Justo cuando llegaba al carro indicado, oyó un suave grito desde la dirección en la que se había ido Teft. Kaladin dio un respingo, y luego echó un vistazo al centinela. El muchacho seguía contemplando la luna, agitando ausente los pies desde el poste en el que estaba encaramado.
Un momento después, Roca y un azorado Teft corrieron junto a Kaladin.
—Lo siento —susurró Teft—. La montaña ambulante me sobresaltó.
—Si soy una montaña —gruñó Roca—, ¿entonces por qué no me oíste venir, eh?
Kaladin bufó, palpó la trasera del carro indicado, y sus dedos rozaron la X marcada en la madera. Inspiró y se metió de espaldas bajo el carro.
Los juncos seguían allí, atados en veinte paquetes, cada uno tan grueso como una mano.
—Ishi, Heraldo de la Suerte, sea loado —susurró, desatando el primer paquete.
—Está todo, ¿no? —dijo Teft, agachándose, mientras se rascaba la barba a la luz de la luna—. No puedo creer que encontráramos tantos. Debemos de haber arrancado todos los juncos de la llanura.
Kaladin le tendió el primer paquete. Sin Syl, no habrían encontrado ni una tercera parte. Tenía la velocidad de un insecto en vuelo, y parecía tener la habilidad de detectar las cosas. Kaladin desató el siguiente paquete, y lo pasó. Teft lo ató al otro, formando un paquete más grande.
Mientras Kaladin trabajaba, un puñado de hojitas blancas revoloteó bajo el carro y se convirtió en la figura de Syl, que se detuvo junto a su cabeza.
—No hay guardias en ninguna parte que haya podido ver. Solo un chico en los corrales de los chulls.
Su figura transparente blanquiazul era casi invisible en la oscuridad.
—Espero que los juncos estén bien todavía —susurró Kaladin—. Si se han secado demasiado…
—Estarán bien. Te preocupas mucho. Te he encontrado unas botellas.
—¿Eso has hecho? —preguntó él, tan ansioso que casi se incorporó. Se detuvo antes de golpearse la cabeza. Syl asintió.
—Te lo mostraré. No pude transportarlos. Demasiado sólidos. Kaladin desató rápidamente el resto de los paquetes y se los tendió al nervioso Teft. Salió de debajo del carro, cogió dos de los paquetes más grandes. Teft cogió dos de los otros, y Roca lo hizo con tres, cargando con uno bajo el brazo. Necesitaban un lugar para trabajar donde no pudieran molestarlos. Aunque los matopomos parecían no tener ningún valor, Gaz encontraría un modo de estropear el trabajo si veía lo que estaba pasando.
«Primero las botellas», pensó Kaladin. Le hizo un gesto con la cabeza a Syl, que los condujo al exterior del depósito de carros y los llevó a una taberna que parecía haber sido construida a toda prisa con madera de segunda, pero eso no impedía que los soldados se divirtieran. Su carácter escandaloso hizo a Kaladin preocuparse de que el edificio entero se viniera abajo.
Detrás, dentro de una caja medio rota, había un montón de botellas de licor descartadas. El cristal era lo bastante valioso para que las botellas fueran reutilizadas, pero estas tenían grietas o golletes rotos. Kaladin soltó sus paquetes y luego seleccionó tres botellas casi enteras. Las lavó en un barril de agua cercano antes de meterlas en el saco que había traído para la ocasión.
Volvió a coger sus paquetes e hizo una seña a los demás.
—Tratad de que parezca que estáis haciendo algo monótono. Inclinad la cabeza.
Los otros dos asintieron, y salieron a la calle principal, cargando con los paquetes como si fueran parte de su trabajo cotidiano. Llamaron menos atención que antes.
