaladin.
—No porque no lo haya intentado. —Los ojos de Sigzil se volvieron distantes—. Creí que había tenido éxito. No fue la mejor decisión que tomé. Mi amo… —guardó silencio.
—¿Es al que intentaste matar?
—No.
Kaladin esperó, pero el hombre no ofreció más información. «Un erudito —pensó—. O al menos un hombre de estudios. Tiene que haber un modo de usar esto.»
«Encuentra un modo para salir de esta trampa mortal, Kaladin. Usa lo que hay. Tiene que haber un modo.»
—Tenías razón respecto a los hombres de los puentes —dijo Sigzil—. Nos envían a morir. Es la única explicación razonable. Hay un lugar en el mundo. Marabezia. ¿Has oído hablar de ella?
—No.
—Está junto al mar, al norte, en tierras selay. Sus gentes son conocidas por su gran afición al debate. En las esquinas de sus ciudades tienen pequeños pedestales a los que pueden subirse y proclamar sus argumentos. Se dice que en Marabezia todo el mundo lleva una bolsa con una fruta madura por si pasan ante algún orador con quien estén en desacuerdo.
Kaladin frunció el ceño. No había oído tantas palabras seguidas por parte de Sigzil en todo el tiempo que llevaban juntos en el puente.
—Lo que dijiste antes, en la meseta —dijo Sigzil, mirando hacia delante—, me hizo pensar en los marabezios. Verás, tienen una forma curiosa de tratar a los convictos. Los cuelgan del acantilado que da al mar cerca de la ciudad, cerca del agua cuando sube la marea, con un corte en cada mejilla. Hay una especie concreta de conchagrande que vive allí en las profundidades. Las criaturas son famosas por su suculento sabor, y naturalmente tienen gemas corazón. No tan grandes como las de estos abismoides, pero siguen siendo bonitas. Así que los criminales se convierten en cebo. Un criminal puede elegir ser ejecutado en cambio, pero dicen que si cuelgas allí durante una semana y no te han devorado, te dejan en libertad.
—¿Y eso sucede a menudo?
Sigzil negó con la cabeza.
—Nunca. Pero los prisioneros casi siempre aceptan la propuesta. Los marabezios tienen una expresión para los que se niegan a ver la verdad de una situación. «Tienes ojos de rojo y azul», dicen. Rojo por la sangre que mana. Azul por el agua. Se dice que esas dos cosas son todo lo que ven los prisioneros. Normalmente los conchagrandes los atacan el mismo día. Y sin embargo, la mayoría sigue deseando correr el riesgo. Prefieran la falsa esperanza.
«Ojos de rojo y azul», pensó Kaladin, imaginando la morbosa escena.
—Haces un buen trabajo —dijo Sigzil, poniéndose en pie y recogiendo su cuenco—. Al principio, te odié por mentirle a los hombres. Pero he comprendido que una esperanza falsa los hace felices. Lo que tú haces es como dar medicina a un enfermo para aliviar su dolor hasta que muere. Ahora esos hombres pueden pasar sus últimos días riendo. Eres en efecto un sanador, Kaladin Benditormenta.
Kaladin quiso negarlo, decir que no era una falsa esperanza, pero no pudo. No con el corazón hecho polvo. No con lo que sabía.
Un momento después, Roca salió del barracón.
—¡Me siento de nuevo un auténtico
alil'tiki'i
! —proclamó, alzando su cuchilla—. ¡Amigos míos, no sabéis lo que habéis hecho! ¡Algún día os llevaré a los Picos y os ofreceré la hospitalidad de reyes!
A pesar de todas sus quejas, no se había afeitado la barba por completo. Se había dejado largas patillas rojidoradas que se curvaban hacia su barbilla. La punta de la barbilla estaba perfectamente afeitada, igual que sus labios. En su rostro ovalado, con su altura, el aspecto resultaba bastante particular.
—¡Ja! —dijo Roca, encaminándose hacia el fuego. Agarró a los dos hombres más cercanos y los atrajo para abrazarlos, haciendo que Bisig casi derramara su guiso—. ¡Os haré a todos de mi familia por esto! ¡El
humakaaban
de un habitante de los picos es su orgullo! Me siento de nuevo un verdadero hombre. Tomad. Esta cuchilla no me pertenece a mí, sino a todos nosotros. Todo el que desee usarla puede hacerlo. ¡Es un honor compartirla con vosotros!
Los hombres se echaron a reír, y unos cuantos aceptaron el ofrecimiento. Kaladin no fue uno de ellos. No…, no parecía importarle. Aceptó el cuenco de guiso que le trajo Dunny, pero no comió. Sigzil decidió no sentarse junto a él y se retiró al otro lado de la hoguera.
«Ojos de rojo y azul —pensó Kaladin—. No sé si eso nos define.» Para tener ojos de rojo y azul, tendría que creer que al menos existía una pequeña posibilidad de que la cuadrilla pudiera sobrevivir. Esta noche, Kaladin tuvo problemas para convencerse a sí mismo.