Evitaron el aserradero y cruzaron el campo de roca que el ejército usaba como zona de reunión antes de bajar por la pendiente de roca que conducía a las Llanuras Quebradas. Un centinela los vio. Kaladin contuvo la respiración, pero no dijo nada. Probablemente asumió que tenían motivos para hacer lo que estaban haciendo. Si trataran de abandonar el campamento sería una historia diferente, pero esta sección cerca de los primeros abismos no estaba prohibida.
Poco después llegaron al lugar donde Kaladin había estado a punto de suicidarse. Qué diferencia podían crear unos pocos días. Se sentía como una persona diferente: un extraño híbrido del hombre que fue una vez, el esclavo en el que se había convertido, y el penoso despojo al que todavía tenía que combatir. Recordó cuando estuvo al borde del abismo, mirando sus profundidades. Aquella oscuridad todavía lo aterraba.
«Si no logro salvar a los hombres del puente, ese despojo volverá a tomar el control. Esta vez se saldrá con la suya…» Kaladin se estremeció. Soltó los paquetes junto al borde del abismo y se sentó. Los otros dos hombres lo imitaron, vacilantes.
—¿Vamos a arrojarlos al abismo? —preguntó Teft, rascándose la barba—. ¿Después de todo ese trabajo?
—Pues claro que no —respondió Kaladin. Vaciló. Nomon brillaba, pero seguía siendo de noche—. No tendrás ninguna esfera ¿no?
—¿Para qué? —preguntó Teft, receloso.
—Para iluminarnos, hombre.
Teft gruñó y sacó un puñado de chips de granate.
—Iba a gastarlas esta noche… —dijo. Las esferas brillaron en la palma de su mano.
—Muy bien —dijo Kaladin, sacando un junco. ¿Qué había dicho su padre al respecto? Vacilante, Kaladin rompió la frondosa parte superior del junco, descubriendo el centro hueco. Cogió el junco por el otro extremo y pasó los dedos por toda su longitud, apretando con fuerza. Dos gotas de líquido lechoso blanco cayeron a la botella vacía de licor.
Kaladin sonrió con satisfacción, luego pasó de nuevo los dedos a lo largo del junco. Esta vez no salió nada, así que lo arrojó al abismo. A pesar de lo que había dicho del sombrero, no quería dejar huellas.
—¡Creí que habías dicho que no íbamos a arrojarlos! —acusó Teft.
Kaladin alzó la botella de licor.
—Solo después de sacar esto.
—¿Y esto qué es? —Roca se inclinó hacia delante, entornando los ojos.
—Savia de matopomo. O, más bien, leche de matopomo, no creo que sea realmente savia. De cualquier forma, es un potente antiséptico.
—¿Anti…, qué? —preguntó Teft.
—Espanta a los putrispren —dijo Kaladin—. Causan infecciones. Esta leche es uno de los mejores antisépticos que existen. Extiéndela sobre una herida que ya esté infectada, y seguirá funcionando.
Eso era bueno, porque las heridas de Leyten habían empezado a volverse de un rojo intenso, todas llenas de putrispren.
Teft gruñó, y luego miró los paquetes.
—Hay un montón de juncos.
—Lo sé —dijo, tendiéndoles las otras dos botellas—. Por eso me alegro de no tener que ordeñarlos yo solo.
Teft suspiró, pero se sentó y desató un paquete. Roca lo hizo sin quejarse, sentado con las rodillas juntas para sujetar con ellas la botella mientras trabajaba.
Una leve brisa empezó a soplar, sacudiendo algunos de los juncos.
—¿Por qué te preocupas por ellos? —preguntó finalmente Teft.
—Son mis hombres.
—Ser jefe de puente no significa eso.
—Significa lo que nosotros decidamos —respondió Kaladin, advirtiendo que Syl se había acercado a escuchar—. Tú, yo, los demás.
—¿Crees que te dejarán hacer eso? —preguntó Teft—. ¿Los ojos claros y los capitanes?
—¿Crees que prestarán suficiente atención para darse cuenta siquiera?
Teft vaciló, luego gruñó y ordeñó otro junco.