Nunca había sido un optimista. Veía el mundo tal como era, o lo intentaba. Sin embargo, eso resultaba un problema cuando la verdad que veía era tan terrible.
«Oh, Padre Tormenta. Vuelvo a ser el despojo que era. Estoy perdiendo mi control sobre todo esto, sobre mí mismo», pensó, sintiendo el aplastante peso de la desesperación mientras contemplaba su cuenco.
No podía cargar con las esperanzas de todos los hombres del puente.
No era lo bastante fuerte.
CINCO AÑOS Y MEDIO ANTES
Kaladin apartó a la sollozante Laral y entró en la sala de operaciones. Incluso después de años de trabajar con su padre, la cantidad de sangre de la habitación le pareció sorprendente. Era como si alguien hubiera arrojado un cubo de brillante pintura roja.
El olor de la carne quemada flotaba en el aire. Lirin trabajaba frenéticamente en el brillante señor Rillir, el hijo de Roshone. Una cosa de aspecto maligno, como un cuerno, salía del abdomen del joven, y su pierna derecha estaba aplastada. Colgaba solo por unos pocos tendones, y astillas de hueso asomaban como juncos de las aguas de un estanque. El brillante señor Roshone en persona estaba en la mesa de al lado, gimiendo, los ojos apretados mientras se sujetaba la pierna, que estaba atravesada por otra de las lanzas de hueso. La sangre manaba de su vendaje improvisado, se desparramaba por el lado de la mesa y caía al suelo para mezclarse con la de su hijo.
Kaladin se quedó en la puerta, boquiabierto. Laral continuó gritando. Se agarró al marco de la puerta mientras varios de los guardias de Roshone intentaban llevársela. Sus gemidos eran frenéticos.
—¡Haz algo! ¡Esfuérzate más! ¡No puede! ¡Estaba donde sucedió…, y no me importa y me soltó! —las incomprensibles frases se convirtieron en chillidos. Los guardias se la llevaron por fin.
—¡Kaladin! —exclamó su padre—. ¡Te necesito!
Estremeciéndose, Kaladin entró en la habitación, se frotó las manos y luego cogió las vendas del armario. Pisó sangre. Vio un atisbo de la cara de Rillir: parte de la piel del lado derecho de la cara había sido arrancada. El párpado había desaparecido, el ojo derecho tenía un tajo delante, era como la piel de una uva prensada para hacer vino.
Kaladin corrió con los vendajes junto a su padre. Su madre apareció en la puerta un momento después, seguida de Tien. Se llevó una mano a la boca y apartó a Tien. El muchacho se tambaleó, mareado. Ella regresó un instante más tarde, sin él.
—¡Agua, Kaladin! —gritó Lirin—. Hesina, trae más. ¡Rápido!
Su madre corrió a ayudar, aunque apenas auxiliaba en el quirófano ya. Sus manos temblaban cuando cogió uno de los cubos y salió al exterior. Kaladin cogió el otro cubo, que estaba lleno, y se lo llevó a su padre mientras Lirin sacaba el hueso del vientre del joven ojos claros. El ojo que le quedaba a Rillir aleteó, la cabeza le temblaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Kaladin, presionando el vendaje contra la herida mientras su padre apartaba a un lado el extraño objeto.
—Un colmillo de espinablanca. Agua.
Kaladin cogió una esponja, la metió en el cubo y la usó para echar agua en la herida de Rillir. Eso despejó la sangre, permitiendo que Lirin le echara un vistazo a los daños. Sondeó con los dedos mientras Kaladin preparaba aguja e hilo. Ya había un torniquete en la pierna. La amputación completa vendría más tarde. Lirin vaciló, los dedos dentro del agujero abierto en el vientre de Rillir. Kaladin miró a su padre, preocupado.
Lirin retiró los dedos y se acercó al brillante señor Roshone.
—Vendas, Kaladin —dijo, cortante.
Kaladin corrió, pero echó una mirada a Rillir por encima del hombro. El joven ojos claros, antaño guapo, volvió a temblar entre espasmos.
—Padre…
—¡Vendas! —dijo Lirin.
—¿Qué estás haciendo, cirujano? —gritó Roshone—. ¿Qué hay de mi hijo? —los dolospren se congregaban a su alrededor.
—Tu hijo está muerto —dijo Lirin, sacando el colmillo de la pierna de Roshone.
El ojos claros gritó de dolor, aunque Kaladin no pudo saber si era por el colmillo o por su hijo. Roshone apretó los dientes mientras Kaladin presionaba la venda contra su pierna. Lirin metió las manos en el cubo de agua y las secó rápidamente con savia de matopomo para espantar a los putrispren.
—Mi hijo no está muerto —gruñó Roshone—. ¡Puedo verlo moverse! Atiéndelo, cirujano.
—Kaladin, tráeme el aturdeagua —ordenó Lirin, preparando la aguja para coser.