—Tal vez —dijo Roca. Había una enorme delicadeza en los movimientos de las grandes manos del hombretón mientras ordeñaba los juncos. Kaladin no había pensado que aquellos gruesos dedos pudieran ser tan cuidadosos, tan precisos—. Los ojos claros a menudo advierten cosas que uno no desea que adviertan.
Teft volvió a gruñir, mostrando su acuerdo.
—¿Cómo llegaste aquí, Roca? —preguntó Kaladin—. ¿Cómo acaba un comecuernos dejando sus montañas y bajando a las llanuras?
—No deberías preguntar ese tipo de cosas, hijo —dijo Teft, agitando un dedo ante Kaladin—. No hablamos de nuestros pasados.
—No hablamos de nada —respondió Kaladin—. Vosotros dos ni siquiera sabíais vuestros nombres respectivos.
—Los nombres son una cosa —gruñó Teft—. El pasado es diferente. Yo…
—No importa —dijo Roca—. Lo contaré. Teft murmuró para sí, pero se inclinó hacia delante para escuchar a Roca—. Mi pueblo no tiene espadas esquirladas —dijo con voz grave y ronca.
—Eso no es extraño —repuso Kaladin—. Aparte de Alezkar y Jah Keved, pocos reinos tienen muchas espadas.
Aquello era cuestión de cierto orgullo entre los ejércitos.
—No es cierto —contestó Roca—. Thaylenah tiene cinco hojas y tres armaduras completas, todas en manos de la guardia real. Los selay tienen su parte de armaduras y espadas. Otros reinos, como Herdaz, tienen una sola espada y una sola armadura, que se transmite por el linaje real. Pero los unkalaki no tenemos ni una sola espada. Muchos de nuestros
nuatoma
, que son como los ojos claros, solo que sus ojos no son claros…
—¿Cómo se puede ser un ojos claros sin tener los ojos claros? —dijo Teft con desdén.
—Teniendo los ojos oscuros —replicó Roca, como si fuera obvio—. Nosotros no escogemos así a nuestros líderes. Pero no interrumpas mi historia.
Ordeñó otro junco, y lanzó la carcasa a una pila que tenía al lado.
—Los
nuatoma
consideran una gran vergüenza que no tengamos espadas. Quieren esas armas con todas sus ganas. Se cree que el primer
nuatoma
que consiga una hoja esquirlada será rey, algo que no tenemos desde hace muchísimos años. Ningún pico lucharía contra otro pico donde un hombre tuviera una de las benditas espadas.
—¿Entonces has venido a comprar una? —preguntó Kaladin. Ningún portador de esquirlada vendería su arma. Cada una de ellas era una reliquia única, tomada a uno de los Radiantes Perdidos después de su traición.
Roca se echó a reír.
—¡Ja! ¿Comprar? No, no somos tan tontos. Pero mi
nuatoma
conocía vuestra tradición, ¿sabéis? Dice que si un hombre mata a un portador puede reclamar como suyas la espada y la armadura. Y por eso mi
nuatoma
y su casa hicieron una gran procesión y bajaron a buscar y matar a uno de vuestros portadores.
Kaladin estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Imagino que resultó ser más difícil de lo que pensaba.
—Mi
nuatoma
no era ningún necio —dijo Roca, a la defensiva—. Sabía que sería difícil, pero vuestra tradición nos da esperanza, ¿comprendes? Un valiente
nuatoma
bajará algún día para enfrentarse en duelo con un portador. Algún día, uno ganará, y tendremos esquirlas.
—Tal vez —dijo Kaladin, arrojando un junco vacío al abismo—. Suponiendo que accedan a enfrentarse con vosotros en un duelo a muerte.
—Oh, ellos siempre hacen duelos —dijo Roca, riendo—. El
nuatoma
posee muchas riquezas y promete todas sus posesiones al vencedor. ¡Vuestros ojos claros no pueden dejar de pasar junto a un estanque tan cálido! Matar a un unkalaki sin espada esquirlada no lo consideran tan difícil. Muchos
nuatoma
han muerto. Pero no importa. Tarde o temprano, mataremos.
—Y tendréis un juego de esquirladas —dijo Kaladin—. Alezkar tiene docenas. Una es el principio. —Roca se encogió de hombros—. Pero mi
nuatoma
perdió, así que ahora soy un hombre del puente.
—Espera —dijo Teft—. ¿Viniste hasta aquí con tu brillante señor, y cuando perdió, te rendiste y te uniste a una cuadrilla?
—No, no, no lo comprendes. Mi
nuatoma
desafió al alto príncipe Sadeas. Es bien sabido que hay muchos portadores de esquirlada aquí en las Llanuras Quebradas. Mi
nuatoma
pensó que sería más fácil combatir primero a un hombre que solo tiene la armadura, y luego conseguir la espada.
—¿Y?
—Cuando mi
nuatoma
perdió ante el brillante señor Sadeas, todos nosotros nos volvimos suyos.
—¿Entonces eres esclavo? —preguntó Kaladin, extendiendo la mano y palpando las marcas de su frente.
—No, nosotros no tenemos esas cosas —dijo Roca—. Yo no era esclavo de mi
nuatoma
, era familiar suyo.
—¿Familiar suyo? —dijo Teft—. ¡Kelek! ¡Eres un ojos claros!
Roca se volvió a reír, con ganas. Kaladin sonrió a su pesar. Parecía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que oyó a alguien reír de esa manera.
—No, no. Yo era solo
umarti'a
. Su primo, diríais vosotros.
—Pero eras pariente suyo.
—En los Picos —dijo Roca—, los parientes de un brillante señor son sus sirvientes.
—¿Qué clase de sistema es ese? —se quejó Teft—. ¿Tienes que ser sirviente de tus propios parientes? ¡Por la tormenta! Creo que preferiría morir.
—No es tan malo —dijo Roca.
—Tú no conoces a mis parientes —respondió Teft, estremeciéndose.
Roca volvió a soltar una carcajada.
—¿Prefieres servir a alguien a quien no conoces? ¿Como a ese Sadeas? ¿Un hombre que no tiene ninguna relación contigo? —Sacudió la cabeza—. Llaneros. Tenéis demasiado aire aquí. Eso enferma vuestras mentes.
—¿Demasiado aire? —preguntó Kaladin.
—Sí.
—¿Cómo se puede tener demasiado aire? Está todo alrededor.
—Es difícil de explicar.
El alezi que hablaba Roca era bueno, pero a veces se olvidaba de algunas palabras. En otras ocasiones, las recordaba y pronunciaba sus frases con precisión. Cuanto más rápido hablaba, más palabras olvidaba incluir.
—Tenéis demasiado aire —dijo Roca—. Venid a los Picos. Ya veréis.
—Me lo imagino —dijo Kaladin, mirando a Teft, quien tan solo se encogió de hombros—. Pero te equivocas en una cosa. Has dicho que servimos a alguien a quien no conocemos. Bueno, yo conozco al brillante señor Sadeas. Lo conozco bien.
Roca alzó una ceja.
—Arrogante —dijo Kaladin—, vengativo, avaricioso, corrupto hasta el corazón.
Roca sonrió.
—Sí, creo que tienes razón. Este hombre no es de los mejores ojos claros.
—No hay «mejores» entre ellos, Roca. Son todos iguales.
—¿Te han hecho mucho daño, entonces?
Kaladin se encogió de hombros. La cuestión destapaba heridas que no habían sanado todavía.
—De todas formas, tu amo tuvo suerte.
—¿Suerte porque lo mató un portador de esquirlada?
—Suerte porque no ganó y descubrió cómo lo habían engañado. No lo habrían dejado marcharse con la armadura de Sadeas.
—Tonterías —interrumpió Teft—. La tradición…